La verdad en ninguna parte


Como hijo de un sistema totalitario, barahúnda inexplicable en la que nací y de la que tardé demasiado en escapar, hubo ciertos tópicos de los que me colgué y que provocan que ahora  mire a mi yo de veinte años atrás con esa ternura lastimera. 

Y uno de estos tópicos era el periodismo. Esa fuerza, ese cuarto poder, la representación dramatúrgica del reportero que muere mientras intenta captar una foto definitiva, el investigador que se sumerge en escándalos que cambiarán la historia, el columnista fiel, sino a la verdad, tema peliagudo, al menos a la sinceridad.

Sin embargo, siempre he tenido un defecto –no el único, por suerte-: soy un tipo curioso. 

Y es así como uno sabe que el reportero arriesga su vida por una foto exclusiva que redundará en su cuenta bancaria, o en su prestigio, que una cosa lleva a la otra, y viceversa; que el investigador se sumerge hasta que toca el asunto que molesta a su grupo mediático, su apoyo ideológico, a quienes ponen la pasta y regresa a la superficie empeñado en que se note su enfado; el columnista que manipula su sinceridad y dice una cosa si escribe para X, otra si escribe para Y, o le pasa por encima, porque el objeto es un amigo, es un buen tío o sencillamente le cae bien, un día se tomó un café con él, digamos, en la cafetería del Congreso.

Los periodistas –ya sé que las generalidades agreden, pero son necesarias y llevan implícitas excepciones- ocupan el segundo lugar de mi lista de despreciables. Es muy fácil comprarlos. Y no es que no se pueda comprar a un albañil o un ingeniero, sino que la repercusión es mayor, tanta como sus deseos de pasar por servidores de la verdad, independientes, sinceros, desinteresados, etc.. 


(Por cierto, los primeros de la lista son los escritores, se quieren más y se les compra con mayor facilidad; algunos se convierten incluso en ideólogos o banderas de esa idea que les paga.)

Por tanto, me echo unas risas conmigo mismo cada vez que escucho los plañidos de ciertos entornos cuando cierran un periódico o un canal de televisión despide a cuarenta periodistas. Y las risas no me las provoca el despido en sí, al final, son currantes que tendrán que comer, pagar el colegio de sus hijos, comprarles zapatos; sino la diferenciación que querrían hacer ver: no es lo mismo cerrar un fábrica que un periódico: el derecho a la información, la democracia, la imparcialidad, todas estas cosas que olvidaron mientras el periódico salía a diario gritando su defensa a un partido político, su odio a otro.

Y la verdad en ninguna parte.