Lástima (una ficción)


     ¿Cuánto tiempo había pasado? Apenas unos ocho o nueve meses. Pero parecían años, muchos años.
  Me ocurría con frecuencia, últimamente. Hablar del tiempo. Pensar en el tiempo. Me estaba haciendo viejo. No dicho así, no como un proceso, sino que, de golpe, me estaba haciendo viejo. Un día te quieres comer el mundo, te ves invencible e inmortal -aunque sepas que es una ilusión, y lo sabes de sobra- y un rato después te das cuenta de esos pitidos en el pecho que aumentan en lugar de mitigar, que los dedos meñiques se comienzan a arquear ligeramente y duelen si los fuerzas a estar en el que era su sitio, o que ya te cuesta subir determinada cantidad de escalones. Me había sorprendido varias veces discutiendo conmigo mismo ese asunto de que la duración del tiempo es menor según avanza la vida. Me decía que era algo inexplicable, rayando la superstición, recovecos del cerebro y su inconmensurabilidad; me respondía que seguramente había una explicación natural, muy elemental, que desconocía pero que habría de existir, sin dudas.
  Así que aquella mañana, de pie frente a la máquina de tabaco que no quería aceptar monedas de dos euros, tuve que detenerme a sacar la cuenta. Sólo ocho meses. Ella me vio, pero no giró la cabeza. Miró un par de veces de reojo y siguió agitando el cortado. Me resultó extraño verla allí. No encajaba con los pocos clientes del bar, no era, digamos, su sitio. Me hubiese encajado más en la cafetería que estaba al lado, con su mostrador repleto de pastas y bocadillos y panes de masa madre malteada, de multicereales con centeno, o con semillas de amapolas, centeno, soja, avena. El bar donde estaba lo llevaba un chino y era el tipo de sitio donde si alguien pedía un marie brizard, un anís, incluso un coñac, a las seis y media de la mañana, no se le miraba raro.
  Estaba… diferente. ¿Sabes esas personas que dejas de frecuentar durante años y cuando las vuelves a ver las reconoces, pero son sólo un ápice de aquellos quienes fueron, un vestigio? Ella era un vestigio de aquella otra persona con quien había convivido, un ápice de aquel cuerpo que yo había tocado, de aquel espíritu que llegué a comprender con suficiente precisión. No me refiero a que hubiese envejecido o que no fuera tan atractiva, de hecho, se veía muy bien a pesar de insistir en alisarse un pelo que, de natural, llevaba rizado y casaba mejor con su carácter. Imagina que pudieras coger un objeto cualquiera, descomponerlo a un nivel muy pequeño, subatómico y, una vez descompuesto, rehacerlo. Es posible que, si tuviéramos una tecnología capaz de hacerlo, el objeto volvería a tener la misma apariencia, pero no sería exactamente igual, sería otro objeto. Como en los productos de una cadena de montaje donde se usan la misma materia prima, los mismos accesorios, los mismos procedimientos y ninguno es exacto al otro. Si vas a una tienda cualquiera, verás que quienes se van a comprar, digamos, una cafetera, no cogen la primera de la fila sino que examinan al menos un par, las observan, palpan y se deciden por una. Esas personas no sabrían señalar una sola diferencia entre la cafetera que ha escogido y la que ha desechado, sin embargo saben que son diferentes.
  De un modo similar yo supe aquella mañana que ella era una persona diferente, que posiblemente, de una manera metafórica, la habían descompuesto y rehecho. ¿Quién lo habría hecho? ¿Alguna circunstancia fatal reciente, la recuperación de la seguridad en sí misma, una pena insondable, una alegría irreprimible, algo específico y tangible, o más bien espiritual, el encuentro con su Yo Superior, la revelación de las verdades del péndulo, u otro de esos asuntos en los que solía creer? ¿O sencillamente era una decisión, esa que cargan algunas personas cuando, por un motivo u otro, deciden que ya es suficiente con ser ellos mismos, quieren cambiar, renacer, ser una nueva persona?
  Sali del bar sin comprar mi tabaco. Pero me quedé cerca, en la parada de autobuses de enfrente, intentando pasar desapercibido. La vi terminar su café, pagar y hacerse sitio en una de las tragaperras. Al principio, pensé que echaría un par de monedas para probar suerte y seguiría su camino, pero no tardé en darme cuenta de que se lo tomaba un poco más en serio, que ponía esfuerzos, se contrariaba, hacía un hincapié que trascendía el mero pasatiempo. Estuvo una hora y media frente a la máquina, yo estuve el mismo tiempo dejando pasar autobuses. Encendió un cigarrillo al salir, miró a ambos lados de la acera como si estuviera decidiendo en aquel momento hacia donde iría y se alejó andando de prisa calle arriba.
  Esperé unos minutos y volví a entrar al bar. Le pedí un café con leche al camarero y le pregunta si la mujer que había estado en la tragaperras solía ir habitualmente por allí.
  -Todos los días. Siempre mucho tiempo en la máquina. Nunca ganar nada -me dijo el chino, y sonrió.
  No me gusta sentir lástima, lo considero agenciarse la superioridad, una superioridad falsa y contraproducente que nos hace creer que tenemos derecho a sentirnos mal por otra persona, a veces sin que seamos conscientes de que, posiblemente, en alguna circunstancia, esa persona pueda sentir lo mismo por ti aunque no te creas merecedor de ello. Pero mientras me bebía el café con leche aquella mañana, sentí una lástima tan amplia y confusa que me ahogó y estuvo muy cerca de hacerme brotar una lágrima. Sí, sentí lástima por ella, pero también sentí lástima por las cosas que yo le había hecho, y sentí lástima de mí mismo, y de las cosas que ella me había hecho, y lástima por la ocasión perdida, y por las  oportunidades olvidadas, y lástima por las nuevas personas que habían aparecido o aparecerían en nuestras vidas, la suya y la mía, porque no sabían de lo que éramos capaces ni serían conscientes nunca de la apariencia ingenua que suele tener la maldad.
  Salí en la misma dirección que había tomado ella. Nunca más la volví a ver.