-¿Que no te ha gustado “La hoguera de las vanidades”? ¿Cómo es posible? ¿Por qué? Es como que no te guste... ¿Dickens? –dice R., periodista (más bien alguien que estudió periodismo, emigrante él y que por tanto sobrevive trabajando en algo demasiado parecido al telemarketing).
-Porque… (Hay algo decepcionante en esa novela. Me refiero a eso de saber, apenas leídas las primeras cincuenta páginas, que nada nos va a sorprender, que todo se desarrollará según hemos intuido y previsto. Sí, he leído por ahí que se suele comparar a Tom Wolfe con Dickens. Como cualquier comparación es, de antemano, justificada, acepto que les comparen si se concluye que lo único que los acerca es el aparente interés de Wolfe por acercarse a Dickens, o a Thackery en su defecto –para muestra el título de esta novela. Alguien debió decirle a Wolfe que ser un gran periodista no es lo mismo que ser un gran novelista (como tampoco lo es lo contrario). Los grandes frescos victorianos de Dickens –y de Thackery- quedan muy lejos de la Nueva York ochentera. Los personajes de Wolfe son prototipos sociales sin matices que rozan la caricatura en ese afán de representar cada sector social y sus clichés. Pero lo que más lo aleja de Dickens -y de Thackery-, es que ellos trabajan el misterio y la tensión necesarios para invitar a pasar a la página siguiente. Wolfe hace todo lo posible por evitarlo, rehúye cualquier intriga verosímil y se convierte en un escritor aburrido. Tom Wolfe es –o fue- un gran periodista, no voy a ser yo quien lo desmienta, y su percepción de la cotidianeidad de la gran ciudad nos lo recuerda y hasta logra salvar el libro si nos la ingeniamos para saltarnos tantas páginas como sea necesario. Es que esas 800 páginas son demasiadas páginas si uno no es Dickens ni Thackery.). No sé, porque no.
-No lo entiendo, es muy buena.
-Ya.