Nada de lo anterior

    Mi bisabuelo -a quien conocí apenas, a quien llamaban Pancho el burro, Pancho el isleño, Pancho el hijoeputa, etc.-, me contaron en su día, se sentaba a comer sin lavarse las manos, con el olor de la tierra roja aún en las manos. Mi bisabuela -a quien llamábamos Mamá, todos; a quien íbamos cada año a cantarle feliz cumpleaños, por la noche, a bordo de un camión que apenas podía subir las exiguas cuestas de la Sierra de los Órganos- se quedó ciega con cincuentaitantos años y nunca supieron por qué, ni siquiera se hicieron muchas preguntas, eran cosas que pasaban. Mi abuelo se fugó con mi abuela de casa de Pancho el hijoeputa, usando como medio de transporte una yegua medio enana, la misma que usaba para ir de casa en casa a cortar el pelo de los guajiros, de pueblo en pueblo para tocar el güiro en una orquestica que amenizaba bodas, bautizos y comuniones. En casa de mis otros abuelos, sopa y boniato eran un banquete. 

Tuve quince tíos, cuarenta primos. Algunos han muerto, otros siguen vivos. A unos y a otros no los veo hace ya demasiados años. 

Cuando tenía 14 años, mi madre trabajaba de criada -sirvienta o como sea mejor decirlo-, después fue maestra, muchos años. Mi padre trabajó en el campo con su abuelo y criaba palomas. Un día se hartó y se fue a la ciudad a trabajar en una perrera. Se hizo albañil, capataz, técnico en obras industriales. Cuando le dio el infarto que terminaría con su vida, estaba trabajando, levantando paredes, que era lo que mejor sabía hacer.

Tengo un primo que es como mi hermano, crecimos juntos, nos peleamos de cuando en vez, entre nosotros y contra otros, juntos, nos emborrachamos demasiadas veces, juntos. Tengo un hermano que no sabe que le quiero, o sí lo sabe o lo intuye. Tengo otro hermano que nació el mismo año que yo, nos hemos visto crecer, hacernos adultos, nos hemos soportado, nos hemos observado tranquilamente en momentos muy jodidos y en momentos mejores, nos hemos dicho, o quizás sugerido algún consejo: aprieta el culo y dale a los pedales. Y no hay consejo mejor. 

Cuando tenía once años, fui a buscarle a mi abuela un paquete de tabacos. Iba en mi bici con ruedas de 20 pulgadas. Me detuve un momento porque había una pelea. Vi como a un hombre le levantaban media cabeza con un machete. En una pelea tumultuaria vi a Alicia -una negra que tenía dos hijas preciosas, y una tercera no tan hermosa, pero que fue algo así como una novia-, tirarse encima una cazuela llena de alcohol encendido. El plan, presupongo, era usarlo como arma contra los adversarios, pero un traspiés o algo, la hizo tambalear y quemarse viva. Murió. En el instituto, Jose le corto el brazo a otro chico. Yo estaba por allí y me pidieron que recogiera el brazo. No pude. Fui testigo de una violación y no hice nada para impedirlo. Y G., la chica de la que estaba enamorado -ella a su vez estaba enamorada de un profesor del instituto-, me preguntó una vez por qué le había hecho algo que no le había hecho. Etcétera. Etcétera quiere decir que he visto, escuchado, vivido otras muchas cosas que me han ayudado a ser la persona que soy. Lo que sea que signifique "la persona que soy".

He sentido el cariño de los amigos, el amor de la familia y la soledad más absoluta. He dado un paso tras otro tras otro tras otros, hasta llegar aquí. Lo que sea que signifique "aquí". He hecho daño. Me han hecho daño. He sobrevivido, hasta hoy, de la mejor manera posible. Me ha sido útil haberme creado unas cuantas reglas elementales y ceñirme a ellas de la mejor manera posible. Reglas básicas, antiguas, del campo. 

Soy un tipo del campo, un guajiro con suerte que ha andado de aquí para allá demasiado tiempo. Y, como tío sencillo y directo, lo único que deseo es estar en paz conmigo mismo cuando me miro al espejo, saber a quienes quiero, quienes me quieren y abrazarlos de cuando en vez, una tarde cualquiera, sabiendo que no hay más fidelidad ni entereza ni confianza ni sueños ni futuros, que ese abrazo.

