Por estos días hay dos grandes tendencias en las redes sociales. La primera, con categoría “propia de Facebook”, es la de los bulos y supercherías que nos gusta imaginar y, por tanto, dar por posible: que si señales apocalípticas, que si un plan preconcebido de los iluminatis para alienarnos, que si murciélagos con forma humana, que si el 5G… Ya sabemos de qué va la conspiranoia, mientras menos sabemos de un asunto, más nos complace, mayores senderos se abren a la imaginación. La segunda, “propia de Twitter”, es la trifulca política, no hablo de discusión, sino de matanza, de ir a por todas y a por todos los que piensen diferente.
En ambos casos hay elementos comunes: intransigencia y desdén. A quien discrepa de una opinión mayoritaria en ese ámbito estrecho y precario que es “mi muro”, “mi TL”, mi espacio, se le suele decir que no se entera, aunque no sea con esas palabras. Crees eso porque no tienes amplitud de miras, o porque no has leído a Luc Montagnier, o porque te crees todo lo que te dicen, o porque tienes que desaprender. A una rusa que reside en España, hace unos días le dijeron que cómo sabía ella que el sistema comunista era una mierda. Porque lo viví veinte años, contestó ella. Eso no quiere decir nada, replicaron, tu experiencia personal no es determinante.
Durante estos días, no he tenido muchas cosas que decir, a nadie. Los pocos ratos que me quedan libre entre mi empleo y mis hijos, los he dedicado a observar y escuchar. Lo que voy viendo no es nada halagüeño, en verdad. Sabemos que los momentos difíciles suelen sacar lo peor de las personas, tanto a nivel personal como colectivo. Esta no ha sido la excepción. Pero como estamos en esa época donde lo importante es figurar, donde el símbolo importa más que el significado y el significante, queremos aparentar lo contrario. Esos videos que muestran obras de caridad, bondades extremas, sacrificios insignificantes, alegrías desbordadas, tienen el mismo defecto que las películas porno: todo está demasiado calculado y sólo lo creemos porque necesitamos la emoción artificial. Simular que somos buenos. Como si a alguien le importara. Aparentar que “la gente” -ese eufemismo que utilizamos cuando en realidad queremos decir “los otros”, no yo, como se te puede ocurrir que sea capaz- es mala, es insolidaria, es tonta, es, en fin, reprochable; y por tanto debemos vigilar, fiscalizar, dar el visto bueno, o el malo, a todo lo que ocurre. Otra vez, como si a alguien le importara.
Durante estos días, como he intentado toda mi vida, me he dedicado, además, a reclamar mis espacios de libertad. Tendemos a creer que los derechos que disfrutamos son inamovibles y estarán siempre ahí, que no hay que hacer nada para mantenerlos. Sin embargo, no es así, basta echarle un vistazo histórico a la irrupción de represión a las mujeres en países donde habían gozado de una libertad casi plena, de mojigatería sexual donde se había rozado la total espontaneidad carnal, o la de regímenes totalitarios en sociedades con cierto grado de libertades y derechos. Estamos -o, mejor dicho, estoy- obligado a hacer uso de mi libertad y así saberme digno de ella, capaz de ella. La política tiende siempre a coartar la libertad, siempre y todo lo que se pueda, un instinto, y en cierto modo es entendible ya que es más sencillo administrar una sociedad de personas afines y similares que otra con grandes diferencias entre los unos y los otros. La política, los políticos, se ponen cachondos en períodos especiales, estados de alarma, de excepción. No hay nada mejor para seguir ese instinto. Todo está justificado, es entendible, se justifica.
En las circunstancias actuales -léase pandemia, muertes, incertidumbre, desconcierto, más muerte- tendemos a aceptar lo que nos ordenan. Los gobiernos coartan la libertad “por nuestro bien”. Se pretende, además, que ni siquiera nos lo cuestionemos, porque es “por nuestro bien”, porque no podríamos valernos por nosotros mismos, porque no somos tan listos y brillantes como ellos, como… los políticos, como los lobbies, como los influencers, como los putos tertulianos de la tele o la radio. E, incluso en estas circunstancias, mi deber es escuchar, intentar entender lo que ocurre a mi alrededor y exigir mi tramo de libertad.
