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Leyendo novelitas

     Posiblemente en una estimación poco científica, de los libros que he leído ocho de cada diez hayan sido de ficción. Mi nada fiable memoria recuerda que el primer libro que leí por mí mismo, sin que nadie me lo regalara ni me lo mandara, yendo al anaquel de la biblioteca de mi escuela de primaria, se llamaba "Tartarín de Tarascón". El último ha sido "La infancia de Jesús" de Coetzee. Ambos de ficción.
     No me considero moderno, ni post, por edad no entro en ese grupo amorfo de los millenials, no soy religioso, siquiera creo en cuestiones "paranormales". Soy algo así como un humanista. Humanista en el sentido de creer que un individuo, decentemente instruido, es libre, así como responsable de sus actos basados en su capacidad de elección; en la capacidad del hombre y la mujer de administrar su libertad, la tolerancia o la independencia, entre otras cosas. Me gusta estudiar al ser humano, entenderlo, o intentarlo acaso. Y por eso leo libros de ficción.
     La ficción literaria o artística tiene el gran atractivo de querer (a veces lo consigue, otras no) estudiar al ser humano, prever las posibilidades de razonamiento, comportamiento; estudia al ser humano no para saber qué piensa o cómo se ha comportado, sino que podría pensar o cómo se podría haber comportado. La ficción bien hecha (por eso me empecino en ponerle los adjetivos literaria o artística, por intentar diferenciarla de la prosa imaginativa en general) nos ofrece la posibilidad de enfrentarnos a casi cualquier posibilidad de comportamiento humano. La historia también lo hace, pero está limitada por la verdad (o las verdades), por el conocimiento de los hechos descritos, detalla lo que ya ha ocurrido. El único límite de la ficción es la imaginación enfocada en el entendimiento del ser humano y sus posibilidades, sus luces y penumbras, cuenta lo que puede llegar a ocurrir.
     Lo que usted intenta ocultar, lo que cree que piensa, sus sueños y sus temores, sus secretos y sus verdades, lo que podía pasar si..., ya ha sido previsto por algún narrador. Y quizás yo hasta lo haya leído.




Me gusta/No me gusta

Tengo un problema con Pynchon: no puedo con él, no lo trago. He estado un mes con "Al límite", y lo he terminado por cierta obligación moral no tanto con Pynchon como con Maxine, a quien me acerqué lo suficiente como para querer averiguar en que terminaban sus historias, su inmersión en las profundidades web, en los entornos virtuales de DeepArcher, y en las pseudo investigaciones y relaciones con hackers, geeks, etc. Pero se me hizo un libro difícil de leer, no difícil de intrincado o profundo, más bien de aburrido.
Soy narrador y lector de narrativa. Alguna vez leí poesía, y a veces regreso a los mismos poemas y a los mismos poetas para cerciorarme de que algunos decían cosas importantes y duraderas; y que otros derrochaban cursilería o ideas muy básicas o sólo no decían nada, o todo ello, a la vez. Soy lector de narrativa y me gusta que a mis personajes, los que leo, por tanto míos, les ocurran cosas, cosas serias, cosas graves, que sobrepasen esos superficialidades, sucesos y emociones que se dejan ver en las habituales series de policías de la tele.
Leer a Pynchon, para mí, es como perder un poco el tiempo ante un hombre que constantemente se está mirando al espejo, se mira, se mira y, para colmo, da una entusiasta aprobación a lo que ve. “Al límite” termina siendo una reivindicación de teorías conspirativas, una "modernez" habría dicho mi padre, un acercamiento a la parte sórdida del mundillo "virtual", la ya famosilla internet profunda y a ese sentimiento que ha venido con el nuevo siglo de que no tenemos ni puta idea de nada.
Me entusiasmaron las cuarenta o cincuenta páginas donde se relatan los sucesos del 11-S y los días posteriores, principalmente estos últimos. Y probablemente seguiré leyendo a Pynchon, qué le vamos a hacer. Es lo que tiene eso de los mitos sobrevenidos, siguen siendo un anzuelo útil y al final uno siempre querrá curarse de esta tara de que no te guste Pynchon.

Tengo un problema con Richard Ford: sigue siendo uno de mis tres o cuatro escritores contemporáneos favoritos. Compre Canadá el día nueve de marzo y el 12 ya lo había terminado. Uno de esos libros que uno querría que siguieran eternamente, seguir y seguir con la prosa segura y esa manera tan especial de contar grandes asuntos como si no pasara nada.
Los personajes de Ford son gente normal, si es que la gente normal existe. Excepto en algunos relatos donde se puede encontrar algún profesor o escritor, podrían ser tus vecinos o alguien a quien conoces, con sus peculiaridades, brillos y pobrezas. La trilogía que incluye “El periodista deportivo”, “El día de la Independencia y “Acción de gracias”, está repleta de antihéroes y sus actos, y de infinitas y muy complejas relaciones familiares. “Incendios” y “Canadá” ahondan en esas relaciones familiares, se puede decir que son el centro argumental de las novelas, incluso más que en la trilogía.
Canadá se divide en dos partes -realmente tres, pero la tercera tiene apenas 20 o treinta paginas y se las podía haber ahorrado-, la primera donde relata la vida familiar en   Great Falls, las ansias preadolescentes de Nick y su hermana melliza Berner, los hechos que llevan a Bev, padre de ambos, licenciado de la fuerza aérea, a pensar que atracar un banco puede llegar a ser una buena idea y a permitir que su esposa se enrolara en ello. (No tema, nada de esto es eso que ahora llaman spoiler, de hecho, el propio autor lo revela en la primera página y, además, eso no es lo importante.) La segunda parte, una vez separada la familia, narra las vicisitudes de Nick en una población canadiense adonde va a parar gracias a la planeada intervención de su madre. Nick crece de prisa y sabe que se enfrenta al mundo solo, con ayudas y traspiés, con traiciones y fidelidades, solo ante un mundo trastocado y ante sí mimo, transformado y fortalecido, fiel a unas pocas cosas y desinteresado por cuestiones que hasta hace muy poco parecían trascendentales e inviolables.
Sin dudas Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon son considerados las grandes figuras de la narrativa estadounidense contemporánea -aunque yo sea más de los dos primeros. Si yo pudiera modificar ese canon, incluiría a Ford antes que a cualquiera de sus contemporáneos. 
Y me quedaría muy a gusto.

Tom Wolfe: La hoguera de la vanidades



-¿Que no te ha gustado “La hoguera de las vanidades”? ¿Cómo es posible? ¿Por qué? Es como que no te guste... ¿Dickens? –dice R., periodista (más bien alguien que estudió periodismo, emigrante él y que por tanto sobrevive trabajando en algo demasiado parecido al telemarketing).

-Porque… (Hay algo decepcionante en esa novela. Me refiero a eso de saber, apenas leídas las primeras cincuenta páginas, que nada nos va a sorprender, que todo se desarrollará según hemos intuido y previsto. Sí, he leído por ahí que se suele comparar a Tom Wolfe con Dickens. Como cualquier comparación es, de antemano, justificada, acepto que les comparen si se concluye que lo único que los acerca es el aparente interés de Wolfe por acercarse a Dickens, o a Thackery en su defecto –para muestra el título de esta novela. Alguien debió decirle a Wolfe que ser un gran periodista no es lo mismo que ser un gran novelista (como tampoco lo es lo contrario). Los grandes frescos victorianos de Dickens –y de Thackery- quedan muy lejos de la Nueva York ochentera. Los personajes de Wolfe son prototipos sociales sin matices que rozan la caricatura en ese afán de representar cada sector social y sus clichés. Pero lo que más lo aleja de Dickens -y de Thackery-, es que ellos trabajan el misterio y la tensión necesarios para invitar a pasar a la página siguiente. Wolfe hace todo lo posible por evitarlo, rehúye cualquier intriga verosímil y se convierte en un escritor aburrido. Tom Wolfe es –o fue- un gran periodista, no voy a ser yo quien lo desmienta, y su percepción de la cotidianeidad de la gran ciudad nos lo recuerda y hasta logra salvar el libro si nos la ingeniamos para saltarnos tantas páginas como sea necesario. Es que esas 800 páginas son demasiadas páginas si uno no es Dickens ni Thackery.). No sé, porque no.

-No lo entiendo, es muy buena.

-Ya.

Richard Ford: Incendios


Lo peor que tiene este libro es el título. Y no es algo que se deba achacar al autor, quien, con relativo acierto, lo tituló "Wildlife". 

Aparte de ello, aclaro que Richard Ford es uno de mis escritores favoritos; uno de esos que son capaces de contar una historia sacada practiacamente de la nada, y hacerla degustable, buena literatura, libros que al finalizarlo te obligan a quedarte un rato mirando por la ventana sin pensar en nada, pero quizás pensando muchas cosas. Hace ya algún tiempo escribí algo sobre él aquí

Comienza así: "En el otoño de 1930, cuando yo tenía 16 años y mi padre llevaba sin trabajo algún tiempo, mi madre conoció a un hombre llamado Warren Miller y se enamoró de él." La historia ocurre en Great Fall, Montana, una zona donde ya situó varios relatos de su libro "Rock Springs". La historia de un padre, una madre y el joven de dieciséis años que narra la historia. Tres personajes prototipos recurrentes en las novelas de Ford y su exploración de la sociedad americana a través de las relaciones familiares. Los tres llegan a Great Falls desde Idaho en la creencia del padre de que la gente estaba haciendo dinero en Montana, o pronto comenzaría a hacerlo. Sin embargo, en lugar de esa suerte deseada, la nueva ciudad los recibe con un gran incendio forestal y con los temores asociados a él y, en general, los temores de un adoslescente ante esas cosas raras que solemos hacer los adultos.