Nada de lo anterior soy yo. Todo lo anterior es parte de mí.


Taladro (una ficción)

    Hay cosas que parecen sencillas. Y no lo son. Clavar en una pared. Quizás usted lo intente y le salga a la primera, pero no es algo que suela suceder. Requiere práctica para que no se termine machacando el pulgar, perdiendo el clavo, rompiendo el martillo. Que esas cosas pasan.

O hacer llegar una carta a alguien. Porque uno puede creer que basta con ponerla en un sobre, pegarle el sello y echarla en un buzón. Pero es mucho más complejo. Piense, si no, en las vueltas que debe dar ese sobre hasta llegar a su destino. Y si lo consigue, si llega adonde se pretendía, hay que considerarse moderadamente afortunado. Todos los involucrados tienen que hacer justamente lo que se espera que hagan: la coloquen en la casilla correcta, la bolsa correcta… Conocí a un hombre que había sido cartero. Lo fue durante tres meses. Cada día buscaba las cartas que debía entregar, iba hasta un puente del río y las echaba al agua. Así durante tres meses. Lo contaba como si fuera algo sin importancia, quizás hasta con cierto orgullo.

Cuando tenía quince o dieciséis años, mi padre intentó enseñarme a conducir. Lo había hecho con mis hermanos mayores y con cierto éxito. Lo intenté, aunque el asunto no me interesaba demasiado. Un día me llevó a una carretera concurrida y, creyendo que ya estaba preparado, me cedió su sitio. Me senté al volante y, antes de salir, viendo como pasaban junto a mí, como se relacionaban unos con otros, tuve la seguridad de que era un espectáculo milagroso; extraordinario que no se estrellaran unos contra otros en absoluto barullo; cientos, miles de vida a expensas de unas manos inseguras, un mal día, un carácter sobresaltado. Algo aparentemente sencillo, natural, pero demasiado cercano al caos. Se lo dije a mi padre y me contestó que no entendía qué quería decir. Nada, que creo que esto no es para mí. Mira que eres inútil, hijo. Y en aquella frase que me repetía con frecuencia, siempre hallaba esa cuota de cariñosa decepción que yo solía traducir en muestra de afecto. 

También me enseñó a taladrar. Lo primero era escoger la broca adecuada. Las había para madera, para metal, para piedra, etcétera. Había que medir, con la mayor exactitud posible, el punto donde uno quería hacer el agujero. Para que no resbalara la broca sobre la superficie, lo mejor era hacer una muesca donde asentar la broca y comenzar taladrando con suavidad. Había que sostener el taladro con ambas manos y presionar con la fuerza apropiada, ni poca ni demasiada, lo justo. Se debía taladrar recto, la broca a noventa grados de la superficie para que no acabáramos haciendo un agujero en diagonal ni se terminara por quebrar la broca. Es lo que digo, parece muy sencillo, pero no lo es.

Muchos años atrás, mi padre se había construido una caseta de madera al fondo del patio. Era su taller. También servía para guardar trastos y montones de cosas inservibles, pero cuándo él se refería a aquel sitio lo llamaba mi taller, siempre. Podía estar horas allí dentro, haciendo sus cosas. Casi nunca sabíamos qué, pero escuchábamos ruidos de máquinas, martilleos, silencios prolongados. Creo que se sentía bien allí, solo, como si fuera su estudio, su despacho, la esquina privada con la que todos soñamos, ese sitio donde los demás saben que no nos deben molestar, donde podemos estar en paz.
No podría haber escogido un lugar mejor. 

