El nombre de Richard Ford siempre me ha sonado a presidente de Estados Unidos, aún cuando de Gerald a Richard haya una distancia considerable. El escritor me asaltó una tarde de hace ya varios años, en una de las bibliotecas madrileñas adonde iba a buscar refugio de mí mismo. Por azar y sin ninguna referencia agarré un libraco del estante que tenía el sospechoso título –por la referencia a una peli de estas apocalípticas y que algunos justifican con lo de “pasar el rato” como si hubiera ratos que no se consideraran parte de la vida, sino algo que debe ocurrir de prisa, un mal trago- de “El día de la independencia”.
“El día de la independencia” -y lo cito como detalle curioso más que como prueba de algo- obtuvo los premios Pullitzer y Pen/Faulkner y es otro intento quizás de alcanzar esa quimera narrativa norteamericana de escribir la Gran Novela Americana que sueñan –o eso parece- casi todos los escritores de primera línea. Es una buena novela, quizás una gran novela, pero no es el tema de este post. Si la suerte, la oportunidad y el entusiasmo así lo quieren, en algún momento escribiré algo del libro, de Frank Bascombe y sus intentos de resistir al mundo, el mismo Frank Bascombe que antes había sido periodista deportivo y que ahora vende casas, que intenta redimir su paternidad con un viaje con la hija sobreviviente. Ese libro donde “casi” no pasa nada porque la mayoría de las cosas ya han pasado o están por pasar y que es tan delicioso de leer. Sí, algún día habría que escribir de ello y pensar que a alguien le interesaría el asunto.
Decía que me encontré con Richard Ford hace años y por casualidad. Por entonces leí el libro antes mencionado, “El periodista deportivo” y “Rock Spring”. Pero hace un mes o dos, leyendo la novela inédita de un amigo, me acordé de nuevo de él. Lo he pensado bastante, he querido encontrar por qué una cosa me llevó a la otra, pero no encuentro ninguna causa razonable. Ni trama ni estilo ni personajes de la novela de mi amigo hacían referencia a la escritura de Richard Ford. Sin embargo, allí estaba yo, acordándome del norteamericano cuando leía las idas y venidas de un emigrante cubano en Madrid. (No lo cito porque no he tenido ocasión de solicitar permiso, o lo que haya que solicitar en estos casos, pero sí me atrevo a decir que el manuscrito es uno de los libros más cerrados y completos de un par de generaciones de escritores cubanos y que la suya es una voz que seguramente nos deparará alguna agradable sorpresa.)
Recordé a Richard Ford y pensé que era un buen momento para leer algún otro libro suyo, “Acción de Gracia”, por ejemplo, tercera parte de la trilogía de Frank Bascombe. Salí a buscar el libro, pero no lo pude encontrar, así que eché mano a este “De mujeres con hombres” y me he felicitado por tener suerte algún día, aunque no sea aquel cuando juego La Primitiva.
“El día de la independencia” -y lo cito como detalle curioso más que como prueba de algo- obtuvo los premios Pullitzer y Pen/Faulkner y es otro intento quizás de alcanzar esa quimera narrativa norteamericana de escribir la Gran Novela Americana que sueñan –o eso parece- casi todos los escritores de primera línea. Es una buena novela, quizás una gran novela, pero no es el tema de este post. Si la suerte, la oportunidad y el entusiasmo así lo quieren, en algún momento escribiré algo del libro, de Frank Bascombe y sus intentos de resistir al mundo, el mismo Frank Bascombe que antes había sido periodista deportivo y que ahora vende casas, que intenta redimir su paternidad con un viaje con la hija sobreviviente. Ese libro donde “casi” no pasa nada porque la mayoría de las cosas ya han pasado o están por pasar y que es tan delicioso de leer. Sí, algún día habría que escribir de ello y pensar que a alguien le interesaría el asunto.
Decía que me encontré con Richard Ford hace años y por casualidad. Por entonces leí el libro antes mencionado, “El periodista deportivo” y “Rock Spring”. Pero hace un mes o dos, leyendo la novela inédita de un amigo, me acordé de nuevo de él. Lo he pensado bastante, he querido encontrar por qué una cosa me llevó a la otra, pero no encuentro ninguna causa razonable. Ni trama ni estilo ni personajes de la novela de mi amigo hacían referencia a la escritura de Richard Ford. Sin embargo, allí estaba yo, acordándome del norteamericano cuando leía las idas y venidas de un emigrante cubano en Madrid. (No lo cito porque no he tenido ocasión de solicitar permiso, o lo que haya que solicitar en estos casos, pero sí me atrevo a decir que el manuscrito es uno de los libros más cerrados y completos de un par de generaciones de escritores cubanos y que la suya es una voz que seguramente nos deparará alguna agradable sorpresa.)
Recordé a Richard Ford y pensé que era un buen momento para leer algún otro libro suyo, “Acción de Gracia”, por ejemplo, tercera parte de la trilogía de Frank Bascombe. Salí a buscar el libro, pero no lo pude encontrar, así que eché mano a este “De mujeres con hombres” y me he felicitado por tener suerte algún día, aunque no sea aquel cuando juego La Primitiva.