Agota Kristof: Claus y Lucas

Mientras leía las tres novelas de Agota Kristof ("El gran cuaderno"; "La prueba"; "La tercera mentira") publicadas en España en un único volumen con el título “Claus y Lucas”, recordé la escena de una película. No fue nada relacionado con la trama, con los personajes, ninguna frase, ninguna literalidad.

La escena es de la película de Spielberg “Salvar al soldado Ryan”. Hacia el final ocurre un enfrentamiento entre las tropas alemanas y el grupo americano. En una de las casas del pueblo abandonado donde sucede la batalla hay una lucha cuerpo a cuerpo entre dos soldados, cada uno de un bando. El americano saca un cuchillo o bayoneta, pero el alemán logra voltearlo en el forcejeo y, debido a la fuerza con la que ambos hombres empujan, lo va metiendo lentamente en el pecho de su enemigo. El alemán, mientras el cuchillo cede y se introduce en la carne, dice unas frases que siempre presumí tranquilizadoras: de cierta forma lo despide, se acerca.

Porque estos libros hacen que uno se sienta como ese soldado americano. Porque poco a poco, milímetro a milímetro, con una sencillez asombrosa, con esa naturalidad de lo sabido, se nos clava ese cuchillo en forma de dura y nítida historia.

Y no podemos hacer nada para evitarlo, pasamos a la siguiente página, a por otra ración de dolor, de baldío, de expuesta y descarnada realidad.

Jonathan Coe: La espantosa intimidad de Maxwell Sim


Hay un tipo de humor que te provoca una franca carcajada. Hay otro que apenas te saca alguna sonrisa. Y está el más difícil, ese que te mantiene con un leve sentimiento de positividad, de “que bien me la estoy pasando”, quizás hasta de felicidad. Y mantener a un lector atado a ese tipo de sentimientos es difícil, mucho más si el personaje y centro de la historia es un tipo especialmente anodino.

Y yo me lo he pasado muy bien leyendo “La espantosa intimidad de Maxwell Sim”. 

Por lo que parece, a Jonathan Coe se le acusa de ser un escritor ligero. Quizás le suceda por apostar y conseguir ese tono que transmite bienestar, aún cuando lo que nos esté contando sea, como es el caso de esta novela, la interioridad de un personaje que en cualquieras otras manos no podría hacer otra cosa que suicidarse, por su bien. 

A Maxwell Sim lo ha abandonado su esposa recientemente, mantiene con su padre una relación peculiarmente lejana e incongruente, pasa por una depresión, vive en Watford. “Quiero decir que no es que Watford sea unos de esos sitios donde el mero hecho de vivir en ellos ya supone una razón para seguir viviendo, eso sería exagerar un poquito”.

Sim se ve envuelto en un viaje, como representante de una empresa de cepillos de dientes ecológicos, que le llevaría desde Londres a las islas Shetland. Y en ese viaje, en las sucesivas paradas que va haciendo, descubre cuestiones esenciales sobre su vida, la de sus padres y sus entornos. Eso además de estrechar gran amistad con Emma, la voz femenina del GPS del coche:

          “—Por favor, continúe por la ruta destacada y comenzará la ayuda en ruta.
          No fue tanto lo que dijo, sino cómo lo dijo.
      A muchas personas, creo, les atraen otras sobre todo por su aspecto. Y, evidentemente, soy tan sensible a eso como cualquiera. Pero lo primero que encuentro realmente atractivo en una mujer, nueve de cada diez veces, es la voz. (…) Aquélla era, sencillamente, una voz bonita. Asombrosamente bonita. Probablemente la más bonita que había escuchado nunca. No me pidan que se la describa. Ya se habrán dado cuenta a estas alturas de que no se me dan muy bien esas cosas. (…) Tenía un toque ligeramente arrogante, supongo. Y un retintín que se podría haber descrito como un poco mandón. Pero, al mismo tiempo, era tranquilizadora, mesurada, y te inspiraba mucha confianza. Era imposible imaginarse a aquella voz enfadada. (…) Era una voz que te decía que todo estaba bien en el mundo; al menos, en el tuyo.”

A pesar de un final sin dudas equivocado (meta-ficción, autor conversa con personaje -cansa sólo referirse a ello-), Coe me ha gustado y me ha hecho disfrutar mucho de esta novela sobre la soledad.

A propósito de Paul Auster

A propósito de Paul Auster, recordaba hoy que hace ya algún tiempo escribí esto.

Ilustración de Pablo García

Un bluff llamado Paul Auster

En póquer, el bluff es una apuesta a la que se arriesga un jugador teniendo una mano inferior a la que quiere hacer ver. Es una acción válida en algunas ocasiones ya que puede inducir a pensar a otros jugadores que se tiene una mano dominante y declinar la apuesta.

En 2006, el jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras otorgó su premio al escritor norteamericano Paul Auster. El acta del jurado concluía de esta manera: “Con su exploración de nuevos ámbitos de la realidad, Auster ha conseguido atraer a jóvenes lectores al dar un testimonio estéticamente muy valioso de los problemas individuales y colectivos de nuestro tiempo”.

Debo reconocer que hasta ese momento no había leído ningún libro de este escritor. Su nombre desprendía cierto tufo incomprensible e inexplicable que me obligaba a aplazar sus libros para algún momento impreciso. Sin embargo, cuando le fue otorgado este premio y supe que los otros finalistas al galardón habían sido el también norteamericano Philip Roth y el israelí Amos Oz, me pregunté que ofrecía Auster en sus libros para convencer al jurado.

Es sabido que los premios no deberían legitimar per se a los premiados. Recurrentes son las listas –demasiado extensas- de autores de extrema relevancia a los que no se les otorgó u otorga éste o aquel premio; del mismo modo lo son aquellas listas de escritores que bordean la mediocridad y han sido recompensados con premios como el Nobel, el Cervantes y otros.

Los premios no deberían legitimar a los premiados, pero lo hacen porque solemos caer en la trampa de creer que el problema lo tenemos nosotros, de acuñar la sentencia de: algo tendrá aunque yo no sepa qué. Y así uno se deja convencer, se pone a la labor y muchas veces se pregunta por qué no le hizo caso a aquel tufo incomprensible e inexplicable.

La obra narrativa de Paul Auster se inicia en 1985 con la publicación de “Ciudad de cristal” –por razones de índole profiláctica no tengo en cuenta “Jugada de presión”, publicada bajo seudónimo en 1976-, la primera parte de lo que terminaría siendo “La trilogía de Nueva York”. En los libros de la trilogía, Auster expone las rutas por donde discurriría la mayor parte de la narrativa: alusiones y sedimentos de la novela negra; predilección por el absurdo y, fundamentalmente, la fuerza del azar como leitmotiv; y el juego en los límites mismos entre realidad (realidad ficcionada) y ficción. Pero no sólo las expone sino que las desarrolla plenamente y, aunque en sus trabajos posteriores insista en recurrir a ellas, las agota.

El Paul Auster de “La trilogía de Nueva York" es un escritor interesante, correcto y en el que se intuyen gestos que incitan al lector a esperar grandes cosas en posteriores aventuras narrativas. Sin embargo, no sólo no vuelve a estar a la altura de estos primeros libros, sino que su obra declina según aparece cada nuevo libro, como si el autor se empeñara en hacerlo cada vez peor, como si en eso consistiera la intención última de su escritura.

Se podría hablar de tres momentos en su obra. El primero desde 1985 hasta 1990, momento en el que publica "La música del azar" -o quizás se pueda ampliar hasta 1992 ("Leviatán"). El segundo abarcaría los libros "Mr. Vértigo" (1994), "Tombuctú" (1999) y "El libro de las ilusiones" (2002). El tercero comenzaría con "La noche del oráculo" hasta su última "Sunset Park" (2009).

En la primera etapa nos encontramos con el escritor que sorprende, que aparenta arrojo y ambición, que está a punto de encontrar su voz, su estilo. "El país de las últimas cosas" y "La música del azar" -principalmente esta última, una exquisita fábula absurda- son libros logrados y que logran entusiasmar. "Leviatán" tiene momentos significativos y logra tejer una red de sucesos y tensiones satisfactorios. Después de leer estas novelas uno siente la tentación de buscar más, pero lo cierto es que lo aconsejable sería dejar de leer a Auster en ese momento, cerrar "Leviatán" y no esperar nada más, evitarnos lo que está por venir.

En la segunda etapa de esta partición casi arbitraria, los mencionados tres libros publicados desde 1994 a 2002, la prosa de Auster se achanta, se conforma en la revisión de los temas ya tratados como si ya se hubieran encargado de convencerle que el éxito de su obra se basa en el gran asunto de azar como punto de inflexión y de la cercanía estilística con Beckett o DeLillo. Sus libros comienzan a aburrir por recurrentes aún cuando algunos fragmentos nos recuerdan el escritor que ha sido y de quien se puede esperar algo más, algo que ya se recibiría con el rango de sorpresa.

No hay sorpresa. O sí, que con cada nueva publicación su narrativa se vuelve cada vez más tediosa, cada vez más aburrida, cada vez más vacía: un atraco a las expectativas. "La noche del oráculo", "Brooklyn Follies" o "Un hombre en la oscuridad" son un castigo para los lectores habituales. Textos de tanta insignificancia, terminados con tanta dejadez, llenos de tanto vacío no se la admitiría siquiera al más inédito de los escritores.

