En aquellas madrugadas interminables cuando había demasiados asuntos y el sueño se entretenía con imposibles, y con una figura que paseaba por la calle, y con las sirenas que iban a encontrarse con aquel suceso del que no sabría nunca nada; sólo a veces, se acercaba hasta la ventana, encendía un cigarrillo y miraba aunque no pudiera ver (la ventana solía ser una pantalla oscura y vacía, una pared que separaba, igual que todos los detalles que habían cavado la trinchera entre los dos). En ocasiones creía verla, la imaginaba, intuía su olor al otro lado. Mirar a la ventana era un alivio, una incitación a seguir dando pasos mientras pudiera. Así que pisaba la colilla y regresaba a casa. Y dormía.