Mi
bisabuelo -a quien conocí apenas, a quien llamaban Pancho el burro,
Pancho el isleño, Pancho el hijoeputa, etc.-, me contaron en su día, se
sentaba a comer sin lavarse las manos, con el olor de la tierra roja aún
en las manos. Mi bisabuela -a quien llamábamos Mamá, todos; a quien
íbamos cada año a cantarle feliz cumpleaños, por la noche, a bordo de un
camión que apenas podía subir las exiguas cuestas de la Sierra de los
Órganos- se quedó ciega con cincuentaitantos años y nunca supieron por
qué, ni siquiera se hicieron muchas preguntas, eran cosas que pasaban.
Mi abuelo se fugó con mi abuela de casa de Pancho el hijoeputa, usando
como medio de transporte una yegua medio enana, la misma que usaba para
ir de casa en casa a cortar el pelo de los guajiros, de pueblo en pueblo
para tocar el güiro en una orquestica que amenizaba bodas, bautizos y
comuniones. En casa de mis otros abuelos, sopa y boniato eran un
banquete.
Tuve quince tíos, cuarenta primos. Algunos han muerto, otros siguen vivos. A unos y a otros no los veo hace ya demasiados años.
Cuando tenía 14 años, mi madre trabajaba de criada -sirvienta o como sea mejor decirlo-, después fue maestra, muchos años. Mi padre trabajó en el campo con su abuelo y criaba palomas. Un día se hartó y se fue a la ciudad a trabajar en una perrera. Se hizo albañil, capataz, técnico en obras industriales. Cuando le dio el infarto que terminaría con su vida, estaba trabajando, levantando paredes, que era lo que mejor sabía hacer.
Tengo un primo que es como mi hermano, crecimos juntos, nos peleamos de cuando en vez, entre nosotros y contra otros, juntos, nos emborrachamos demasiadas veces, juntos. Tengo un hermano que no sabe que le quiero, o sí lo sabe o lo intuye. Tengo otro hermano que nació el mismo año que yo, nos hemos visto crecer, hacernos adultos, nos hemos soportado, nos hemos observado tranquilamente en momentos muy jodidos y en momentos mejores, nos hemos dicho, o quizás sugerido algún consejo: aprieta el culo y dale a los pedales. Y no hay consejo mejor.
Cuando tenía once años, fui a buscarle a mi abuela un paquete de tabacos. Iba en mi bici con ruedas de 20 pulgadas. Me detuve un momento porque había una pelea. Vi como a un hombre le levantaban media cabeza con un machete. En una pelea tumultuaria vi a Alicia -una negra que tenía dos hijas preciosas, y una tercera no tan hermosa, pero que fue algo así como una novia-, tirarse encima una cazuela llena de alcohol encendido. El plan, presupongo, era usarlo como arma contra los adversarios, pero un traspiés o algo, la hizo tambalear y quemarse viva. Murió. En el instituto, Jose le corto el brazo a otro chico. Yo estaba por allí y me pidieron que recogiera el brazo. No pude. Fui testigo de una violación y no hice nada para impedirlo. Y G., la chica de la que estaba enamorado -ella a su vez estaba enamorada de un profesor del instituto-, me preguntó una vez por qué le había hecho algo que no le había hecho. Etcétera. Etcétera quiere decir que he visto, escuchado, vivido otras muchas cosas que me han ayudado a ser la persona que soy. Lo que sea que signifique "la persona que soy".
He sentido el cariño de los amigos, el amor de la familia y la soledad más absoluta. He dado un paso tras otro tras otro tras otros, hasta llegar aquí. Lo que sea que signifique "aquí". He hecho daño. Me han hecho daño. He sobrevivido, hasta hoy, de la mejor manera posible. Me ha sido útil haberme creado unas cuantas reglas elementales y ceñirme a ellas de la mejor manera posible. Reglas básicas, antiguas, del campo.
Soy
un tipo del campo, un guajiro con suerte que ha andado de aquí para
allá demasiado tiempo. Y, como tío sencillo y directo, lo único que
deseo es estar en paz conmigo mismo cuando me miro al espejo, saber a
quienes quiero, quienes me quieren y abrazarlos de cuando en vez, una
tarde cualquiera, sabiendo que no hay más fidelidad ni entereza ni
confianza ni sueños ni futuros, que ese abrazo.
Nada de lo anterior soy yo. Todo lo anterior es parte de mí.
Nada de lo anterior soy yo. Todo lo anterior es parte de mí.