El soldado búlgaro

En 1935, Theodor Ramdom, un carpintero que sirvió en la I Guerra Mundial, se aventuró a escribir unas memorias sobre su participación en la guerra y, en general, sobre su vida, antes y después de ser llamado a filas. El libro se titulaba "Band Saw" –en realidad se titula, porque aún existe, en una redición del año 1997 de la editorial galesa Bloodaxe, habitualmente centrada en la publicación de libros de poesía.

Remito a este libro en particular porque en estos días he recordado una anécdota que se narra ahí. Se trata de la narración de una batalla en la que las tropas británicas cargaron apenas sin municiones contra el enemigo y que finalizó en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, bayoneta contra bayoneta:

“El sargento dio un grito desgarrador cuando uno de los nuestros lo detuvo. No quedaba ningún enemigo, pero el sargento seguía blandiendo el fusil, atacando con fiereza, lanzando andanadas de ira al aire. Cuando reconoció al soldado que se le había acercado pidió perdón y se arrodilló apoyado en su fusil. De la bayoneta colgaban restos de tejidos humanos, su barba tenían un raro aspecto, como de lodo, lodo rojo."
"Estuvimos alrededor de aquel puente cuatro días más. Soportamos el olor de los enemigos muertos mientras comíamos, reíamos o soñábamos con volver a casa. Cuando llegó la orden de seguir camino, al pasar por una pequeña colina, apreciamos el paisaje que dejábamos atrás. Cientos y cientos de cadáveres, cada cual en una pose diferente: dignos, ridículos, todos sorprendidos por una de nuestras balas o nuestras bayonetas."
"Entonces escuchamos unos gritos que surgían de entre los muertos y vimos una mano que se movía allá. El sargento y otros dos hombres se acercaron y cuando regresaron trajeron un herido a hombros. Era un soldado búlgaro que había logrado sobrevivir a nuestra acampada de cuatro días, a las heridas que tenía en el pecho, al hambre, la sed y la desesperación. Muchos soldados se disputaban ya la oportunidad de rematarlo, pero el sargento les dejó claro que respondía por la vida de aquel hombre. Quienes lo habíamos visto matar a decenas de ellos unos días atrás no comprendimos el celo con el que el sargento custodió la vida del soldado búlgaro. El sargento no dijo nada hasta mucho rato después. Dijo: si no hacemos lo necesario para que este hombre siga con vida, jamás me lo perdonaré. Esta vida servirá para que, un día, logre sentirme un buen hombre de nuevo.”


Días atrás, en medio de una conversación quizás demasiado subida de tono, he intentado decir que nadie es bueno ni malo, que todos somos un poco de lo uno y un poco de lo otro, en dependencia de quién lo contemple o a qué situación sea abocado. Sin embargo, mi interlocutor me dijo que parara de decir tonterías. Y yo me callé, no porque creyera que fuera una tontería sino porque sabía que no lo iba a entender, no quería, no podía verse enmarcado en la posibilidad de figurar como una persona que, en determinada circunstancia, puede comportarse de manera horrible.

Es el poco favor que la sensiblería –y no confundir, por favor, con sensibilidad- y todos los lugares comunes que vienen aparejados, le están haciendo padecer a nuestra época. La amalgama de símbolos fútiles que nos transmitimos a diario unos a otros, ha hecho que lo socialmente aceptado o reconocido como bueno se convierta en una representación particular de cada cual, o del grupo al que creemos pertenecer. Yo (nosotros), los buenos; ustedes, ellos, los malos. Ñoñería colectiva. Eso de poner el grito en el cielo por lo malo que son los demás, por la injusticia que padecemos, nosotros tan buenos, tan leales, tan justos.

Lamento echarle a perder la merienda, pero le aseguro que usted, tanto como yo, es un gran hijo de puta. No quiero decir que lo sea en general, a todas horas, sino que cuando la ocasión así lo determina usted sabe ser tan mala personas como eso sea posible.

Lo único que marca alguna ligera diferencia, es que algunos, de vez en vez, intentan salvar una vida que les redima, que les permita soñar con volver a ser, algún día, una buena persona.