¿Cómo es posible?, nos preguntamos, ¿por qué lo hace?

Los libros publicados por Auster desde 2004 muestran ese encanto recurrente por la banalidad, por rellenar cuartillas sin sentido, como si el autor sintiera necesidad de escribir y a mitad de su labor se aburriera de sí mismo o creyera que no vale la pena lo que está consiguiendo. Las novelas son cada vez más disparatadas, más despistadas, más intrascendentes, al punto de que uno llega a preguntarse si alguna vez leería a Paul Auster si nunca lo hubiese leído.

Paul Auster no es el gran escritor que la crítica y las editoriales -principalmente la crítica y las editoriales europeas- pretenden presentar y vender. En un país de tan extensa y profunda tradición narrativa, donde hay voces extraordinarias y consecuentes con el acto literario -el mismo Philip Roth, por ejemplo-, Auster se ubica a la zaga, en ese limbo amable de la mediocridad.

Pero no es él el jugador que pretende hacernos creer que tiene una mano mucho mejor. En el discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias declara que no sabe por qué se dedica a escribir y se responde a sí mismo: "La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa". Creo en esta máxima, creo que los escritores lo son porque no tienen otro remedio que escribir. Paul Auster no pretende hacer un bluff. En todo caso es él -su literatura- el bluff en sí mismo.

Paul Auster: Sunset Park

Lo sabía. 

No puedo culpar a nadie, ni siquiera a Paul Auster.

Antes de ponerme con el libro, sabía que sería una pérdida de tiempo, que me aburriría, estaría tentado 250 veces, una por página, a dejarlo.

Sin embargo, voy y abro "Sunset Park", leo todo, confiando que el escritor se guardaría una gran baza final que me dejaría atónito, porque no era posible que esa insipidez, ese desorden, esos personajes traídos por los pelos y escasamente desarrollados, hubiesen generado tantos comentarios positivos, tanta reseña glorificadora, cuando se publicó, allá por 2010.

Vaya usted a saber.

Pero yo no he encontrado nada, excepto unos deseos enormes de reclamar que me devuelvan el dinero. 


La posibilidad del milagro

(rewinding...)
Hace unos días publiqué la traducción de una entrevista de Cormac McCarthy. En cierta parte de la entrevista McCarthy dice: “En los últimos años sólo he tenido deseos de trabajar y de estar con mi hijo. Oigo que la gente se va de vacaciones y pienso: ¿de vacaciones? No tengo ningún deseo de viajar. Mi día perfecto es cuando me puedo sentar en una habitación con unas cuartillas en blanco… Todo lo demás es una pérdida de tiempo.” Y dice además: “Cualquier cosa que no ocupa años de tu vida ni te lleva a pensar en el suicidio no es algo que merezca la pena hacer.”
Traduje estas frases -que a quienes puedan aconsejo leer en inglés, nunca me fiaría de una traducción mía-, y me preguntaba cómo era posible que ciertos sentimientos pudieran reproducirse de manera tan exacta en dos personas con ningún punto de unión geográfico, cultural ni social, cómo se podía explicar que un hombre con todo el talento, la experiencia y la genialidad de McCarthy sirviera de voz pausada a lo que un tipo de 40 años, taciturno y mediocre, pensaba en aquel mismo momento o quince minutos atrás, que viene a ser lo mismo. Ahora que sé cómo se dice, me anoto a la frase: en el último año sólo he tenido deseos de escribir y de estar con mis hijos. Mi día perfecto es cuando puedo sentarme en una habitación con unas cuartillas en blanco; y, cualquier cosa que no ocupa años de tu vida, que no te hace sufrir, maldecir, llorar, patear, escupir al espejo donde se ve tu imagen, que no te lleve incluso a pensar en el suicidio, no es algo que merezca la pena.

foto de Osbel Concepcion Padron

No vale la pena. Lo otro es engañarse e intentar engañar a los demás, cosa que no siempre se consigue y que termina resultando demasiado escabroso, y malgastando demasiado tiempo y demasiadas  fuerzas. Todo lo que no sea ser consecuente con uno mismo es un descalabro personal. Aún cuando uno mire dentro y se dé cuenta de la cantidad de mierda que hay allí. Hay que ser consecuente, fundamentalmente con la mierda.
Hoy, después de casi nueve años en el exilio, conservo los mismos amigos que tenía cuando salí de Cuba. Les sigo siendo fiel, a mi manera, casi en la intimidad. Les perdono todo y espero reciprocidad. A la breve lista no he añadido siquiera uno, lo que hace de mí un antisocial inadaptado que raya la patología. Si yo fuera otro, me aconsejaría ir al psicólogo.
Casi nueve años que ando con este cartelito de emigrante. He andado calles de España, he visto cadáveres en Córdoba, cadáveres en Alicante, en Barcelona y muchos en Madrid. Esta tierra es un cementerio de escritores cubanos. Andamos  por ahí mostrando glorias pasadas, glorias por venir, firmando artículos, blogs, algunos hasta han podido festejar su nombre impreso. Hay muertos disidentes, muertos traductores, muertos que bailan salsa, muertos que buscan un amante en Sitges, muertos empresarios, muertos de campo y muertos de ciudad, muertos borrachos, muertos buenistas, muertos calculadores, muertos que se convierten al islam o al judaísmo, muertos que han descubierto la pornografía gratuita en internet, muertos que quieren aparentar que están vivos, muertos que logran incluso mezclarse con los vivos y pasar el día con ellos y reírse con ellos y creer incluso que se entienden con ellos. Amigos, lamento decirlo: estamos todos muertos, somos una inmensa banda de cadáveres pululando por tierras peninsulares y esperando un milagro.
Y si  cabe la posibilidad del milagro, no se llama Alfaguara ni Planeta ni Anagrama, no está en las revistuchas o los blogs en los que nos afanamos vanamente –una revista es sólo una justificación para lograr subvenciones; un blog es la manera de recordarnos que existimos, el único blog excusable es el de la anciana que publica sus recetas de cocina, el resto son una prueba de la rendición. El único milagro posible es quitarnos la chaqueta, remangarnos la camisa, encerrarnos en una habitación con un buen montón de cuartillas y escribir.

Lionel Shriver: Tenemos que hablar...

Hace unos días me decidí a leer “Tenemos que hablar de Kevin”, unos de esos libros de los que uno ha oído hablar y cuyo argumento parece tentador. Porque “Tenemos que hablar de Kevin” se suponía que trataba sobre un joven que hace un columbine en su instituto, sale con vida de la refriega y va a la cárcel. Pero en realidad no va de eso, o no precisamente. Sino de su madre, Eva, quien nos cuenta la vida de Kevin a través de unas cartas a su exesposo –y es que esto de escribir una novela “epistolar” siempre me ha parecido poco creíble, poco serio, uno va leyendo siempre con la premonición de que el escritor nos toma el pelo, o, mejor, quiere tomarnos el pelo pero no lo consigue, no puede, porque no hay cartas que soporten 400 páginas de prosa ni lector que lo resista (eso o que el género epistolar ya no es lo que era).


Y yo no lo he resistido (iba a decir he cerrado el libro, pero sería más justo ir cambiando de terminologías y aclarar que apenas hemos cambiado de archivo .epub).

Y es que a pesar de su argumento, el libro no es auténtico, no es verosímil. La voz de la narradora-escritora-de-cartas no es convincente, Kevin es un niño malo poco convincente, y hasta la relación de Eva con Franklin (apenas un complemento de la historia, un personaje sin sorpresas, sin sutilezas). Y se sabe que cuando un narrador pierde la confianza del lector, el resto del libro es una torre de esas que sabemos que se caerá en algún momento y todo lo que hagamos antes de demolerla de una vez, es una pérdida de tiempo.

Creo que hay una película. Quizás la vea para enterarme como termina todo o incluso para descubrir que a veces se incumple lo de que el libro es mejor.

Julian Barnes: Nada que temer

Tomado de The New York Times (3 de octubre de 2008)
Título original: Dying of the Light
Traducido por The Galimatías
Por Garrinsom Keillor 


“No creo en Dios, pero le echo de menos”, así comienza este libro. A sus 62 años, Julian Barnes, un ateo convertido al agnosticismo, decide enfrentar su miedo a la muerte. ¿Por qué un agnóstico, que no cree en la vida después de la muerte, puede temer a la muerte? Como respuesta a esta sencilla pregunta, Barnes nos ha regalado estas elegantes memorias, a la vez que reflexiones; el temblor sísmico de un libro que retumba y protesta en la mente del lector semanas después de haberlo terminado.

La tanatofobia es un hecho en su vida; piensa en la muerta a diario y algunas noches se siente rugiendo despierto, uno de esos “momentos alarmados y alarmantes que te arrancan del sueño y te devuelven a la vigilia, despierto, solo, totalmente solo, golpeando la almohada con el puño y gritando «Oh, no, oh, no, OH, NO», en un gemido interminable”. Sueña con su enterramiento y “me persiguen, me rodean, me superan en número y en armamento, me quedo sin balas, me hacen prisionero, me condenan injustamente al pelotón de ejecución, me informan de que dispongo incluso de menos tiempo del que yo pensaba. El rollo habitual.” Se imagina atrapado en un barco volcado. O secuestrado y encerrado en el maletero de un coche que echan al río. O arrastrado debajo del agua por las mandíbulas de cocodrilo.