Esa tarde mi padre había salido, visitó a un par de amigos y a la abuela. Fueron visitas cortas, de esas de pasaba por aquí y entré a saludar. Cenó con Mamá y parece que hablaron de muchas cosas, de esas aparentemente sin importancia de las que se suelen comentar mientras se come. Se sentó en su mecedora a ver una película de oeste que pasaban en la televisión, Río rojo, El hombre que mató a Liberty Valance, una de John Wayne, en cualquier caso. Cuando terminó la película le dijo a Mamá que iría a terminar algo en su taller. No pasó mucho tiempo hasta que escuchara el grito, corriera a la caseta del fondo del patio y encontrara a mi padre con un agujero en la frente.
Mi padre parecía un tipo soso, pero su último día demostró que tenía mucho ingenio. Usó cinta de embalaje para asegurar el taladro a la tosca mesa de trabajo que él mismo había construido tiempo atrás. Escogió la broca, una de madera, la ajustó correctamente y echó a andar el taladro a máxima velocidad y en el punto de encendido automático. Se puso de rodillas y apretó la frente contra la broca. Debió penetrar rápida y limpiamente. Es probable que se hubiera estado preparando para ello, habría visualizado el momento algunos cientos de veces. A pesar de ello, se le escapó aquel alarido en el último momento. 

Y estoy seguro de que no debió quedar satisfecho.

Los alegres hombres de Sherwood

     Unos meses después de llegar a España, tuve cierta relación, durante seis meses aproximadamente, con un Centro de Ayuda al Refugiado. Existen, o existían, varios por todo el país; en específico éste estaba en una zona que se conoce como Partida Torregroses, entre Alicante y Sant Vicente del Raspeig. Allí conocí a varios chicos, mujeres y niños africanos traumatizados por la cercanía con la muerte, esa cercanía que lleva a pensar que están vivos de milagro, y digo milagro no como una casualidad improbable, sino como su significado más literal de intervención divina. Conocí de cerca a Anna, una chica rusa de las afueras de Moscú, alcohólica y enferma de algo que no pude precisar qué era; y a su hermano Alex, y a la madre de ambos, Irina, que tocaba el piano y a quien le gustaba pasearse semidesnuda por los jardines, a la madrugada, cuando suponía que ya todos dormían; a una familia moldava, que no soportaba que los confundieran por rumanos aunque aceptaba que los tomaran por rusos; a otra familia de armenios, Greg, Greta y Artur, que se llevaban razonablemente bien con los rusos, pero que en privado te aseguraban que los rusos eran unos hijos de puta racistas.


     La gobernanta del CAR de Alicante se llamaba Paula, una portuguesa simpática y, en general, buena gente. Paula y su marido vivían en unas dependencias adyacentes al centro, en una caravana, o algo similar, si no me falla la memoria. Su marido se llamaba Víctor, era alcohólico y se encargaba del mantenimiento del lugar, la jardinería y ese tipo de cosas. Víctor contaba que había sido paracaidista y que en un salto fallido se había roto la mandíbula y había perdido todos los dientes. Posiblemente fuera mentira. Decía que era ex alcohólico, pero todos sabíamos que bebía a escondidas. Por las tardes salía a pasear con los perros –que, a la postre, fueron llevados a la perrera y sacrificados tras atacar varias veces a los vecinos- y buscaba alguna de las botellas que escondía por los alrededores. Quizás por eso Paula tenía cierta manera de ser –o parecer- triste. Una de esas mujeres que a uno le dan deseos de abrazar sin que medie ninguna razón ni sentimiento especial. Una tarde me la encontré en un sitio donde se suponía que no debería haber nadie: desnuda,  de rodillas, jugueteando con el sexo de Johnny, un chico de Namibia que, por algún matiz fisónomico, parecía estar siempre sonriendo. No le vi la cara pero sabía que era ella. Y me pareció que era una de esas cosas que tienen que pasar. 

