El término felicidad es tan impreciso como la mayoría de los conceptos ligados a los sentimientos. Se suele asociar, por ejemplo, a un estado de ánimo, a algo circunstancial y efímero. Si buscamos sinónimos de la palabra, encontramos: júbilo, alborozo, regocijo, entusiasmo, algazara, alegría, exaltación, gozo, placer… Todas ellas remiten a transitoriedad, a lapsos de tiempo de disfrute y no a un estado duradero. Porque creo que cuando hablamos de felicidad, de un estado genérico y, más o menos, duradero, pensamos en otra cosa, quizás en algo así como una felicidad filosófica, existencial, alejado de los ya mencionado estados de ánimo.
Aristóteles remitía a la felicidad como un estilo de vida, al ejercicio y desarrollo de las virtudes personales; Epicuro al equilibrio y la templanza; Slavoj Zizek lo plantea como paradoja, la felicidad como un asunto de opinión y no un hecho verdadero. No, no pretendo una aproximación pedante, son sólo un par de ejemplos de la variedad de posibilidades de afrontar el mismo concepto. Cada uno de nosotros es un filósofo. O mejor decir muchos de nosotros. Aquellos que se preguntan los por qué de muchas cosas e intentan encontrar respuestas más o menos alejadas de la superstición. De ese modo, si cada uno pensase en qué es para sí la felicidad y lo pudiera explicar y comunicar coherentemente, tendríamos millones de visiones diferentes.
Hace muchos años yo asociaba la felicidad con una imagen bucólica y cursi: una casa junto a un río, con árboles frutales al fondo, una gran mesa, miles de paquetes de folios que me encargaría de rellenar con ideas y propuestas geniales, una mujer que me abrazara por la espalda y quisiera fisgar qué estaba escribiendo. Hoy, está asociada con la paz, la tranquilidad mental, el equilibrio, la posibilidad de aceptar y negociar con mis fantasmas; la seguridad que sólo es posible a través de la aceptación y control de la verdad, esa verdad absoluta, tremenda, devastadora, que nos libera. En el transcurso de nuestras vidas somos muchas personas, cambiamos constantemente, somos un amasijo más complejo cada vez, dentro de otras complejidades vitales. Por tanto también varía nuestro concepto de felicidad, y otras muchísimas cosas.
Todos queremos ser felices. Todos decimos buscar la felicidad. En apariencia es así. Sin embargo, el ser humano, esta especie poco más desarrollada que cualquier simio que somos, se pasa gran parte de su tiempo luchando contra su propia felicidad. Hay una contradicción evidente en cada uno. Desearíamos ser felices, pero hacemos todo lo posible por no conseguirlo. Está siempre esa ocasión ofrecida, ese todo a nuestro favor, se dan ciertas condiciones que lo podrían facilitar y, visto desde fuera, podría incluso considerarse que es una tarea fácil. Pero resulta que lo fácil nos suele parece nimio, aburrido e insípido. Podríamos dar un par de pasos y alcanzar ese estado de felicidad existencial, esa posibilidad de sentirnos realizados, completos. Sabemos que es posible, lo rozamos… No, demasiado fácil. Por alguna razón, llegamos al convencimiento de que preferimos añadir algo más de sustancia, tensión, pimienta, adrenalina, aventura, sueños, visiones. La vía fácil para llegar a la felicidad habitualmente se desecha.
Todos decimos querer ser felices.
Todos, o la gran mayoría, se enfrasca en una laboriosa búsqueda de la infelicidad.
Ser felices es difícil, infelices no tanto.