Más allá del derribo de las cosas, teme la disminución de la energía, el secado de la fuente, el desvanecimiento de la luz. “A los sesenta, miro a mis muchos amigos y reconozco que algunos de ellos son menos amistades que recuerdos de amistades.” Ha presenciado el declive y muerte de sus padres: “por mucho que rehúyas a tus padres en vida, es probable que te reclamen en la muerte”. Su padre, profesor de Francés, murió de varios ataques, leyendo las “Mémoires” de Saint-Simon, al final aún tiranizado por su esposa “siempre presente, parloteando, organizando, enredando, controlando” –unos pocos años después, su madre, vestida de verde, en silla de ruedas y con la mitad de su cuerpo paralizado, “desdeñaba lo que para ella era un modo falso de levantar el ánimo”.
La fe religiosa no es una opción. “Yo no tenía una fe que perder”, escribe. “No me bautizaron ni fui nunca a la escuela dominical. No he asistido en mi vida a un oficio religioso normal… Voy continuamente a iglesias, pero por razones arquitectónicas; y, más ampliamente, para captar un sentido de lo que fue en otro tiempo la «britanidad»”.

La religión cristiana “duró porque era una hermosa mentira… una tragedia con un final feliz”, y aún así extraña el sentido de propósito y creencia que él descubre en el Requiem de Mozart o las esculturas de Donatello. “Echo de menos al Dios que inspiró la pintura italiana y las vidrieras francesas, la música alemana y las salas capitulares inglesas, y esos cúmulos de piedra derruidos en unos acantilados celtas que fueron en otro tiempo almenaras simbólicas en medio de la oscuridad y la tormenta.” Barnes no se siente reconfortado por la terapéutica religión contemporánea, “el cielo seglar moderno de la realización personal: el desarrollo de la personalidad, las relaciones que ayudan a definirnos, el empleo que da prestigio…, la acumulación de hazañas sexuales, las visitas al gimnasio, el consumo de cultura. Todo esto contribuye a la felicidad, ¿no?... ¿No? Es el mito que hemos elegido.”

Así que Barnes de vuelve contra el estricto régimen de la ciencia. Todos estamos muriendo. Incluso el sol se está muriendo. El Homo Sapiens evoluciona hacia una especie a quien no le importaremos nada, de modo que nuestro arte y nuestra literatura y nuestra erudición caerán en el olvido total. Todos los escritores se convertirán en escritores no leídos. Y la humanidad morirá y los escarabajos gobernarán el mundo. Un hombre puede temer su muerte, pero, de cualquier modo, ¿qué es él? Sencillamente un montón de neuronas. El cerebro es una masa de carne y el alma no es más que “un cuento que el cerebro se cuenta a sí mismo”. La individualidad es una ilusión. Los científicos no encuentran una evidencia física del “yo”, es algo de lo que nos hemos convencido a nosotros mismos. No producimos pensamientos, los pensamientos nos producen a nosotros. “Ese «yo» al que tanto apreciamos sólo existe propiamente dicho en la gramática.” Despojados de la narrativa cristiana, admiramos un paisaje que, a pesar de ser fascinante, no ofrece nada que se pueda llamar esperanza. (Barnes se refiere a la “desesperanza americana” con particular desdén.)

“No hay separación entre «nosotros» y el universo.” Somos simplemente materia, cosas. “El individualismo —el triunfo de los artistas y científicos librepensadores— nos ha conducido a un estado de autoconciencia en el que ahora nos consideramos unidades de obediencia genética.”

Todo cierto, en su medida, quizás, pero, ¿y qué? Barnes es un novelista y lo que insufla vida a este libro y lo que hace que el lector siga adelante es el afecto por las personas que entran y salen, la abuela Scoltock en su cardigan tejido a mano leyendo el Daily Worker y apoyando a Mao Tse Tung, mientras el abuelo veía “Songs of Praise” (programa de la BBC en el aire desde 1962 de carácter musical religioso) en la televisión, hacía trabajos de carpintería, cultivaba dalias y mataba gatos con una maquina verde que les retorcía el cuello, atornillada al marco de la puerta. El hermano mayor, profesor de filosofía, que cría llamas en su jardín y le gusta usar pantalones cortos, zapatos de hebilla y chaleco bordado. Quizás seamos sólo unidades de obediencia genética, pero nos encanta mirarnos unos a otros. Barnes nos cuenta que guarda en un cajón las cosas de sus padres, todo, los álbumes de recortes,  cartillas de racionamiento, tarjetas de puntuación de criquet, sus listas de felicitaciones navideñas, los certificados de matrimonio y de defunción, un álbum de fotos de 1913 titulado “Escenas de carreteras y caminos”, viejas postales (“Llegamos aquí sanos y salvos y, exceptuando los bocadillos de jamón, el viaje nos ha gustado”). Los lectores sencillos degustan estos dulces regalos del detalle. No negamos la inevitabilidad de la extinción, pero no podemos evitar que nos guste esa postal.

“La sabiduría consiste en parte en no fingir más, en desechar el artificio… Y hay algo infinitamente conmovedor cuando un artista, en la vejez, adopta la simplicidad… El lucimiento forma parte de la ambición; pero ahora que somos viejos tengamos el sosiego de hablar con sencillez”. Y eso hace. En esta meditación sobre la muerte revive, en golpes cortos y seguros, a sus padres Albert y Kathleen.

“Yacía en un cuarto pequeño y limpio, con una cruz en la pared; estaba, en efecto, en un carro, con la cabeza vuelta hacia mí… Parecía, bueno, muy muerta: con los ojos cerrados y la boca entreabierta, más abierta en la comisura izquierda que en la derecha, lo que era muy típico de ella: con un cigarrillo colgado de la comisura derecha, mientras hablaba por el otro lado… Le toqué la mejilla varias veces y luego la besé en el flequillo. ¿Estaba tan fría porque había estado en el congelador o porque es natural que los muertos estén tan fríos?... «Bravo, mamá», le dije en voz baja. Efectivamente, había muerto «mejor» que mi padre. Él había sobrellevado una serie de ataques y su decadencia se prolongó durante años; ella había pasado del primer ataque a la muerte de una forma en conjunto más rápida y eficiente.” Entre sus cosas descubre una botella de vino de licor y un pastel de cumpleaños intacto.

No sé cómo le irá a en nuestro esperanzado país, con la cara triste del autor en la portada, pero rezaré por su éxito comercial. Es un libro hermoso y divertido, que resuena en mi cabeza.


Texto original Aquí

Entrevista a Cormac McCarthy (El cowboy favorito de Hollywood)

Traducido por The Galimatías
Tomado de The Wall Street Journal
20 de noviembre de 2009

Por John Jurgensen 


 El escritor Cormac McCarthy suele rehuir las entrevistas, sin embargo, no puede ocultar que le entusiasma conversar. La semana pasada el novelista se sentó junto a nosotros en el frondoso jardín del hotel Menger. La conversación, en la que también participó John Hillcoat, director de la película “La carretera”, basada en la novela homónima, se extendió hasta tarde y a la cena en un restaurante cercano.
McCarthy ha venido hasta aquí desde su casa cerca de Santa Fe para visitar a Tommy Lee Jones. El actor dirige y protagoniza junto a Samuel L. Jackson un filme basado en la obra de teatro de McCarthy “The Sunset Limited” que se emitirá próximamente por HBO.



    Cuando vende los derechos de sus libros, ¿suele tener contratos que le permitan supervisar el guión, o es algo que queda fuera de su alcance?
No. Vendes los derechos y te vas a casa a descansar. No te puedes inmiscuir en los proyectos de otras personas.

    Cuando fue por primera vez al set donde se filmaba “La carretera”, ¿descubrió mucha diferencia entre lo que vio y lo que tenía en mente sobre la novela?
Imagino que mi noción de lo que ocurría en "La carretera" tiene poco que ver con sesenta u ochenta personas y un montón de cámaras. El director Dick Pearce y yo hicimos una película en Carolina del Norte hace treinta años y ya entonces pensé que aquello era un infierno y me pregunté cómo era alguien capaz de hacer aquello. Así que me levanté, tomé un poco de café, anduve de aquí para allá, leí un poco, escribí unas pocas palabras y miré por la ventana.

    Pero, ¿no encuentra algo atractivo en el proceso de creación grupal, en comparación con el solitario acto de escribir?
Sí, te resulta extremadamente atractivo evitarlo a toda costa.

    Cuando hablaba con John sobre “La carretera”, ¿en algún momento intentó presionarle para que aclarara qué había causado la catástrofe de la historia?
Mucha gente me lo ha preguntado, pero no lo sé, no tengo opinión sobre eso. En el Instituto Santa Fe hay científicos de muchas disciplinas y algunos geólogos dicen que a ellos les parece el choque de un meteorito. Pero en realidad podría haber sido cualquier cosa: actividad volcánica, una guerra nuclear. No es importante en realidad. La cuestión es qué hacer en una situación similar. La última vez que el cráter de Yellowstone entró en erupción, toda Norteamérica estuvo bajo un manto de cenizas de 30 cm de grosor. Quienes han buzeado en el lago Yellowstone cuentan que en el fondo hay un montículo que ya tiene cerca de 30 metros de altura y que parece como si aquello estuviera continuamente latiendo. De personas diferentes obtenemos respuestas diferentes, pero no hay previsión posible, la próxima vez que suceda puede ser dentro de cuatro mil años o el próximo jueves. Nadie lo sabe.