     Durante aquellos últimos meses de 2002, en el CAR de Alicante se formó un grupo extraño y multinacional. Además de algunos de los ya mencionados estaba también Solomón, etíope -o eso decía- que parecía envuelto en un halo de misterio; unos colombianos perseguidos por las FARC, o por el gobierno; Ahmed, un joven palestino; un nigeriano que se había mostrado incrédulo cuando le dije que yo no creía en dios, en ninguno; entre otros.  Por lo general, el nexo de unión y principal pasatiempo era beber. Beber alcohol. Cada céntimo que lográbamos reunir se gastaba en la sección de bebidas de un supermercado de Villafranca. Y con bebidas digo, básicamente, cerveza y vodka. Nos sentábamos en los alrededores del centro, reíamos, jugábamos a las cartas, contábamos historias en una mezcla de idiomas tamizados por un castellano lo suficientemente básico como para que todos lo entendiéramos. Se hubiera podido decir que era un grupo feliz, feliz al estilo de los hombres alegres de Sherwood, con una pizca de alegría pasajera y muchísima tristeza de forajido que se sabe solo, desafortunado y sin futuro. Poco después de dejar de frecuentarlos, me llegaron noticias de que uno de ellos se había suicidado, ahorcado en la rama de un árbol del jardín. Unos meses después otros dos le seguirían los pasos. Un poco más tarde cerrarían el centro. Una de esas nostalgias injustificadas.

Leyendo novelitas

     Posiblemente en una estimación poco científica, de los libros que he leído ocho de cada diez hayan sido de ficción. Mi nada fiable memoria recuerda que el primer libro que leí por mí mismo, sin que nadie me lo regalara ni me lo mandara, yendo al anaquel de la biblioteca de mi escuela de primaria, se llamaba "Tartarín de Tarascón". El último ha sido "La infancia de Jesús" de Coetzee. Ambos de ficción.
     No me considero moderno, ni post, por edad no entro en ese grupo amorfo de los millenials, no soy religioso, siquiera creo en cuestiones "paranormales". Soy algo así como un humanista. Humanista en el sentido de creer que un individuo, decentemente instruido, es libre, así como responsable de sus actos basados en su capacidad de elección; en la capacidad del hombre y la mujer de administrar su libertad, la tolerancia o la independencia, entre otras cosas. Me gusta estudiar al ser humano, entenderlo, o intentarlo acaso. Y por eso leo libros de ficción.
     La ficción literaria o artística tiene el gran atractivo de querer (a veces lo consigue, otras no) estudiar al ser humano, prever las posibilidades de razonamiento, comportamiento; estudia al ser humano no para saber qué piensa o cómo se ha comportado, sino que podría pensar o cómo se podría haber comportado. La ficción bien hecha (por eso me empecino en ponerle los adjetivos literaria o artística, por intentar diferenciarla de la prosa imaginativa en general) nos ofrece la posibilidad de enfrentarnos a casi cualquier posibilidad de comportamiento humano. La historia también lo hace, pero está limitada por la verdad (o las verdades), por el conocimiento de los hechos descritos, detalla lo que ya ha ocurrido. El único límite de la ficción es la imaginación enfocada en el entendimiento del ser humano y sus posibilidades, sus luces y penumbras, cuenta lo que puede llegar a ocurrir.
     Lo que usted intenta ocultar, lo que cree que piensa, sus sueños y sus temores, sus secretos y sus verdades, lo que podía pasar si..., ya ha sido previsto por algún narrador. Y quizás yo hasta lo haya leído.




Fiestas, otra vez

      En "El animal moribundo", Philip Roth ubica una escena importante la noche del 31 de diciembre de 1999.
    (Por cierto: como una de los protagonistas -Consuelo- es de origen cubano, justamente esa noche la cadena ABC transmite la llegada del año nuevo en Cuba: "Ni ella ni yo habíamos esperado que eso apareciera en la pantalla, pero lo que estaba ante nosotros era La Habana. Desde un anfiteatro donde están acorralados un millón de turistas y al que llaman club nocturno, llega la encarnación, en un estado policial embalsamado, del sensacionalismo caribeño... No se ven más cubanos que los artistas de variedades carentes del arte de divertir, muchos jóvenes vestidos de ridículos trajes blancos...".)