“De mujeres con hombres” es un libro de relatos. Es un libro con tres relatos: “El mujeriego”, “Celos” y “Occidentales”. Los tres cuentos tratan de lo mismo: de las búsquedas, de los fracasos, de los caminos sin salida, del ridículo como actitud inaplazable, de las incongruencias que nos nutren, de las pequeñeces que ligeramente nos contentan o nos deprimen con radicalidad.
En “El mujeriego”, Ford nos adentra en un personaje que todos querríamos evitar llegar a ser, un hombre que en un momento determinado llega a descubrir que ha estado demasiado seguro de sí mismo, que ninguna de las cuestiones que tenía como verdades personales lo son, a quien “se le había ocurrido pensar, por supuesto, que a lo peor lo que era en realidad era un cobarde rastrero y mentiroso sin el coraje suficiente para enfrentarse a una vida en soledad; un hombre que no valía para quedarse solo en un mundo complejo y llenos de las consecuencias de sus propios actos. Aunque éste no dejaba de ser también un modo convencional de entender la vida, otra concepción, y sabía que no debía caer en ella”. Austin se ha creado otro yo alejado de lo que le dice el espejo y de pronto se da de lleno contra él. Por momentos cree que "su amor por Barbara” –la esposa que le espera en Chicago- “merecía mucho más. Había en él una fuerza demasiado vital, demasiado plena, lo cual quería decir algo, lo cual significaba algo importante y perdurable. Era de esta fuerza -intuía- de la que hablaban las grandes novelas que en el mundo habían sido”. Y mientras se inventa una especie de amor inexplicable por la parisina esquiva que sabemos alejada de los sueños que él parece anisar, residente de otro mundo, otras expectativas, otras verdades. Todo acaba y Ford pone tangencialmente en boca de Austin estas preguntas que alguna vez, quizás, nos hemos hecho: “¿Cómo podía uno poner en orden su vida, causar poco daño y continuar unido a otras personas? Y, en tal contexto, (…) si estar como fijado en uno mismo no constituiría sino un malentendido…”.
“Celos”, en apenas 44 páginas, nos presenta a un chico de diecisiete años atrapado en una ruptura familiar inusual y sus descubrimientos de tantas cosas que siempre estuvieron allí y él nunca supo. Lawrence viaja con su tía Doris a encontrarse con su madre, presencian la muerte de un hombre y conversan y respiran y se descubren. La certidumbre de que ya nada va a ser como antes. “¿Que qué creo yo que va a pasar? Depende del momento que atraviesen y de si existen o no terceras personas. Si tu madre, por ejemplo, tiene un amigo joven y guapo en Seattle o si tu padre tiene una amiga, (…) entonces sí tenemos un problema. Pero si logran aguantar el tiempo suficiente para llegar a sentirse solos, entonces probablemente se arreglarán, aunque me temo que ninguno de los dos quiere aguantar demasiado tiempo”. Y Lawrence sigue descubriendo: que su tía pudo llegarse a casar con su padre, que su tía le puede provocar una erección, que su tía siente celos de su padre, celos que necesita aplacar con aguardiente y que la llevan al tugurio donde presenciarán la muerte a balazos de un hombre con el que habían estado hablando minutos atrás. Lawrence aprende, crece y termina extenuado sabiendo que apenas está comenzando: “al cabo de un rato debí de dejar de respirar durante unos segundos, porque el corazón me empezó a martillear dentro del pecho, y tuve esa sensación que sientes cuando te ahogas y ves que la vida se te escapa por momentos –rápida, velozmente, segundo a segundo-, y tienes que hacer algo para salvarte, pero no puedes, y sólo entonces recuerdas que eres tú quien lo está causando todo, y que sólo tú puedes detenerlo.”
“Occidentales” relata las vivencias de una pareja llegada a un París invernal e inhóspito, que es abandonada por quienes los habían invitado –Matthews esperaba trabajar en la traducción al francés de su novela, vivir el glamur de París de la mano de su editor, sentirse acogido por la bohemia y el recuerdo de tantos y tantos sitios literariamente vividos, verse tentado a quedarse a vivir allí. La ciudad, repleta de turistas alemanes y japoneses y abandonada por los autóctonos en las fiestas navideñas es el marco ideal para lo lúgubre. Matthews repasa la separación de su mujer, el alejamiento de su pequeña hija, la relación inusual que mantiene con Helen –ex alumna, ex enferma de cáncer-, su decisión de dejar la enseñanza para dedicarse a otras cosas, escribir quizás, seguir replicando la inmiscusión en la vida de los demás, en la de su ex mujer, en la de la propia Helen, intuyendo, sabiendo que “la gente, con toda probabilidad, no alberga sentimientos demasiado amables respecto a verse reflejada en las obras de ficción de los demás. Era una cuestión -se daba cuenta- de poder y autoridad: verse usurpado o robado abiertamente por otro, con fines -en el mejor de los casos- no más aviesos que la mera indiferencia.” Helen termina suicidándose en la habitación del hotel mientras él pasea por París. Seguramente es algo que lamenta, pero que no sufre. “De pronto cayó en cuenta de que se le había olvidado comprarle flores. Aquella mañana, durante su paseo, había pensado hacerlo, pero al final no lo había hecho. Otro error; cada vez que pensaba en ello el corazón le empezaba a latir con fuerza.” “Pero había aprendido algo. Había comenzado una nueva época en su vida. Porque sí existían épocas. Era algo incuestionable. Faltaban sólo dos días para Navidad. Al final Helen y él no habían compuesto la canción. Y sin embargo, extrañamente, todo habría acabado para Navidad”.