    ¿Qué tipo de asuntos le suelen preocupar?
Si uno toma en cuenta cuestiones sobre las que vienen hablando algunos científicos, se da cuenta que en los próximos cien años el ser humano posiblemente siquiera será reconocible. Podríamos ser parcialmente máquinas o tener implantes computarizados. Implantar un chip en el cerebro que contenga, por ejemplo, la información almacenada en todas las bibliotecas del mundo, es algo posible y no sólo en teoría. Como me han dicho quienes saben de estos temas: se trata sólo de dar con las conexiones apropiadas. Pues bien, éste es uno de esos problemas que se suelen venir a la cama conmigo.

    “La carretera” es una historia de amor entre padre e hijo donde nunca se dice “te quiero”.
Así es. No se me ocurrió nada más que añadir a esa historia. Muchos de los parlamentos que hay allí son conversaciones entre mi hijo John y yo reproducidas textualmente. Eso quiero decir cuando comento que es coautor del libro. Muchas cosas que dice el chico de la novela son parlamentos de John. John dice: Papá, ¿qué harías si yo muriera? Desearía morir también, le contesto. ¿Para poder estar conmigo?, pregunta él. Sí para poder estar contigo. Sólo una conversación.

    ¿Por qué no firma ejemplares de “La carretera”?
Existen ejemplares firmados del libro, pero todos pertenecen a mi hijo. De modo que cuando cumpla 18 años podrá venderlos e irse a Las Vegas o adónde prefiere. Esas son los únicos ejemplares firmados del libro.

    ¿Y cuántos ejemplares son?
Doscientos cincuenta. Alguna vez he recibido cartas de libreros o personas relacionados con el mundo del libro donde me sugieren que tienen un ejemplar de “La carretera” firmado por mí. Solamente les contesto: No, no tienes ese ejemplar.

    ¿Cómo fue la relación con los hermanos Cohen cuando trabajaban en “No es país para viejos”?
Nos vimos y conversamos un par de veces. Son gente inteligente y con mucho talento. Como pasa con John, no necesitaron mucha ayuda de mi parte para hacer una película.

    "Todos los hermosos caballos” también fue llevada al cine. ¿Le satisfizo lo que se obtuvo en esa ocasión?
Pudo haber salido mejor. Tal como lo veo hoy, quizás se pudo haber editado mejor y haberlo convertido en una película bastante buena. El director creyó que podría poner todo el libro en pantalla. Es imposible, tienes que escoger aquella parte de la historia que te interesa. Así que él hizo esta película de cuatro horas de duración y se dio cuenta que para poder exhibirla tendría que llevarla a dos.

    ¿El tema de la extensión es aplicable también a los libros? ¿Un libro de mil páginas resulta, de algún modo, demasiado?
Para el lector moderno sí. Aparentemente la gente sólo lee libros de cualquier extensión si son de misterio o policiacos, en esos casos, mejor cuando más extensos. No se volverán a escribir libros de 800 páginas como se hacía cien años atrás y hay que habituarse a ello. Si crees que podrás escribir algo como “Los hermanos Karamazov” o como “Moby Dick”, adelante, pero nadie lo va a leer. No importa lo bueno que sea o lo agudos que sean los lectores. La intenciones y los cerebros son diferentes.

    Se dice que “Meridiano de sangre” es imposible de llevar al cine por la oscuridad y la violencia que recorren el argumento.
Eso es una tontería. El hecho de que sea una historia cruda y llena de sangre no tiene relación con que se pueda o no llevar al cine. Ese no es el asunto. El asunto es que sería verdaderamente difícil y requeriría una gran imaginación y mucho valor. Pero la recompensa podría llegar a ser extraordinaria.

    ¿De qué modo la noción del paso del tiempo y de la muerte incide en su obra?
El futuro cada vez es más corto y uno lo sabe. En los últimos años sólo he tenido deseos de trabajar y de estar con mi hijo. Oigo que la gente se va de vacaciones y pienso: ¿de vacaciones? No tengo ningún deseo de viajar. Mi día perfecto es cuando me puedo sentar en una habitación con unas cuartillas en blanco. Es el cielo, es oro. Todo lo demás es una pérdida de tiempo.

    ¿Y cómo afecta ese tic-tac de reloj a su trabajo? ¿Hace que quiera escribir historias más cortas o por el contrario más extensas y complejas?
No me interesa escribir relatos o cuentos. Cualquier cosa que no ocupa años de tu vida ni te lleva a pensar en el suicidio no es algo que merezca la pena hacer.

    Los últimos cinco años han resultado muy productivos para usted. ¿Ha tenido períodos de sequía en su escritura?
No creo que haya períodos productivos y otros improductivos. Es una percepción que tiene la gente por lo que se publica. El días más ocupado puede utilizarse en observar a unas hormigas que transportan migas de pan. Alguien le preguntó a Flannery O`Connor por qué escribía y ella contestó: “porque es algo que hago bien”. Y creo que esa es la respuesta adecuada. Si eres bueno haciendo algo es muy difícil abstenerte de hacerlo. Hablando con personas muy mayores que han vivido bien, la mitad de ellos coincide en que lo más significativo en su vida ha sido la extraordinaria suerte que han tenido. Y cuando oyes esto sabes que es la verdad. No es que menosprecien el talento o el saber hacer. Puedes tener ambas cosas y no lograr nada.

    ¿Podría contarme algo del libro que prepara, algo del argumento o los lugares donde ocurre?
No se me da muy bien hablar sobre eso. La mayor parte ocurre en New Orleans en los años ochenta. Es acerca de un chico y su hermana. Cuando el libro comienza ella ya se ha suicidado y vemos cómo el va lidiando con eso. Ella es una chica muy interesante.

    Algunos críticos han hecho notar que muy pocas veces profundiza en personajes femeninos.
Este libro trata en detalle el personaje de una mujer joven. Hay alguna escena interesante que atraviesa el libro y se acerca al pasado. Planeaba escribir sobre una mujer de 50 años de edad. Creo que nunca seré lo suficientemente competente para hacer algo así, pero en algún momento hay que intentarlo.

    Usted nació en Rhode Island y se crió en Tennesse, ¿cómo terminó en el suroeste?
Terminé en el suroeste porque sabía que nadie había escrito sobre esta zona. Aparte de Coca-Cola, lo otro universalmente conocido de esa región son los indios y los cowboys. Puedes aparecer en un pueblo de las montañas mongolas que allí sabrán decirte algo de los cowboys. Pero en doscientos años nadie se ha tomado el tema con seriedad. Pensé que sería un buen tema. Y así fue.

    Se crió bajo los preceptos de la iglesia católica irlandesa.
Sí, un poco. No era un asunto demasiado importante. Los domingos íbamos a la iglesia. Ni siquiera recuerdo una conversación sobre ese tema.

    ¿El dios con el que creció es el mismo a quien el personaje de “La Carretera” cuestiona y maldice?
Podría ser. Me resulta interesante la visión espiritual de la vida y realmente considero que es significativa. Pero, ¿soy una persona espiritual? Me gustaría serlo. No hablo de encontrar una vida después de la muerte o ese tipo de cosas, sino sólo en el aspecto de ser mejor persona. Tengo amigos del Instituto, personas realmente brillantes con un trabajo duro, buscando soluciones a problemas complejos. Ellos mismos suelen decir que es más importante ser buena persona que ser una persona brillante. Y yo estoy de acuerdo con eso.

    Ya que “La carretera” trata de un asunto tan personal, ¿tuvo dudas de lo que iba a encontrar en la adaptación al cine?
No, había visto la película de John, “The Proposition”, conocía su reputación y creí que seguramente haría un buen trabajo. Además, tengo a la mejor agente. Ella no sería capaz de vender el libro a no ser que tuviera confianza. No es sólo cuestión de dinero.

    ¿Empezó “No es país para viejos” como un guión?
Sí, lo escribí como guión. Se lo mostré a alguna gente y no parecieron interesados. De hecho, llegaron a decirme que jamás funcionaría. Años después lo saqué y lo convertí en novela. No me tomó mucho tiempo. Estuve en los premios de la academia con los hermanos Cohen. Tenían una mesa llena de premios antes de que terminara la noche. Uno de los primeros que les entregaron fue el de mejor guión. Ethan se volvió hacia mí y me dijo: bueno, yo no hice nada, pero el premio me lo quedo.

    Para novelas como “Meridiano de sangre” llevó a cabo una extensa investigación, ¿qué tipo de investigación realizó para “La carretera”.
No sé. Solamente conversar con gente sobre cómo serían las cosas en diferentes situaciones catastróficas. Hablaba con mi hermano Dennis sobre ese espantoso escenario de fin del mundo y coincidíamos en que la población se dividiría en pequeñas tribus y que cuando no quedara nada terminarían comiéndose unos a otros. Sabemos que es algo cierto y demostrado.


    En relación con “La carretera”, ¿ha recibido muestras o reacciones de padres?

Tengo varias cartas similares de seis personas diferentes. Una de Auatralia, otra de Alemania, de Inglaterra. Todas ellas me lo relatan de manera parecida: comencé a leer el libro después de la cena y lo terminé a las 03:45 de la mañana siguiente; tuve que levantarme, correr escaleras arriba, despertar a mis hijos y quedarme allí, sentado junto a ellos, solamente abrazándolos.os en cuenta una cosa: nada nos garantiza sobrevivir a este minuto, la sobrevivencia es obra del azar.