     Pensando en estos días en el significado de algunas fiestas, recordé que una vez estuve de acuerdo con el narrador de Roth en que básicamente en estas fiestas (y en otras muchas: aniversarios, cumpleaños, patrióticas y religiosas) celebramos el paso del tiempo.
     La navidad se ubicó tan cercana al cambio de año para crear confusión y que el hecho religioso cobrara relevancia. La fiesta es extensa, por tanto, y, como sucede también en carnaval, se producen esas raras mezcolanzas de religiosidad e irreverencia: abetos y sus imitaciones en plástico, exceso inmisericorde de luces, cristos que nacen, cantos edulcorados de todas las tendencias, papánoeles, mariscos, turrones, alcohol, reyes magos y cargos de conciencia. 
     Las personas religiosas, en realidad, no lo toman con la seriedad que se podría esperar; y los que no lo son se unen a la barahúnda de buena gana, con desenfado; ambos grupos intuyendo que es, como he dicho y ha dicho Roth, un festejo que nos da la sensación de comprender algo que en realidad no comprendemos. "El paso del tiempo. Estamos nadando, sumergidos en el tiempo, hasta que al final nos ahogamos y desaparecemos. Esta nadería convertida en un gran acontecimiento".
     Pues eso: felices fiestas.

Laboriosa búsqueda de la infelicidad


       El término felicidad es tan impreciso como la mayoría de los conceptos ligados a los sentimientos. Se suele asociar, por ejemplo, a un estado de ánimo, a algo circunstancial y efímero. Si buscamos sinónimos de la palabra, encontramos: júbilo, alborozo, regocijo, entusiasmo, algazara, alegría, exaltación, gozo, placer… Todas ellas remiten a transitoriedad, a lapsos de tiempo de disfrute y no a un estado duradero. Porque creo que cuando hablamos de felicidad, de un estado genérico y, más o menos, duradero, pensamos en otra cosa, quizás en algo así como una felicidad filosófica, existencial, alejado de los ya mencionado estados de ánimo.
     Aristóteles remitía a la felicidad como un estilo de vida, al ejercicio y desarrollo de las virtudes personales; Epicuro al equilibrio y la templanza; Slavoj Zizek lo plantea como paradoja, la felicidad como un asunto de opinión y no un hecho verdadero. No, no pretendo una aproximación pedante, son sólo un par de ejemplos de la variedad de posibilidades de afrontar el mismo concepto. Cada uno de nosotros es un filósofo. O mejor decir muchos de nosotros. Aquellos que se preguntan los por qué de muchas cosas e intentan encontrar respuestas más o menos alejadas de la superstición. De ese modo, si cada uno pensase en qué es para sí la felicidad y lo pudiera explicar y comunicar coherentemente, tendríamos millones de visiones diferentes.
     Hace muchos años yo asociaba la felicidad con una imagen bucólica y cursi: una casa junto a un río, con árboles frutales al fondo, una gran mesa, miles de paquetes de folios que me encargaría de rellenar con ideas y propuestas geniales, una mujer que me abrazara por la espalda y quisiera fisgar qué estaba escribiendo. Hoy, está asociada con la paz, la tranquilidad mental, el equilibrio, la posibilidad de aceptar y negociar con mis fantasmas; la seguridad que sólo es posible a través de la aceptación y control de la verdad, esa verdad absoluta, tremenda, devastadora, que nos libera. En el transcurso de nuestras vidas somos muchas personas, cambiamos constantemente, somos un amasijo más complejo cada vez, dentro de otras complejidades vitales. Por tanto también varía nuestro concepto de felicidad, y otras muchísimas cosas.
     Todos queremos ser felices. Todos decimos buscar la felicidad. En apariencia es así. Sin embargo, el ser humano, esta especie poco más desarrollada que cualquier simio que somos, se pasa gran parte de su tiempo luchando contra su propia felicidad. Hay una contradicción evidente en cada uno. Desearíamos ser felices, pero hacemos todo lo posible por no conseguirlo. Está siempre esa ocasión ofrecida, ese todo a nuestro favor, se dan ciertas condiciones que lo podrían facilitar y, visto desde fuera, podría incluso considerarse que es una tarea fácil. Pero resulta que lo fácil nos suele parece nimio, aburrido e insípido. Podríamos dar un par de pasos y alcanzar ese estado de felicidad existencial, esa posibilidad de sentirnos realizados, completos. Sabemos que es posible, lo rozamos… No, demasiado fácil. Por alguna razón, llegamos al convencimiento de que preferimos añadir algo más de sustancia, tensión, pimienta, adrenalina, aventura, sueños, visiones. La vía fácil para llegar a la felicidad habitualmente se desecha.
     Todos decimos querer ser felices.
     Todos, o la gran mayoría, se enfrasca en una laboriosa búsqueda de la infelicidad.
     Ser felices es difícil, infelices no tanto.


