Hay un tipo de humor que te provoca una franca carcajada. Hay otro que apenas te saca alguna sonrisa. Y está el más difícil, ese que te mantiene con un leve sentimiento de positividad, de “que bien me la estoy pasando”, quizás hasta de felicidad. Y mantener a un lector atado a ese tipo de sentimientos es difícil, mucho más si el personaje y centro de la historia es un tipo especialmente anodino.
Y yo me lo he pasado muy bien leyendo “La espantosa intimidad de Maxwell Sim”.
Por lo que parece, a Jonathan Coe se le acusa de ser un escritor ligero. Quizás le suceda por apostar y conseguir ese tono que transmite bienestar, aún cuando lo que nos esté contando sea, como es el caso de esta novela, la interioridad de un personaje que en cualquieras otras manos no podría hacer otra cosa que suicidarse, por su bien.
A Maxwell Sim lo ha abandonado su esposa recientemente, mantiene con su padre una relación peculiarmente lejana e incongruente, pasa por una depresión, vive en Watford. “Quiero decir que no es que Watford sea unos de esos sitios donde el mero hecho de vivir en ellos ya supone una razón para seguir viviendo, eso sería exagerar un poquito”.
Sim se ve envuelto en un viaje, como representante de una empresa de cepillos de dientes ecológicos, que le llevaría desde Londres a las islas Shetland. Y en ese viaje, en las sucesivas paradas que va haciendo, descubre cuestiones esenciales sobre su vida, la de sus padres y sus entornos. Eso además de estrechar gran amistad con Emma, la voz femenina del GPS del coche:
“—Por favor, continúe por la ruta destacada y comenzará la ayuda en ruta.
No fue tanto lo que dijo, sino cómo lo dijo.
A muchas personas, creo, les atraen otras sobre todo por su aspecto. Y, evidentemente, soy tan sensible a eso como cualquiera. Pero lo primero que encuentro realmente atractivo en una mujer, nueve de cada diez veces, es la voz. (…) Aquélla era, sencillamente, una voz bonita. Asombrosamente bonita. Probablemente la más bonita que había escuchado nunca. No me pidan que se la describa. Ya se habrán dado cuenta a estas alturas de que no se me dan muy bien esas cosas. (…) Tenía un toque ligeramente arrogante, supongo. Y un retintín que se podría haber descrito como un poco mandón. Pero, al mismo tiempo, era tranquilizadora, mesurada, y te inspiraba mucha confianza. Era imposible imaginarse a aquella voz enfadada. (…) Era una voz que te decía que todo estaba bien en el mundo; al menos, en el tuyo.”
A pesar de un final sin dudas equivocado (meta-ficción, autor conversa con personaje -cansa sólo referirse a ello-), Coe me ha gustado y me ha hecho disfrutar mucho de esta novela sobre la soledad.