Sí, sí. Yo, como casi todos, recuerdo lo que hacía el 11 de septiembre de 2001.
Estaba borracho. Un borrachera que duraba ya entre siete y diez días, justificada -excusa más bien- por la despedida de mi amigo A.. Cuando nos avisaron de que algo gordo estaba ocurriendo en Manhattam estaba yo en medio del atraco de su biblioteca y estuvimos mirando la transmisión de los sucesos en la recepción de un hotel porque los canales cubanos no habían comenzado aún a tratar el tema.
Lo sabido: incredulidad, horror, más incredulidad, más horror, ese horror en vivo y déspota que te obliga a seguir mirando a la pantalla.
Sin embargo, lo que más recuerdo de ese día es la imagen de A., de vuelta a su casa, después de aventurar consultas en el aeropuerto sobre su viaje -fuga detalladamente planificada, como si se tratase de escapar de una prisión o exactamente porque lo era- que debía ocurrir al día siguiente. El alcohol y la zozobra fueron embotando poco a poco la peculiar vivacidad de A. hasta que se quedó suavemente dormido frente a la tele, frente al fuego, el desplome y los cuerpos que caían de las torres como granos de un recipiente rebasado.
The Sphere, del alemán Fritz Koeniges, escultura de veinticinco metros compuesta por cincuenta y dos segmentos de bronce que sobrevivieron bajo los escombros del Word Trade Canter, se exhibe en Battery Park. |
Con el paso de los años, siendo descreido de teorías conspiratorias que podrían aportar un poco de interés al asunto, los once de septiembre se han ido convirtiendo en una monótona repetición de imagenes, relatos, análisis, homenajes: ¿qué hacía usted? ¿qué cambió en el mundo? ¿cómo se puede luchar contra...?
Y resulta que me ocurre lo que a A. aquel día y me voy quedando suavemente dormido ante el horror repetidísimo y por tanto menos horroroso. La evidente intención de los medios de hacernos revivir el dolor logra, al menos en mi caso, una renuncia evidente.