 

La ley del menor y Los muertos


       En ocasiones, con esto en lo que se ha convertido el arte (me canso cada vez que tengo que escribir arte y literatura, como si la segunda no fuera parte de la primera; por tanto, acorde el inexistente libro de estilo de esta página, ahora y en cualquier remisión futura se deberá entender que el término “arte”, hace referencia a todas las artes, incluidas las artes literarias), no llego a dilucidar si determinados acercamientos de un texto literario a otro son un divertimento intercultural e intergeracional, una aproximación transvarguardista, un homenaje intertextual; o sencillamente un plagio.
Recientemente he leído “La ley del menor” (The Children Act) de Ian McEwan. Para quien no esté el tanto, McEwan es autor de algunas de mis novelas preferidas: “El inocente”, “Los perros negros” o “Expiación”. Pero esta “La ley del menor” (no sé si el término spoiler se debería utilizar aquí, si es aplicable a una novela de Ian McEwan o está reservado para series, películas y los libros de Stephen King), termina más o menos por esta parte que dice:

              Sólo entonces, cuando escampó, se dieron cuenta de que la lluvia había estado fustigando las ventanas.
Él rompió este silencio más profundo.
¿Y qué ocurrió? —dijo—. ¿Dónde está ahora?
Ella contestó con una calma monocorde.
Runcie me lo ha dicho esta noche. Hace unas semanas la leucemia volvió a aparecer y le ingresaron en un hospital. Se negó a permitir que le hicieran una transfusión. Lo decidió él. Tenía dieciocho años y nadie pudo hacer nada. Se negó y los pulmones se le llenaron de sangre y murió.
Así que ha muerto por su fe. —La voz de su marido era fría.
Ella le miró sin comprenderle. Era consciente de que no se había explicado en absoluto, de que había muchas cosas que no le había dicho.
Creo que fue un suicidio.
Guardaron silencio durante unos segundos. Oyeron voces, risas y pasos en el square. El público del concierto se estaba dispersando.
Jack carraspeó suavemente.
¿Estabas enamorada de él, Fiona?
La pregunta la desarmó. Lanzó un sonido terrible, un aullido sofocado.
¡Oh, Jack, no era más que un niño! Un chico. ¡Un chico encantador!
Y finalmente empezó a llorar, de pie junto al fuego, con los brazos colgando inertes a los lados, mientras él la observaba, conmocionado por ver a su mujer, siempre tan reservada, devastada por la congoja más extrema.
Ella no podía hablar ni contener el llanto, y ya no soportaba que la vieran. Se agachó para recoger sus zapatos y salió corriendo de la habitación al pasillo descalza, sólo con las medias. Cuanto más se alejaba de él, más fuerte era su llanto. Llegó al dormitorio, lo cerró de un portazo y, sin encender la luz, se desplomó en la cama y hundió la cabeza en una almohada.

        He estado buscando alguna entrevista, declaración o artículo de (o sobre el libro de) McEwan que hiciera referencia a algún tipo de homenaje. No encontré ninguno, aunque eso no significa que no lo haya.
Porque mientras lo leía me recordó muchísimo al final de otro conocidísimo relato, “Los muertos” de James Joyce.

              -Entonces, la noche antes de irme, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las maletas, cuando oí que tiraban guijarros a la ventana. El cristal estaba tan anegado que no podía ver, por lo que corrí abajo así como estaba y salí al patio y allí estaba el pobre al final del jardín, tiritando.
-¿Y no le dijiste que se fuera para su casa? -preguntó Gabriel.
-Le rogué que regresara enseguida y le dije que se iba a morir con tanta lluvia. Pero él me dijo que no quería seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos ahí mismo, ahí mismo! Estaba parado al final del jardín donde había un árbol.
-¿Y se fue? -preguntó Gabriel.
-Sí, se fue. Y cuando yo no llevaba más que una semana en el convento se murió y lo enterraron en Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que supe que, que se había muerto!
Se detuvo, ahogada en llanto, y, sobrecogida por la emo­ción, se tiró en la cama bocabajo, a sollozar sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano durante un rato, sin saber qué hacer, y luego, temeroso de entrometerse en su pena, la dejó caer gentilmente y se fue, quedo, a la ventana.
Ella dormía profundamente.

