Hambre

Me llega a través de contactos de facebook la noticia de una persona que inició una huelga de hambre hace varios días. Este hombre vive en España, es español, se llama Willy Uribe y su reclamo, a grandes rasgos y generalizando con todas las inconveniencias que ello conlleva, es ésta: el señor Uribe aspira a que su huelga de hambre sirva para liberar a un “extoxicómano” o “toxicómano rehabilitado” que ha entrado recientemente en prisión por un delito, supuestamente menor,  cometido hace tres años. 


En ocasiones, yo también he tenido esa sensación de que la Justicia es injusta (me ahorro eso de que la representan con los ojos vendados). Y éste, si los datos que se aportan son exactos, podría ser uno de ellos. Ni el más fragrante, ni el más inhumano, apenas eso, uno de ellos.

Una huelga de hambre remite siempre a un acto desesperado, una solución final, ese momento cuando un ser humano está dispuesto a perder  su único bien tangible por la consecución de un fin. Es una medida de fuerza que pretende saltarse todos los márgenes jurídicos, los procedimientos habituales, las leyes. No es una protesta, sino una acción ejercida contra alguien mientras nos hacemos daño, mientras nos dejamos morir. Con una huelga de hambre se exige que se pase por encima a la Justicia por algo que el huelguista considera vital, tanto que está dispuesto a jugarse la vida para que la otra parte, en caso de que ocurra la muerte, tenga que cargar con la culpa, incluso la responsabilidad del suicidio. Una huelga de hambre es como aquellos monjes quemándose a lo bonzo, pero menos dramático, más despacio, con más calma, dispuestos a morir, pero mejor si no.

Esa medida extrema llevada a cabo por un tercero, por alguien que no sufre la situación desesperada por la que se puede llegar a dar la vida, resulta siempre sospechosa. La banalización del objetivo de una huelga de hambre disminuye su efecto publicitario, su capacidad de recorrido, su posibilidad de convertirse en tema de alcance en la prensa, las redes sociales, los medios de difusión; y, por tanto, en asunto de interés general y materia política. Quiero decir, marcarse como objetivo de cualquier protesta, no ya de una de estas características, la excarcelación de una persona que ha delinquido y ha sido sorprendida delinquiendo es un poco, digamos, excéntrico.

Porque, aunque nos pongamos magníficos reclamando la función rehabilitadora de la Justicia, en el fondo todos sabemos que va de venganza y orden: la manera que se ha dado la sociedad para evitar que andemos librando cada cual pequeñas guerras, y para dar ejemplo de que quien hace un mal –lo que la sociedad ha considerado un mal–, podría terminar pagándolo si no es lo suficientemente listo. No sirve invocar otros casos –policías, políticos, detentadores de algún poder–, otros indultos, porque entonces tendríamos que ser consecuentes y protestar éstos, combatir la injusticia detectada y no pedir que se generalice, no hacer generalidad de las excepciones, no propiciar el hedor de las corruptelas. Propongo que alguien comience una huelga de hambre en contra de esos indultos, esos que quiebran las bases, las raíces de la convivencia y la Justicia. Si no fuera glotón –gula, sabroso pecado– o no supiera lo que es sobrevivir una hambruna, quizás hasta lo pensaría un minuto o dos.

Se dice que la media de sobrevivencia de un cuerpo sin alimentarse es de tres semanas. Si Willy Uribe está llevando a cabo una huelga de hambre de verdad y no una de esas fantochadas a las que por desgracia nos tienen habituados aquí y allá, le deseo sólo dos cosas: que la deje –y que de paso esos amigos que tanto lo apoyan dejen de hacer el Poncio Pilatos y lo tienten con algún entrecot o unos mariscos de su tierra, en lugar de esperar a tener un mártir propio– y busque  otras maneras más objetivas, racionales o productivas de combatir las injusticias;  el segundo deseo es que consiga su meta.

Si fuera una fantochada, nada, el tiempo dirá.