Artículo original en inglés:  Aquí

Gay Talese: “Retratos y encuentros”

Pretendía comentar el libro “Retratos y encuentros” de Gay Talese. Quienes conozcan otros trabajos suyos (“El reino y el poder”, “Honrarás a tu padre”, “La mujer de tu prójimo”) sabrán. Quienes no, quizás les sirvan estos fragmentos narrativos que algunos también catalogan como periodismo:


"No puedo mirar a los ojos a nigún boxeador porque… bueno, una vez miré a los ojos a uno. Fue hace mucho, mucho tiempo. En ese entonces yo debía estar con los amateurs. Y cuando miré a mi contendiente vi que tenía una cara tan simpática,,,. Y él me miró a mí… y me sonrió… ¡y yo le sonreí! Fue raro, muy raro. Cuando un tipo es capaz de mirar al otro y sonreír de ese modo, no creo que tengan nada que hacer peleándose." (El perdedor)

"Cuando Sinatra llega, Jacobs le sirve la cena en el comedor. Luego Sinatra le informa que puede irse a casa. Si, en una noche como ésas, Sinatra llegara a pedirle a Jacobs que se quedara un poco más, o que jugaran una manos de póquer, él lo haría gustoso. Pero Sinatra nunca se lo pide." (Sinatra está refriado)

"Pero me gustaba golpear individuos porque  era lo único que podía hacer. Y fuera o no el boxeo un deporte, quería hacer de él un deporte porque era algo en lo que yo podía triunfar. ¿Y cuáles eran los requisitos? Sacrificio. Eso era todo. A alguien venido de la sección de Bedford-Stuyvesant de Brooklyn, el sacrificio le resulta fácil. Así que seguí boxeando y un día me convertí en el campeón de los pesos pesados, y conocí personas como usted. Y usted se pregunta cómo hago para sacrificarme, cómo puedo privarme de tato. No se da cuenta de dónde vengo, esp es todo. No entiende dónde estaba yo cuando me embarqué en esto." (El perdedor)

"Es la ciudad de Michael McPadden, quien se sienta detrás de un micrófono  en una caseta del metro de Times Square y grita en una voz que oscila entre la futilidad y la frustración; “Cuidado al bajar, por favor, cuidado al bajar”. Imparte ese consejo 500 veces al día y en ocasiones quisiera improvisa. Pero rara vez lo intenta. Desde hace tiempo está convencido que la suya es una voz desatendida en el bullicio de las puertas que golpean y cuerpos que se estrujan, y antes que se le ocurra algo ingenioso para decir, llega otro tren de la Grand Central…" (Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas)

"El cuidado que pone a sí mismo puede medirse desde las uñas arregladas hasta sus botas de puntera cuadrada, que no tienen raspaduras y brillan suavemente, sin el inmaculado pulimento de un criado. Pero su barba parecía pertenecer a otra persona y otra época. Es excesivamente larga y descuidada, Los mechones blancos se mezclan con los negros descoloridos y le cuelgan por el frente del uniforme como un sudario viejo, curtidos y resecos. Es la barba del monte. Castro se la soba todo el tiempo, como si tratara de resucitar las vitalidad de su fibra." (Alí en La Habana)

De mujeres con hombres

El nombre de Richard Ford siempre me ha sonado a presidente de Estados Unidos, aún cuando de Gerald a Richard haya una distancia considerable. El escritor me asaltó una tarde de hace ya varios años, en una de las bibliotecas madrileñas adonde iba a buscar refugio de mí mismo. Por azar y sin ninguna referencia agarré un libraco del estante que tenía el sospechoso título –por la referencia a una peli de estas apocalípticas y que algunos justifican con lo de “pasar el rato” como si hubiera ratos que no se consideraran parte de la vida, sino algo que debe ocurrir de prisa, un mal trago- de “El día de la independencia”.

“El día de la independencia” -y lo cito como detalle curioso más que como prueba de algo- obtuvo los premios Pullitzer y Pen/Faulkner  y es otro intento quizás de alcanzar esa quimera narrativa norteamericana de escribir la Gran Novela Americana que sueñan –o eso parece- casi todos los escritores de primera línea. Es una buena novela, quizás una gran novela, pero no es el tema de este post. Si la suerte, la oportunidad y el entusiasmo así lo quieren, en algún momento escribiré algo del libro, de Frank Bascombe y sus intentos de resistir al mundo, el mismo Frank Bascombe que antes había sido periodista deportivo y que ahora vende casas, que intenta redimir su paternidad con un viaje con la hija sobreviviente. Ese libro donde “casi” no pasa nada porque la mayoría de las cosas ya han pasado o están por pasar y que es tan delicioso de leer. Sí, algún día habría que escribir de ello y pensar que a alguien le interesaría el asunto.

Decía que me encontré con Richard Ford hace años y por casualidad. Por entonces leí el libro antes mencionado, “El periodista deportivo” y “Rock Spring”. Pero hace un mes o dos, leyendo la novela inédita de un amigo, me acordé de nuevo de él. Lo he pensado bastante, he querido encontrar por qué una cosa me llevó a la otra, pero no encuentro ninguna causa razonable. Ni trama ni estilo ni personajes de la novela de mi amigo hacían referencia a la escritura de Richard Ford. Sin embargo, allí estaba yo, acordándome del norteamericano cuando leía las idas y venidas de un emigrante cubano en Madrid. (No lo cito porque no he tenido ocasión de solicitar permiso, o lo que haya que solicitar en estos casos, pero sí me atrevo a decir que el manuscrito es uno de los libros más cerrados y completos de un par de generaciones de escritores cubanos y que la suya es una voz que seguramente nos deparará alguna agradable sorpresa.)

Recordé a Richard Ford y pensé que era un buen momento para leer algún otro libro suyo, “Acción de Gracia”, por ejemplo, tercera parte de la trilogía de Frank Bascombe. Salí a buscar el libro, pero no lo pude encontrar, así que eché mano a este “De mujeres con hombres” y me he felicitado por tener suerte algún día, aunque no sea aquel cuando juego La Primitiva.

“De mujeres con hombres” es un libro de relatos. Es un libro con tres relatos: “El mujeriego”, “Celos” y “Occidentales”. Los tres cuentos tratan de lo mismo: de las búsquedas, de los fracasos, de los caminos sin salida, del ridículo como actitud inaplazable, de las incongruencias que nos nutren, de las pequeñeces que ligeramente nos contentan o nos deprimen con radicalidad.


En “El mujeriego”, Ford nos adentra en un personaje que todos querríamos evitar llegar a ser, un hombre que en un momento determinado llega a descubrir que ha estado demasiado seguro de sí mismo, que ninguna de las cuestiones que tenía como verdades personales lo son, a quien “se le había ocurrido pensar, por supuesto, que a lo peor lo que era en realidad era un cobarde rastrero y mentiroso sin el coraje suficiente para enfrentarse a una vida en soledad; un hombre que no valía para quedarse solo en un mundo complejo y llenos de las consecuencias de sus propios actos. Aunque éste no dejaba de ser también un modo convencional de entender la vida, otra concepción, y sabía que no debía caer en ella”. Austin se ha creado otro yo alejado de lo que le dice el espejo y de pronto se da de lleno contra él.  Por momentos cree que "su amor por Barbara” –la esposa que le espera en Chicago- “merecía mucho más. Había en él una fuerza demasiado vital, demasiado plena, lo cual quería decir algo, lo cual significaba algo importante y perdurable. Era de esta fuerza -intuía- de la que hablaban las grandes novelas que en el mundo habían sido”. Y mientras se inventa una especie de amor inexplicable por la parisina esquiva que sabemos alejada de los sueños que él parece anisar, residente de otro mundo, otras expectativas, otras verdades. Todo acaba y Ford pone tangencialmente en boca de Austin estas preguntas que alguna vez, quizás, nos hemos hecho: “¿Cómo podía uno poner en orden su vida, causar poco daño y continuar unido  a otras personas? Y, en tal contexto, (…) si estar como fijado  en uno mismo no constituiría sino un malentendido…”.

“Celos”, en apenas 44 páginas, nos presenta a un chico de diecisiete años atrapado en una ruptura familiar inusual y  sus descubrimientos de tantas cosas que siempre estuvieron allí y él nunca supo. Lawrence viaja con su tía Doris a encontrarse con su madre, presencian la muerte de un hombre y conversan y respiran y se descubren. La certidumbre de que ya nada va a ser como antes. “¿Que qué creo yo que va a pasar? Depende del momento que atraviesen y de si existen o no terceras personas. Si tu madre, por ejemplo, tiene un amigo joven y guapo en Seattle o si tu padre tiene una amiga, (…) entonces sí tenemos un problema. Pero si logran aguantar el tiempo suficiente para llegar a sentirse solos, entonces probablemente se arreglarán, aunque me temo que ninguno de los dos quiere aguantar demasiado tiempo”. Y Lawrence sigue descubriendo: que su tía pudo llegarse a casar con su padre, que su tía le puede provocar una erección, que su tía siente celos de su padre, celos que necesita aplacar con aguardiente y que la llevan al tugurio donde presenciarán la muerte a balazos de un hombre con el que habían estado hablando minutos atrás. Lawrence aprende, crece y termina extenuado sabiendo que apenas está comenzando: “al cabo de un rato debí de dejar de respirar durante unos segundos, porque el corazón me empezó a martillear dentro del pecho, y tuve esa sensación que sientes cuando te ahogas y ves que la vida se te escapa por momentos –rápida, velozmente, segundo a segundo-, y tienes que hacer algo para salvarte, pero no puedes, y sólo entonces recuerdas que eres tú quien lo está causando todo, y que sólo tú puedes detenerlo.”