La situación es exacta, la acción, la sugerencia erótica, cercana y conciliadora, la ruptura a través de la imagen de un extraño, presencia no soslayable, no evitable, presente siempre, para siempre. ¿Divertimento, aproximación, homenaje, plagio o, acaso, sencillamente plagio?



Fin

   Cualquier fin es una derrota. En el momento del fin, ese momento cuando estamos solos, la noche de los hechos, todo, absolutamente todo, es la misma cosa. Pasado el dolor queda sólo vacío, impotencia y la conciencia de que hemos sido derrotados. Una derrota autoinflingida, donde corazón lucha contra riñones, riñones contra cerebro, cerebro contra pulmones. Una derrota del yo contra el yo. Una victoria del otro, ese otro que es uno mismo. En el momento del fin, podríamos llegar a preguntarnos: ¿qué hemos hecho mal? ¿dónde nos hemos equivocado? ¿es, cómo dicen, una decisión apenas imperceptible que repercute sobre todo, magnifica los agravios, las antipatías, los rencores?, ¿es, quizás una suma de todas las cosas, el reconocimiento de que todo lo hecho ha sido contraproducente? Ni siquiera nos sirve el arrepentimiento. ¿Qué habría pasado si…? No pasará. Es el fin.
Ya me lo habían avisado, en un poema. Para que la idea fuera mía habría tenido que morir. Ay de los poetas que no recuerdan la sabiduría de los poetas.
Soy consciente de todas mis carencias. Las desarrollé concienzudamente durante años, me las expliqué frente al espejo, con tranquilidad, me las expliqué en silencio. Todo. Ese todo eran muchos todos fragmentados, era un todo con demasiadas grietas, con agujeros por donde se filtraba el frío, la humedad y la fragilidad de las cosas.
Estoy cansado de los finales, y de las derrotas. Estoy cansado de arrastrar personas que ya no están, distantes cercanías, caricias pasadas, alegrías consumidas, recuerdos. Estoy exhausto de pensar en los otros, de notar que  mientras avanzo, el destino se aleja y confluye con el final de todo. Estoy cansado.
Sin embargo, sé que cualquier fin es el inicio de otras cosas. Y, como somos así de optimistas, creemos que ese inicio será mejor que el pasado. Que así sea, entonces. Miramos al futuro con el temor de los que nos depara, con la ansiedad de un adolescente que quiere ser mayor o la de un niño que quiere que sea ya el día de Reyes para recibir sus regalos. 
La vida. La vida es una mierda maravillosa. 


Mirar a la muerte

"Cantemos: la muerte, la muerte, la muerte, / hija de puta, viene. / La tengo aquí, me sube, me agarra / por dentro." Eso cantaba el poeta Julio Sabines. Y sí, así es, la muerte extraña es una hija de puta. Sentí morir a mi padre una noche del año 2009. Lo percibí en esa conexión entraña mientras me retumbaba aquella su última frase "no te olvides de nosotros". He estado ausente de muchas muertes, he estado presente en un par de ellas. Y sí, la muerte, hija de puta, viene.
Sin embargo, de vez en vez, me gusta sacar de paseo a la mía. No le tiento, no la amo. Amo la vida y todos los estereotipos vitales. Amo la alegría, amo la tristeza, amo las risas, el llanto, el dolor, el placer. Salgo a caminar con ella, a veces, le miro fijamente sin que le pueda sacar más información que la ya conocida. Viene. Algún día. Le miro, le hablo: sé que estás ahí, sé que estoy aquí; no tengas prisa como yo no la tengo.
Mirar a la muerte. Es saludable tener una buena relación con ella.


Irse

Hace, me dicen, 18 años, le escribí esto a unos amigos que se marchaban de Cuba. Han pasado muchas cosas desde entonces. Lo publico aquí como respuesta a quienes me han preguntado alguna vez por qué me fui y nunca he regresado. También para tenerlo a mano y recordar.

