Desconfía de los intrusos. Desconfía de
quienes no te respetan. Desconfía de quienes dicen ser tus amigos sin saber la
marca de whisky que bebes. Desconfía de la puerta y del portero, de la
sensibilidad planfetaría, de los íconos, todos ellos, de los ex-cualquiercosa.
Desconfía de quienes dicen que te desean el bien porque usualmente quienes de
verdad te lo desean, lo hacen con tal intensidad que no es necesario caer en la
reiteración de dejarlo evidente. Desconfía de quienes te dicen te quiero cuando
quieren decir te deseo, o ni eso. Desconfía del vecino que te da los buenos
días con ese tono de obligatoriedad cotidiana. Desconfía de quienes te
quisieron porque suelen ir por ahí abriendo brechas a los caminos. Desconfía de
quienes te querrán, porque en su temporalidad está el pecado (es un decir), y
desconfía del chocolate que te regalaron porque no significa lo que tú hubieses
querido que significara, y de la tortura, y del sexo tortura, y de lo contario.
Desconfía del cíclope y de la hipotenusa, de Homero y de Pitágoras. Desconfía del tendero que te vende el tabaco con una sonrisa, del camarero que
te pone una buena cerveza, y de la palmada en la espalda. Desconfía del espejo porque suele ser un traidor
hijo de puta.