La cultura estadounidense, la sociedad, tiene un sueño colectivo, un sujeto que se levanta como símbolo colectivo. Lo llaman self made man, y el término se explica por sí mismo.
Apartando las exageraciones propias de las circunstancias que han querido comparar a Steve Jobs con, por ejemplo, Einstein, hace ya algún tiempo la sensiblería general ha iconizado a Jobs.
Adopción, garaje, páncreas. Términos que inciden en esa terminología del martirologio, la admiración y la envidia.
Admiro a Steve Jobs, su desenfadado estética de rockero tardío, su sagacidad comercial (con regularidad se contrapone Apple a Microsoft; yo creo que la contraposión es más aguda entre Apple y Google, la empresa que lo cobra todo y la empresa que ofrece todo gratis, ambos, entiéndase, como reclamo), la capacidad de hacer aparatitos y que la gente se una a ellos tanto o más que a sus riñones.
De ahí a que la muerte de Jobs haya tenido un seguimiento tan masivo (todos los periódicos de circulación nacional en España, por ejemplo, llevan la noticia en portada, en algunos la noticia es toda la portada) contiene un matiz de exageración y de la conciencia snob de occidente.