Eso de amarnos


"El rapto de Proserpina" (detalle), Gian Lorenzo Bernin

   El espíritu cristiano –y no sólo católico, por cierto-, esa quimera de occidente más bien falsa, mencionada y repetida, poco creíble, confluye con otras ideologías religiosas en un acercamiento casi despiadado al concepto del amor.

En lengua española al menos, la palabra amor tiene una connotación hiperbólica, algo así como  querer con exageración; además de acarrear más de una connotación sexual. De ese modo, una sentencia del tipo “amaros los unos a los otros” requiere, cuando menos, unos minutos de consideración.


"Va contra natura amar a todo el mundo indiscriminadamente", decían los guionistas de House en boca del doctor. Porque se sabe que amar a una única persona es extenuante, y cuando el amor se cura, uno se suele sentir liberado. No poseemos la energía suficiente para amar a, pongamos, todos los miembros de la familia. La extenuación de mantener esa intensidad de cariño nos mataría.

¿Cómo podemos, entonces, amar a todo el mundo, indiscriminadamente?

No podemos. No se puede amar a diez, cien, siete personas y conservar el juicio.

Sin embargo, sí es relativamente sencillo odiar a diez, cien, mil personas. El odio se nos ha presentado como una emoción mucho más sencilla y fiel.

El sentimiento gremial de la sociedad, el sentido de pertenencia a algún grupo es siempre en contraposición a otros: a otro equipo de fútbol, otra clase social, otra raza, otra ideología, otra estética, otro nivel cultural…

Si, por otra parte, con la frase la intención real fue –eh, que todo es posible-: “follaos los unos a los otros”, podemos considerarlo un predicamento masivamente secundado.

Y no es que involucionemos, flagelémonos lo mínimo, sino que la cosa siempre ha funcionado así. 

Al menos hoy está bien visto que la gente amague con aparentar que se quiere. Incluso parecemos dispuestos a hacer como que nos amamos unos a otros, que nos amamos con todo el odio del que somos capaces.