“Occidentales” relata las vivencias de una pareja llegada a un París invernal e inhóspito, que es abandonada por quienes los habían invitado –Matthews esperaba trabajar en la traducción al francés de su novela, vivir el glamur de París de la mano de su editor, sentirse acogido por la bohemia y el recuerdo de tantos y tantos sitios literariamente vividos, verse tentado a quedarse a vivir allí. La ciudad, repleta de turistas alemanes y japoneses y abandonada por los autóctonos en las fiestas navideñas es el marco ideal para lo lúgubre. Matthews repasa la separación de su mujer, el alejamiento de su pequeña hija, la relación inusual que mantiene con Helen –ex alumna, ex enferma de cáncer-, su decisión de dejar la enseñanza para dedicarse a otras cosas, escribir quizás, seguir replicando la inmiscusión en la vida de los demás, en la de su ex mujer, en la de la propia Helen, intuyendo, sabiendo que “la gente, con toda probabilidad, no alberga sentimientos demasiado amables respecto a verse reflejada en las obras de ficción de los demás. Era una cuestión -se daba cuenta- de poder y autoridad: verse usurpado o robado abiertamente por otro, con fines -en el mejor de los casos- no más aviesos que la mera indiferencia.” Helen termina suicidándose en la habitación del hotel mientras él pasea por París. Seguramente es algo que lamenta, pero que no sufre. “De pronto cayó en cuenta de que se le había olvidado comprarle flores. Aquella mañana, durante su paseo, había pensado hacerlo, pero al final no lo había hecho. Otro error; cada vez que pensaba en ello el corazón le empezaba a latir con fuerza.” “Pero había aprendido algo. Había comenzado una nueva época en su vida. Porque sí existían épocas. Era algo incuestionable. Faltaban sólo dos días para Navidad. Al final Helen y él no habían compuesto la canción. Y sin embargo, extrañamente, todo habría acabado para Navidad”.

Los tres relatos son fiel muestra de la obra de Ford. En la dicotomía de ganar por knock out o por puntos -símil pugilístico atribuido a Hemingway-, Ford vence por puntos, por muchos puntos, por puntos que van cayendo palabra tras palabra, frase tras frase, en esa victoria ya lograda de convertir lo que parecería trivial en una balsa de razonamientos, tristeza reprimida, enfrentamiento a la realidad de quiénes y qué somos.

Aún cuando los personajes principales de los relatos son hombres, el destino y la propia importancia de ellos están marcados por mujeres; esas mujeres que les superan siempre en autenticidad, madurez y paciencia.

De ahí quizás el título.

Entrevista a Martin Amis

Traducido por The Galimatías
The Guardian, 1 de enero de 2010

Stephen Moss


Martin Amis es el novelista más discutido en el Reino Unido, en gran parte, sospecho, porque casi nadie lo lee. Hace unos días, poco después de mi entrevista con Amis, me encontré con un vecino, hombre culto, y le pregunté qué pensaba de su obra. Había leído uno de sus libros hacía años –ni siquiera recordaba por qué no le había gustado-, pero sí sabía todo sobre el escándalo y las acaloradas discusiones motivadas por esas declaraciones de Amis donde se refería a un "tsunami de plata" donde los ancianos decrépitos deberían ser exterminados. Por cosas como esta es que el Amis polémico oscurece la labor del Amis escritor, ese que esta semana publica su novela número doce: “La viuda embarazada”.

Amis vive en una casa grande aunque no ostentosa, en el norte de Londres. La comparte con su esposa, la escritora Isabel Fonseca, y sus hijas Fernanda y Clio. Su padre, Kingsley, tuvo una casa en la misma calle -compartida en el alcohólico final de su vida con su primera esposa (la madre de Amis) y el tercer marido de ésta.

Cuando llegué, Amis bebía una cerveza y buscó otra para mí. Me sorprendió la frialdad con que trataba a la fotógrafa y pensé que quizás fuera por haber sido fotografiado ya demasiadas veces. Todo lo que pidió –la falta de relación entre los dos terminó con un flash de la cámara- es que no le fotografiara echado hacía atrás ya que le hacía parecer arrogante.

Amis tiende a arrastrar las palabras y a hablar en fragmentos, trozos de pensamiento: describe el alboroto que rodea a la publicación de un libro como epifenómenos. ¿Qué debemos hacer con esa loca visión suya del tsunami de plata?

          Habrá una población de ancianos dementes, algo así como una invasión de terribles inmigrantes, apestando restaurantes, bares y tiendas... Debería haber una cabina en cada esquina donde lograr un brebaje y una medalla por decir adios.

En Google se pueden encontrar más de 137 000 resultados de la búsqueda Amis más eutanasia. Después, cuando la tormenta fue tomando fuerza, declaró que lo había dicho en tono satírico.

En el fondo, como él mismo admite, es un novelista humorístico, y también algo que podríamos denominar un polemista humorístico. "Es la manera en que se perciben estas cosas", dice cuando le recuerdo aquella tormenta en los medios de comunicación en los noventa, cuando el estado de su dentadura y los enfrentamientos con Julian Barnes eran los principales temas de discusión en los ambientes literarios.


                 Nunca se tiene en cuenta el contexto; pero andar extremando el cuidado con todo lo que digo o censurándome es algo que no me interesa. No era una ataque a los viejos –no falta mucho para que yo mismo lo sea- y creo que me arriesgué a caer en complicaciones de tipo legal, pero mantengo la idea básica: es necesario tener un medio para poner fin a la vida.

Si se leyera la descripción de los últimos años de Kingsley que aparece en su libro “Experiencia” (Anagrama, 2000), se podría entender el temor de Amis. Recuerda a su padre, intelectualmente aniquilado y sentado frente a la máquina de escribir, tecleando una y otra vez la palabra "gaviotas”. Le teme a su propia decadencia como escritor.

Amis comenzó “La viuda embarazada” poco después de la publicación de su muy mutilada novela “Perro amarillo” en 2003. Previó un libro extenso y lo describió como "absolutamente autobiográfico". "La novela fue una lucha terrible", dice.

                Luché con él durante cuatro años. Las primeras cien páginas lucían bien, parecían funcionar, pero era sólo en lo referente a la técnica y las artimañas narrativas, no por la historia que quería contar. Me di cuenta que no funcionaba la Semana Santa del año anterior, en Uruguay –su mujer Isabel Fonseca tiene ascendencia uruguaya- estando de vacaciones. Leí lo que tenía escrito y pensé: está completamente muerto, inerte. Tuve un par de semanas terribles, luego volví sobre ello y me di cuenta que en realidad allí había dos libros.

Se dedicó a separarlos. En éste hay mucho de relaciones sexuales (al menos de confabulaciones para tener relaciones sexuales) y poco de literatura. El segundo libro, al que le queda aún algún tiempo y que saldrá después de una novela satírica llamada State of England, tendrá mucho de literatura y poco de sexo. El sexo y la literatura, es justo decir, han sido los principales temas de Amis, aunque el orden de importancia ha fluctuado a lo largo de los años.

Afirma que “La viuda embarazada” tiene poco de autobiográfico, pero pocos le creen. La revista Private Eye, desde luego, no. En una divertida parodia de la última edición, lo identifican con Keith Mart, el personaje central, y dicen tener fe en que algún día pueda escribir una novela ligeramente convincente. Mientras tanto, The Telegraph ha ido en busca de Gloria Beautyman, la mujer sexualmente voraz que acosa a Keith en el baño compartido del castillo italiano en el que los personajes pasan el verano de 1970. El periódico propone como candidatas a un grupo de novias de juventud del escritor, incluidas Tina Brown, Emma Soames, Julie Kavanagh y Angela Gorgas. Amis lo niega:

                    Esa es la manera más rudimentaria de leer el libro, pero es más bien culpa mía al decir que iba a ser totalmente autobiográfico. Sólo le ha dado a Keith mi estatura y mi año de nacimiento: 1.70 metros y 1949, es todo. Y las cuestiones referentes a mi hermana.

Su hermana Sally era alcohólica y murió en el año 2000, con 46 años, y, según una cruel frase de Amis en referencia a sus últimos años de vida, era "patológicamente promiscua". En “La viuda embarazada”, Sally renace como la hermana menor de Keith, Violeta: una mujer dolida, bebedora habitual, siempre envuelta en relaciones violentas y desesperanzadas. Amis alguna vez explicó el caso de Sally como víctima de la liberación sexual de los años 60; su madre tomó distancia de ese razonamiento y también él parece reconocer que era demasiado simplista.
                 Mi hermana se habría esforzado en cualquier sociedad. Todo lo que la revolución sexual hizo por su destino fue ofrecerle un entorno y un estilo peculiares."

¿Y siente que le falló en algún modo?

                 Hasta cierto punto sí. Debí dedicarle más horas, lo siento así. Mi hermano -Philip, artista, un año mayor que Amis- dedicó muchas más que yo; mi madre puso infinitamente mucho más que yo; y mi padre en realidad tenía cierta dependencia de ella por esa época. De todos modos, no reaccionó ante nadie. Me sentía bien cuando le daba algo de dinero que le servía para salir de algunos problemas o poner parches en su vida, pero todo indicaba que cualquier cosa que no fuera dedicarle todo no habría significado gran diferencia.

Amis cree que el libro puede ser atacado por grupos feministas, esencialmente porque en él se sugiere que la revolución sexual posibilitó que las mujeres empezaran a comportarse de manera contraria a su propia naturaleza, convirtiéndolas en chicos arrogantes (el adjetivo más común en la novela para designarlas) y narcisistas. Sin embargo, insiste en que ha escrito un libro feminista.