En ambos casos hay elementos comunes: intransigencia y desdén. A quien discrepa de una opinión mayoritaria en ese ámbito estrecho y precario que es “mi muro”, “mi TL”, mi espacio, se le suele decir que no se entera, aunque no sea con esas palabras. Crees eso porque no tienes amplitud de miras, o porque no has leído a Luc Montagnier, o porque te crees todo lo que te dicen, o porque tienes que desaprender. A una rusa que reside en España, hace unos días le dijeron que cómo sabía ella que el sistema comunista era una mierda. Porque lo viví veinte años, contestó ella. Eso no quiere decir nada, replicaron, tu experiencia personal no es determinante.
Durante estos días, no he tenido muchas cosas que decir, a nadie. Los pocos ratos que me quedan libre entre mi empleo y mis hijos, los he dedicado a observar y escuchar. Lo que voy viendo no es nada halagüeño, en verdad. Sabemos que los momentos difíciles suelen sacar lo peor de las personas, tanto a nivel personal como colectivo. Esta no ha sido la excepción. Pero como estamos en esa época donde lo importante es figurar, donde el símbolo importa más que el significado y el significante, queremos aparentar lo contrario. Esos videos que muestran obras de caridad, bondades extremas, sacrificios insignificantes, alegrías desbordadas, tienen el mismo defecto que las películas porno: todo está demasiado calculado y sólo lo creemos porque necesitamos la emoción artificial. Simular que somos buenos. Como si a alguien le importara. Aparentar que “la gente” -ese eufemismo que utilizamos cuando en realidad queremos decir “los otros”, no yo, como se te puede ocurrir que sea capaz- es mala, es insolidaria, es tonta, es, en fin, reprochable; y por tanto debemos vigilar, fiscalizar, dar el visto bueno, o el malo, a todo lo que ocurre. Otra vez, como si a alguien le importara.
Durante estos días, como he intentado toda mi vida, me he dedicado, además, a reclamar mis espacios de libertad. Tendemos a creer que los derechos que disfrutamos son inamovibles y estarán siempre ahí, que no hay que hacer nada para mantenerlos. Sin embargo, no es así, basta echarle un vistazo histórico a la irrupción de represión a las mujeres en países donde habían gozado de una libertad casi plena, de mojigatería sexual donde se había rozado la total espontaneidad carnal, o la de regímenes totalitarios en sociedades con cierto grado de libertades y derechos. Estamos -o, mejor dicho, estoy- obligado a hacer uso de mi libertad y así saberme digno de ella, capaz de ella. La política tiende siempre a coartar la libertad, siempre y todo lo que se pueda, un instinto, y en cierto modo es entendible ya que es más sencillo administrar una sociedad de personas afines y similares que otra con grandes diferencias entre los unos y los otros. La política, los políticos, se ponen cachondos en períodos especiales, estados de alarma, de excepción. No hay nada mejor para seguir ese instinto. Todo está justificado, es entendible, se justifica.
En las circunstancias actuales -léase pandemia, muertes, incertidumbre, desconcierto, más muerte- tendemos a aceptar lo que nos ordenan. Los gobiernos coartan la libertad “por nuestro bien”. Se pretende, además, que ni siquiera nos lo cuestionemos, porque es “por nuestro bien”, porque no podríamos valernos por nosotros mismos, porque no somos tan listos y brillantes como ellos, como… los políticos, como los lobbies, como los influencers, como los putos tertulianos de la tele o la radio. E, incluso en estas circunstancias, mi deber es escuchar, intentar entender lo que ocurre a mi alrededor y exigir mi tramo de libertad.
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