A propósito de Paul Auster, recordaba hoy que hace ya algún tiempo escribí esto.
En póquer, el bluff es una apuesta a la que se arriesga un jugador teniendo una mano inferior a la que quiere hacer ver. Es una acción válida en algunas ocasiones ya que puede inducir a pensar a otros jugadores que se tiene una mano dominante y declinar la apuesta.
En 2006, el jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras otorgó su premio al escritor norteamericano Paul Auster. El acta del jurado concluía de esta manera: “Con su exploración de nuevos ámbitos de la realidad, Auster ha conseguido atraer a jóvenes lectores al dar un testimonio estéticamente muy valioso de los problemas individuales y colectivos de nuestro tiempo”.
Debo reconocer que hasta ese momento no había leído ningún libro de este escritor. Su nombre desprendía cierto tufo incomprensible e inexplicable que me obligaba a aplazar sus libros para algún momento impreciso. Sin embargo, cuando le fue otorgado este premio y supe que los otros finalistas al galardón habían sido el también norteamericano Philip Roth y el israelí Amos Oz, me pregunté que ofrecía Auster en sus libros para convencer al jurado.
Es sabido que los premios no deberían legitimar per se a los premiados. Recurrentes son las listas –demasiado extensas- de autores de extrema relevancia a los que no se les otorgó u otorga éste o aquel premio; del mismo modo lo son aquellas listas de escritores que bordean la mediocridad y han sido recompensados con premios como el Nobel, el Cervantes y otros.
Los premios no deberían legitimar a los premiados, pero lo hacen porque solemos caer en la trampa de creer que el problema lo tenemos nosotros, de acuñar la sentencia de: algo tendrá aunque yo no sepa qué. Y así uno se deja convencer, se pone a la labor y muchas veces se pregunta por qué no le hizo caso a aquel tufo incomprensible e inexplicable.
La obra narrativa de Paul Auster se inicia en 1985 con la publicación de “Ciudad de cristal” –por razones de índole profiláctica no tengo en cuenta “Jugada de presión”, publicada bajo seudónimo en 1976-, la primera parte de lo que terminaría siendo “La trilogía de Nueva York”. En los libros de la trilogía, Auster expone las rutas por donde discurriría la mayor parte de la narrativa: alusiones y sedimentos de la novela negra; predilección por el absurdo y, fundamentalmente, la fuerza del azar como leitmotiv; y el juego en los límites mismos entre realidad (realidad ficcionada) y ficción. Pero no sólo las expone sino que las desarrolla plenamente y, aunque en sus trabajos posteriores insista en recurrir a ellas, las agota.
El Paul Auster de “La trilogía de Nueva York" es un escritor interesante, correcto y en el que se intuyen gestos que incitan al lector a esperar grandes cosas en posteriores aventuras narrativas. Sin embargo, no sólo no vuelve a estar a la altura de estos primeros libros, sino que su obra declina según aparece cada nuevo libro, como si el autor se empeñara en hacerlo cada vez peor, como si en eso consistiera la intención última de su escritura.
Se podría hablar de tres momentos en su obra. El primero desde 1985 hasta 1990, momento en el que publica "La música del azar" -o quizás se pueda ampliar hasta 1992 ("Leviatán"). El segundo abarcaría los libros "Mr. Vértigo" (1994), "Tombuctú" (1999) y "El libro de las ilusiones" (2002). El tercero comenzaría con "La noche del oráculo" hasta su última "Sunset Park" (2009).
En la primera etapa nos encontramos con el escritor que sorprende, que aparenta arrojo y ambición, que está a punto de encontrar su voz, su estilo. "El país de las últimas cosas" y "La música del azar" -principalmente esta última, una exquisita fábula absurda- son libros logrados y que logran entusiasmar. "Leviatán" tiene momentos significativos y logra tejer una red de sucesos y tensiones satisfactorios. Después de leer estas novelas uno siente la tentación de buscar más, pero lo cierto es que lo aconsejable sería dejar de leer a Auster en ese momento, cerrar "Leviatán" y no esperar nada más, evitarnos lo que está por venir.
En la segunda etapa de esta partición casi arbitraria, los mencionados tres libros publicados desde 1994 a 2002, la prosa de Auster se achanta, se conforma en la revisión de los temas ya tratados como si ya se hubieran encargado de convencerle que el éxito de su obra se basa en el gran asunto de azar como punto de inflexión y de la cercanía estilística con Beckett o DeLillo. Sus libros comienzan a aburrir por recurrentes aún cuando algunos fragmentos nos recuerdan el escritor que ha sido y de quien se puede esperar algo más, algo que ya se recibiría con el rango de sorpresa.
No hay sorpresa. O sí, que con cada nueva publicación su narrativa se vuelve cada vez más tediosa, cada vez más aburrida, cada vez más vacía: un atraco a las expectativas. "La noche del oráculo", "Brooklyn Follies" o "Un hombre en la oscuridad" son un castigo para los lectores habituales. Textos de tanta insignificancia, terminados con tanta dejadez, llenos de tanto vacío no se la admitiría siquiera al más inédito de los escritores.
Ilustración de Pablo García |
Un bluff llamado Paul Auster
En póquer, el bluff es una apuesta a la que se arriesga un jugador teniendo una mano inferior a la que quiere hacer ver. Es una acción válida en algunas ocasiones ya que puede inducir a pensar a otros jugadores que se tiene una mano dominante y declinar la apuesta.
En 2006, el jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras otorgó su premio al escritor norteamericano Paul Auster. El acta del jurado concluía de esta manera: “Con su exploración de nuevos ámbitos de la realidad, Auster ha conseguido atraer a jóvenes lectores al dar un testimonio estéticamente muy valioso de los problemas individuales y colectivos de nuestro tiempo”.