               Yo he sido una feminista convencido desde los 80. En Nueva York, Gloria Steinem fue capaz de convencerme en un solo día. Y lo logró utilizando una única figura retórica, una muy eficaz: sólo invierte los sexos: ¿qué pasaría si los hombres tuvieran la menstruación, qué si los hombres fueran quienes tuvieran los niños? Es incontestable.


Lo que le defiende es un "arreglo digno" entre hombres y mujeres. Antes de los años 60 las mujeres eran en gran parte ciudadanos de segunda clase confinados al hogar. Luego se liberaron, económica y sexualmente -una revolución que produjo mucha ganancia y alguna pérdida.

           Todas las decisiones difíciles recaían en las mujeres. Los hombres no tenían necesidad de cambiar. Sólo estaban ligeramente al tanto de que se estaba produciendo un cambio y se preguntaban cómo iba a ir. Pero las mujeres tenían un papel difícil. Hubo una fase igualitaria, que es la que ocurre en la época cuando se desarrolla el libro y en la que ambos sexos eran iguales –esa era la ridícula ortodoxia. Pero creo que las chicas no tenían otro modelo que el de los hombres, así que comenzaron a comportarse como hombres y aún siguen haciéndolo. Algunas lo afrontaron bien, otras no, sus corazones no estaban por la labor.

En un pasaje de la novela, Keith se encuentra con Rita cuatro décadas después del verano de 1970 y le pregunta si finalmente había tenido los diez hijos que entonces decía querer. "Creo que me olvidé de eso", dice y rompe a llorar. Amis dice que entre las mujeres de su generación

             había un montón de Ritas que pusieron mucho énfasis en la recreación y el entretenimiento, que no se casaron ni tuvieron hijos.

Amis, sin embargo, se empeña en asegurar que no pretende atacar los años 60, la revolución sexual ni la emancipación de la mujer. Más bien, lo que intenta señalar es que todas las revoluciones transcurren en etapas y producen víctimas.

Desvincular la realidad y la ficción en “La viuda embarazada” mantendrá ocupados durante meses a los escrutadores literarios. Rob Henderson, gran amigo y ex compañero de piso que finalmente terminó en la cárcel y murió en 2002, está inmortalizado como Kenrik, el alter ego hermoso, iletrado y amoral de Keith. El poeta Ian Hamilton es Neil Darlington. Hay muchos ecos de la vida ficcional de Keith en las memorias de Amis publicadas el año 2000. Entonces, ¿es autobiográfica o no?

             Los únicas figuras que se puedan asociar a personas reales es porque esas personas están muertas. Esa fue la regla.

¿Es Keith aquello en lo que se podría haber convertido Amis si hubiera conservado su empleo en la agencia de publicidad J. Walter Thompson en lugar de decantarse por la carrera literaria? Keith, aspirante a poeta, hace lo contrario: opta por la publicidad y la liquidez inmediata.

              Hay un poco de eso.

¿Por qué, después de haber rastreado en su vida tan conmovedoramente en “Experiencia” -el divorcio de sus padres, la muerte de su padre, el descubrimiento de que su prima Lucy Partington había sido una de las víctimas de Fred West-, vuelve al tema desde la ficción? Amis habla sobre el crecimiento vital que se descubre a partir de los cincuenta años. “Hay una presencia enorme e insospechada dentro de tu ser", dice en “La viuda embarazada”, “como un continente por descubrir.” Quería recorrer una ruta a través de este tema.

             Pensé que podría haber una forma narrativa de tratarlo, pero fue un gran error. John Banville me dijo que era imposible, y así fue.

Salvo que, a pesar de las protestas de Amis, lo que ha aparecido remite estrechamente a vida. La parodia de Private Eye es graciosa porque contiene una verdad.

La imagen que más se retiene de Martin Amis es la del chico malo de la literatura con un cigarrillo colgado a sus gruesos labios, algo así como el Mick Jagger de la narrativa. Sin embargo, cuando uno lee “Experiencia” siente toda su vulnerabilidad. Allí describe cómo se sentía en el funeral Lucy Partington, en el verano de 1994.

              Yo nunca había experimentado la miseria y la inspiración en una combinación tan pura. Mi cuerpo se constreñía a mi corazón.

En “La viuda embarazada”, Keith no se realiza como poeta porque no es capaz de conectar pensamiento y emoción,  “la década de broma” de los años 70 había arrasado al sentimiento. Amis está fascinado por la forma en que él mismo ha cambiado desde principios de los 90, época en la que admite tuvo su crisis de madurez. En su forma más simple: descubrió la pureza del amor, el amor sin ego -la esencia de esa "experiencia de la transfiguración"- en el funeral de su prima. Las mujeres y los reconocimientos de los primeros años se convirtieron en redentores.

Hoy el escritor aparenta ser totalmente feliz con Fonseca, como un reflejo de la dicha que encuentra Keith con su tercera esposa Conchita. Mientras hablo con él llegan sus hijas, llaman a la puerta de salón y le muestran con orgullo un gatito que llevan como un premio en una sábana blanca. La interrupción dura sólo unos minutos -son unas niñas educadas, casi adolescentes que hablan con acento americano-, y disfruto la escena, el recordatorio de que incluso los grandes escritores tienen sus rutinas y deberes familiares.

Este es su segundo matrimonio. El primero fue con Antonia Phillips, con quien tuvo dos hijos que ya tienen más de veinte años, y terminó en 1993. Tiene además otra hija, Delilah, nacida tras de un breve romance con Lamorna Seale, en 1974 y con quien no tuvo ninguna relación hasta que cumplió 19 años. Delilah tuvo un hijo en 2008, lo que conviertió a Amis en abuelo -"es tan poco cool”. También está en contacto con la hija de Sally, Catherine, que fue adoptada desde muy pequeña porque Sally era incapaz de cuidar de ella. La vida de Amis es más densa de lo que cualquiera de sus novelas podría aspirar a ser.

The Bookseller
describe “La mujer embarazada” como un regreso a la forma.

                    ¿Qué es esa mierda del regreso? Nunca se había ido. Regresar a la forma se va a convertir en una especie de slogan, a no ser que se vaya al otro extremo y digan “una nueva escalada de la decadencia”.

Hay que pasar por encima de esas cosas, le digo.

                  Estoy harto de pasarle por encima a las cosas. Siempre he estado pasando por encima.

Se podría llegar a pensar que no le interesa la aprobación crítica o del público, o la falta de reconocimiento de los jurados de los premiso Booker, pero sería muy alejado de la verdad. Recuerda las reseñas de Pero Amarillo como especialmente amargas y lo asemeja a tener la gripe durante una semana. Cuando le recuerdo el famoso ataque del novelista Tibor Fisher al libro –“'Perro amarillo' no es malo al estilo de no es muy bueno o ligeramente decepcionante. Es malo de modo absoluto, es como cuando sorprenden a tu tío favorito masturbándose en el patio del colegio"-, la ira de Amis es evidente.

                  Todo lo que Tibor Fischer hizo fue dejar claro que se podía decir absolutamente cualquier cosa sobre este libro. No fue sólo una reseña. Cualquiera que pudiera sostener un lápiz quería intentarlo. Espero que no haya otro momento como aquel en mi vida.

Amis asegura que en los noventa se convirtió en aquel de quien se podía decir cualquier cosa. Su divorcio, el cambio de quien fuera su agente por mucho tiempo Pat Kavanagh por otro que trabaja desde Nueva York, Andrew "el chacal" Wylie, el consecuente desencuentro con Julian Barnes, esposo de Kavanagh, y el exagerado adelanto solicitado por el libro The Information (supuestamente para pagar el arreglo de sus problemas dentales); todo esto combinado lo convirtió en una celebridad literaria, un objetivo a derribar. Su fascinación con el 11-S y el deseo de dar argumentos contra el terrorismo –en 2006 declaró al Times que la comunidad musulmana tendría que sufrir hasta que solucionaran sus cuestiones internas- hicieron que su figura fuera aún más célebre y controvertida. ¿Por qué regresa con tanta frecuencia a los sucesos de 11 de septiembre?

                      Nunca creí que un hecho de tal magnitud ocurriera en mi vida.

Ve al islam como una forma de tiranía, similar al Nacismo que trató en Time´s Arrow y el estalinismo que atacó en Koba  the Dread. Ha sido acusado de dar un giro a la derecha (“convirtiéndose en su padre” es la expresión que usan sus críticos), pero lo niega y asegura que lo que describía en The Experience –izquierda libertaria del centro- se mantiene.

En ocasiones sus incursiones en todo tipo de controversia genera más calor que luz, pero esto puede ser, según él mismo, el rol democrático del novelista.

                      Cada vez estoy más sorprendido por lo diferentes que son el novelista y el poeta. Ahí está el soneto “El novelista”, de Auden. Los poetas ‘arrasan como húsares’, pero el trabajo del novelista es estar con lo aburrido, lo feo, lo sucio. Desde su ser, tanto como le sea posible, entiende los males de todos. Para ser novelista debes convertirte en todos y los poetas nunca llegan a salir de sí mismos.

Me pregunto si Amis, como su padre, nunca ha escrito poesía.

                      He escrito y publicado un par de poemas. Siempre que Kingsley creía que se me iba de las manos, me decía: ‘no acabo de ver ese primer libro de poemas, lo intento, pero no lo veo; es muy desconcertante’.

Texto original en inglés: Aquí