Me empecé a interesar por el deporte a la misma edad que dejé de leer ciencia ficción. Por aquellas fechas tenía dos grandes mejores amigos: el físicamente mermado hasta la lástima que poseía una extensa colección numismática y la “Cosmonáutica. A-Z. Enciclopedia Soviética”; y el ex jugador de hockey sobre ruedas, prospecto de ciclista concienzudo, modelo atlético de las compañeras preadolescentes y guardián infranqueable de la falta de sentido del humor.
Teníamos trece años; decidí dejar de leer aquellos libros que nos hacía parecer lo que en realidad éramos -eso que actualmente llaman friqui- e intenté mis primeros acercamientos al deporte en un colchón de serrín donde algunos compañeros se entrenaban dos horas diarias sin ningún propósito aparte de saber cómo hacer una técnica de inmovilización para utilizar en el momento que alguien los importunara en demasía. Fui receptor del equipo de béisbol del instituto, lateral derecho del equipo de fútbol de la facultad y miembro del equipo de judo universitario. Y como siempre le sucede a quienes no llevan el asunto en la sangre, tienen tendencia a la obesidad, al alcoholismo o a la pereza, terminé mi carrera deportiva viendo las Olimpiadas por la televisión y quedando algún que otro domingo –cada vez más espaciados- para disputar un partido de algún deporte de equipo tranquilo y sin exigencias.
Me gusta el deporte, así, en general y sin exaltación. Sin embargo, comprendo a quienes no lo soportan, a quienes creen que es un sinsentido, una tomadura de pelo, un insulto a la inteligencia. El deporte, los deportes, son eso y mucho más. Valga el argumento repetido hasta la saciedad: ¿cómo puede resultar interesante un juego, por ejemplo, donde 22 personas adultas se organizan con cierta coherencia y destreza para pasar la pelota por un “arco” rectangular? O: ¿cómo se le pueden pagar 90 millones de dólares a Tiger Woods, 61 a Roger Federer o 60 a Floyd Mayweather Jr. por jugar, o sea, por llevar a cabo la representación de otra cosa, otra cosa más bien imprecisa, oculta y hasta, quizás, indecorosa?
Las sociedades se han encargado de sobrevalorar el deporte, sacarlo de lo que debería encarnar, convertirlo en otro asunto que es en lo que se suelen convertir estas cuestiones cuando en cada hoyo, set o knockout están en juegos muchos más intereses y millones de dólares de los que se puedan contar en una tarde.
En las Olimpiadas de Atlanta de 1996 un boxeador de Tonga nombrado Paea Wolfgramm consiguió la medalla de plata en la categoría de superpesados; el rey del país, en agradecimiento, le regaló una de las 169 islas que le pertenecen por encumbrar el nombre de su tierra. Los gobiernos totalitarios echan mano a los éxitos deportivos para enardecer el espíritu patriótico y nacionalista de los pueblos; recuérdense los juegos olímpicos de la Alemania Nazi, el mundial de fútbol de Argentina de 1978 o los triunfos de la Unión Soviética, Alemania Oriental o Cuba, cuyos gobernantes se encargaron siempre de equiparar a los éxitos del socialismo.
La sobrevaloración de los deportes conlleva a la de los deportistas, a su encumbramiento en figuras públicas, a que sean citados como ejemplos para los niños y en general para la sociedad. Un buen deportista es un ídolo, una marca, un símbolo, un semidiós. Y todo ello induce a que represente para ellos una gozosa carga y la exigencia de seguir siendo todas esas cosas; y un puntito más a su hazaña, una milésima de segundo menos a su record. Por eso, cuando no pueden o cuando se dan cuentan de que todo terminará en breve, echan manos a las trampas, los artificios y entre ellos el más recurrido: dopaje
El dopaje ayuda a hacer realidad el lema de olimpismo “más rápido, más alto, más fuerte”. Cada vez más rápido, cada vez más alto, cada vez más fuerte. La mera pretensión de no encontrar jamás una barrera biológica o física que ponga freno al motto de Pierre de Coubertin es una justificación ambigua para los Ben Johnson, los Justin Gatlin, los José Canseco o las Marta Domínguez.