Debo reconocer que hasta ese momento no había leído ningún libro de este escritor. Su nombre desprendía cierto tufo incomprensible e inexplicable que me obligaba a aplazar sus libros para algún momento impreciso. Sin embargo, cuando le fue otorgado este premio y supe que los otros finalistas al galardón habían sido el también norteamericano Philip Roth y el israelí Amos Oz, me pregunté que ofrecía Auster en sus libros para convencer al jurado.
Es sabido que los premios no deberían legitimar per se a los premiados. Recurrentes son las listas –demasiado extensas- de autores de extrema relevancia a los que no se les otorgó u otorga éste o aquel premio; del mismo modo lo son aquellas listas de escritores que bordean la mediocridad y han sido recompensados con premios como el Nobel, el Cervantes y otros.
Los premios no deberían legitimar a los premiados, pero lo hacen porque solemos caer en la trampa de creer que el problema lo tenemos nosotros, de acuñar la sentencia de: algo tendrá aunque yo no sepa qué. Y así uno se deja convencer, se pone a la labor y muchas veces se pregunta por qué no le hizo caso a aquel tufo incomprensible e inexplicable.
La obra narrativa de Paul Auster se inicia en 1985 con la publicación de “Ciudad de cristal” –por razones de índole profiláctica no tengo en cuenta “Jugada de presión”, publicada bajo seudónimo en 1976-, la primera parte de lo que terminaría siendo “La trilogía de Nueva York”. En los libros de la trilogía, Auster expone las rutas por donde discurriría la mayor parte de la narrativa: alusiones y sedimentos de la novela negra; predilección por el absurdo y, fundamentalmente, la fuerza del azar como leitmotiv; y el juego en los límites mismos entre realidad (realidad ficcionada) y ficción. Pero no sólo las expone sino que las desarrolla plenamente y, aunque en sus trabajos posteriores insista en recurrir a ellas, las agota.
El Paul Auster de “La trilogía de Nueva York" es un escritor interesante, correcto y en el que se intuyen gestos que incitan al lector a esperar grandes cosas en posteriores aventuras narrativas. Sin embargo, no sólo no vuelve a estar a la altura de estos primeros libros, sino que su obra declina según aparece cada nuevo libro, como si el autor se empeñara en hacerlo cada vez peor, como si en eso consistiera la intención última de su escritura.
Se podría hablar de tres momentos en su obra. El primero desde 1985 hasta 1990, momento en el que publica "La música del azar" -o quizás se pueda ampliar hasta 1992 ("Leviatán"). El segundo abarcaría los libros "Mr. Vértigo" (1994), "Tombuctú" (1999) y "El libro de las ilusiones" (2002). El tercero comenzaría con "La noche del oráculo" hasta su última "Sunset Park" (2009).
En la primera etapa nos encontramos con el escritor que sorprende, que aparenta arrojo y ambición, que está a punto de encontrar su voz, su estilo. "El país de las últimas cosas" y "La música del azar" -principalmente esta última, una exquisita fábula absurda- son libros logrados y que logran entusiasmar. "Leviatán" tiene momentos significativos y logra tejer una red de sucesos y tensiones satisfactorios. Después de leer estas novelas uno siente la tentación de buscar más, pero lo cierto es que lo aconsejable sería dejar de leer a Auster en ese momento, cerrar "Leviatán" y no esperar nada más, evitarnos lo que está por venir.
En la segunda etapa de esta partición casi arbitraria, los mencionados tres libros publicados desde 1994 a 2002, la prosa de Auster se achanta, se conforma en la revisión de los temas ya tratados como si ya se hubieran encargado de convencerle que el éxito de su obra se basa en el gran asunto de azar como punto de inflexión y de la cercanía estilística con Beckett o DeLillo. Sus libros comienzan a aburrir por recurrentes aún cuando algunos fragmentos nos recuerdan el escritor que ha sido y de quien se puede esperar algo más, algo que ya se recibiría con el rango de sorpresa.
No hay sorpresa. O sí, que con cada nueva publicación su narrativa se vuelve cada vez más tediosa, cada vez más aburrida, cada vez más vacía: un atraco a las expectativas. "La noche del oráculo", "Brooklyn Follies" o "Un hombre en la oscuridad" son un castigo para los lectores habituales. Textos de tanta insignificancia, terminados con tanta dejadez, llenos de tanto vacío no se la admitiría siquiera al más inédito de los escritores.
¿Cómo es posible?, nos preguntamos, ¿por qué lo hace?
Los libros publicados por Auster desde 2004 muestran ese encanto recurrente por la banalidad, por rellenar cuartillas sin sentido, como si el autor sintiera necesidad de escribir y a mitad de su labor se aburriera de sí mismo o creyera que no vale la pena lo que está consiguiendo. Las novelas son cada vez más disparatadas, más despistadas, más intrascendentes, al punto de que uno llega a preguntarse si alguna vez leería a Paul Auster si nunca lo hubiese leído.
Paul Auster no es el gran escritor que la crítica y las editoriales -principalmente la crítica y las editoriales europeas- pretenden presentar y vender. En un país de tan extensa y profunda tradición narrativa, donde hay voces extraordinarias y consecuentes con el acto literario -el mismo Philip Roth, por ejemplo-, Auster se ubica a la zaga, en ese limbo amable de la mediocridad.
Pero no es él el jugador que pretende hacernos creer que tiene una mano mucho mejor. En el discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias declara que no sabe por qué se dedica a escribir y se responde a sí mismo: "La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa". Creo en esta máxima, creo que los escritores lo son porque no tienen otro remedio que escribir. Paul Auster no pretende hacer un bluff. En todo caso es él -su literatura- el bluff en sí mismo.