“Celos”, en apenas 44 páginas, nos presenta a un chico de diecisiete años atrapado en una ruptura familiar inusual y sus descubrimientos de tantas cosas que siempre estuvieron allí y él nunca supo. Lawrence viaja con su tía Doris a encontrarse con su madre, presencian la muerte de un hombre y conversan y respiran y se descubren. La certidumbre de que ya nada va a ser como antes. “¿Que qué creo yo que va a pasar? Depende del momento que atraviesen y de si existen o no terceras personas. Si tu madre, por ejemplo, tiene un amigo joven y guapo en Seattle o si tu padre tiene una amiga, (…) entonces sí tenemos un problema. Pero si logran aguantar el tiempo suficiente para llegar a sentirse solos, entonces probablemente se arreglarán, aunque me temo que ninguno de los dos quiere aguantar demasiado tiempo”. Y Lawrence sigue descubriendo: que su tía pudo llegarse a casar con su padre, que su tía le puede provocar una erección, que su tía siente celos de su padre, celos que necesita aplacar con aguardiente y que la llevan al tugurio donde presenciarán la muerte a balazos de un hombre con el que habían estado hablando minutos atrás. Lawrence aprende, crece y termina extenuado sabiendo que apenas está comenzando: “al cabo de un rato debí de dejar de respirar durante unos segundos, porque el corazón me empezó a martillear dentro del pecho, y tuve esa sensación que sientes cuando te ahogas y ves que la vida se te escapa por momentos –rápida, velozmente, segundo a segundo-, y tienes que hacer algo para salvarte, pero no puedes, y sólo entonces recuerdas que eres tú quien lo está causando todo, y que sólo tú puedes detenerlo.”
“Occidentales” relata las vivencias de una pareja llegada a un París invernal e inhóspito, que es abandonada por quienes los habían invitado –Matthews esperaba trabajar en la traducción al francés de su novela, vivir el glamur de París de la mano de su editor, sentirse acogido por la bohemia y el recuerdo de tantos y tantos sitios literariamente vividos, verse tentado a quedarse a vivir allí. La ciudad, repleta de turistas alemanes y japoneses y abandonada por los autóctonos en las fiestas navideñas es el marco ideal para lo lúgubre. Matthews repasa la separación de su mujer, el alejamiento de su pequeña hija, la relación inusual que mantiene con Helen –ex alumna, ex enferma de cáncer-, su decisión de dejar la enseñanza para dedicarse a otras cosas, escribir quizás, seguir replicando la inmiscusión en la vida de los demás, en la de su ex mujer, en la de la propia Helen, intuyendo, sabiendo que “la gente, con toda probabilidad, no alberga sentimientos demasiado amables respecto a verse reflejada en las obras de ficción de los demás. Era una cuestión -se daba cuenta- de poder y autoridad: verse usurpado o robado abiertamente por otro, con fines -en el mejor de los casos- no más aviesos que la mera indiferencia.” Helen termina suicidándose en la habitación del hotel mientras él pasea por París. Seguramente es algo que lamenta, pero que no sufre. “De pronto cayó en cuenta de que se le había olvidado comprarle flores. Aquella mañana, durante su paseo, había pensado hacerlo, pero al final no lo había hecho. Otro error; cada vez que pensaba en ello el corazón le empezaba a latir con fuerza.” “Pero había aprendido algo. Había comenzado una nueva época en su vida. Porque sí existían épocas. Era algo incuestionable. Faltaban sólo dos días para Navidad. Al final Helen y él no habían compuesto la canción. Y sin embargo, extrañamente, todo habría acabado para Navidad”.
Los tres relatos son fiel muestra de la obra de Ford. En la dicotomía de ganar por knock out o por puntos -símil pugilístico atribuido a Hemingway-, Ford vence por puntos, por muchos puntos, por puntos que van cayendo palabra tras palabra, frase tras frase, en esa victoria ya lograda de convertir lo que parecería trivial en una balsa de razonamientos, tristeza reprimida, enfrentamiento a la realidad de quiénes y qué somos.
Aún cuando los personajes principales de los relatos son hombres, el destino y la propia importancia de ellos están marcados por mujeres; esas mujeres que les superan siempre en autenticidad, madurez y paciencia.
De ahí quizás el título.
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