A Jochi, Karina y Daniela 

Irse es un desastre en verdad, irse es un desastre. Es también —y a la vez—, como los bárbaros a Cavafis, una especie de solución, una última salida desfallecida, un escupitajo al polvo de esta esterilidad isleña, de este desierto al que ha sido reducida la isla más hermosa donde apenas se oyen pasar los pájaros de Colón si es que pasa algún pájaro para la poesía. Cuba, no se han cansado de repetírmelo, es mi patria, o sea, es mi sanción , mi condena, mi grillete. Cuba, sin embargo, es un mero fantasma, es un espíritu, o un licor espiritoso que provoca la esperada borrachera, la curda de no saber qué, cuándo ni cómo, mucho menos un complicado por qué siempre necesitado de reflexiones, ay, tan escasas. Cuba es la culpable de que andemos hechos una cuba. Cuba es la culpable de todas mis angustias, de todos mis quebrantos (esta oración suena mejor si se canta a ritmo de bolero). Deberíamos abandonarla por decreto, de un golpe, sin esperanzas de recuperarla. Abandonarla, no a la buena de Dios, sino a la mala del diablo, a la mala de tantas ideologías baratas, de tanto vulgo revuelto, de tanto grito pretencioso, de tanta invitación a la muerte. Deberíamos dejarla y construirnos muchas Cubas solemnes y privadas por el mundo, apenas si nos notaríamos desperdigados desde Caracas a Cancún, desde Múnich a Manchester, desde Bagdad a Barcelona. Cuba es la noche, solo noche y sus noctámbulos ebrios. Así, no nos queda otro remedio a los sobrios penitentes que partir, partir dejando atrás casas, calles, parques, personas, cargando un par de vivencias memorables, por fuerza. Arrancarse a Cuba de un manotazo, o mejor, de un plumazo, o sea, de una parrafada, ignorarla con perseverancia, demostrarle que no es, a fin de cuentas, imprescindible. No creo en las patrias, invención de los hombres, dependencia fingida a las fronteras resultantes del azar o el capricho. Mucho menos creo en los patriotas chovinistas del color local y alentadores del desprecio a los demás, llámense judíos, gitanos, chinos, negros, albaneses, kosovares o, simplemente, diferentes. No me permito creer en los héroes, esos que han muerto por vanidad y trascienden en la envidia de los cobardes natos. Los héroes son resultado del azar, sin el último, los primeros no serían. Los ejemplos que he seguido no han sido héroes sino personajes patéticos, quiero decir, personas corrientes, insignificantes, casi siempre débiles de cuerpo y fortísimos de espíritu. La patria no es nada, no existe. Cuba no existe a menos que sea cuba. Cuba podría llamarse Isabela, o quién sabe si La Habana hubiera tenido que cargar con un nombre cliché al estilo de New London para obligarnos a cantar congas en inglés. Cuba es, en fin, solo una carga para los que la sufrimos y una justificación al que la añora. Deberíamos abandonarla, repito, a la mala del diablo, olvidarla, ignorarla hasta que le duela. Dejarla morir de calor y de sal, ahogada en el Caribe todo suyo, ese mar que ahora me obliga a sentarme a la mesa —sin café— y escribir mi exorcismo. Porque noche fue, es y será —al menos eso me repiten las encarnaciones que he sido, historiador, simple yo y oráculo—, porque la oscuridad es signo que la rige, aros de hierro que la ciñen. “Escapad gente tierna que esta tierra está enferma y no esperes mañana lo que no te dio ayer”, cantan en una canción. “Acaba de irte pal carajo, muchacho, este país es una mierda, te lo digo yo” me invita a menudo El Zurdo, negro viejo, fuerte y sencillo, encarnando la voz de esa parte de su generación que terminó perdedora, paupérrima y completamente desarmada ante el miedo. Irse es un desastre ineluctable que termina siendo, además, forzosamente necesario.

 Yomar González El Rancho, Diciembre 6, 1999

Fotografía: Roser Villalonga www.roservilallonga.com/