Traducido por Yomar Glez
tomado de www.nytimes.com
16 de octubre de 2011
por Michito Kakutami
Si hay temas comunes en la escritura de Julian Barnes, desde su obra maestra de 1985 “El loro de Flaubert” hasta “La historia del mundo en 10 capítulos y medio” (1989), “Amor, etc.”, y colecciones recientes como “Pulse” (2011), es el carácter esquivo de la verdad, la subjetividad de la memoria y la relatividad de todo conocimiento. Mientras que sus primeros libros examinaban nuestra limitada capacidad para comprender a otras personas y otras épocas, su última novela, "El sentido de un final" (The Sense of an Ending) –ganadora del Premio Man Booker en 2011- analiza las formas en que la gente distorsiona o adapta el pasado en un esfuerzo por desmitificar su propia vida.
Del mismo modo que hiciera su contemporáneo Kazuo Ishiguro en “Lo que queda del día” (The Remains of the Day), Barnes echa mano a un narrador no fiable para sustanciarlo –y en ambos casos podría parecer que inspirados en el clásico de Ford Madox Ford "El buen soldado". Como en algunas de sus obras anteriores, en "El sentido de un final" (el título está tomado de una obra de teoría literaria del crítico Frank Kermode) se pueden hallar frecuentes referencias filosóficas, y uno encuentra la satisfacción a través de la inteligencia más que de la emoción. Sin embargo, Barnes se las arregla para crear un genuino suspense con una especie de relato psicológico de detectives. No solo queremos saber como el narrador, Tony Webster, reescribe su propia historia -y de paso descubre lo que ocurrió realmente 40 años atrás-, sino que también queremos entender esa necesidad de hacerlo.
A sus 60 años Tony se ha convencido de haber logrado un estado mental de paz y tranquilidad, aún cuando nunca haya tenido ninguna de las grandes aventuras que de niño alguna vez soñó tener, aventuras similares a las que leía en los libros. El recuento de su juventud –que transcurre en la primera mitad de la novela- subraya la torpeza y represión que él y sus amigos de la secundaria experimentaban cuando se trataba de relacionarse con chicas: "¿Pero no eran los años 60? Sí, pero sólo para algunas personas y sólo en algunas partes de Inglaterra”.
En este punto, los recuerdos de Tony parecen bastante sencillos. Tony recuerda que veía a Adrian Finn, su compañero de colegio, como un "buscador de la verdad" y un modelo de sofisticación intelectual. Adrian, el brillante, el lector de Camus, fue a Cambridge mientras Tony asistía a una universidad menos distinguida donde además tuvo una relación con una enigmática mujer llamada Verónica Ford. Después de que finalizara esta relación, Adrian le escribió a Tony pidiendo su permiso para salir con Verónica. Entonces, de repente, a los 22, Adrian se suicidó y dejó una nota aclarabdo su decisión filosófica de elegir la muerte sobre la vida.
En cuanto a Tony, fue a trabajar como administrador artístico, se casó con una mujer razonable llamada Margaret, tuvieron una hija llamada Susie, y después de doce años logró un divorcio amistoso. Dice que admira a Adrian por tener el coraje de actuar según sus convicciones, mientras que él optó por el orden y la seguridad: "Yo reciclo, limpio y decoro mi casa para mantener su valor. He hecho mi testamento; y los negocios con mi hija, yerno, nietos y ex-esposa están, cuando menos, resueltos".
Tony recibe una misteriosa carta de un bufete de abogados donde le informan que una Sarah Ford –la madre de Verónica- le ha dejado algo en su testamento: un legado de 500 libras y, extrañamente, el diario de Adrian, que de alguna manera había llegado a sus manos. Este hecho remueve hasta los cimientos la certeza y el aburrimiento de la vida de Tony. Cuando Tony intenta que le entreguen el diario, se entera que Veronica se niega a dárselo –y todo esto conduce a una serie de intercambios crípticos con Verónica que lo hacen cuestionarse sus sentimientos por ella y, por tanto, la veracidad de todo lo que ocurrió hace tantas décadas.
¿Hasta qué punto nos engaña -y se engaña a sí mismo- con su explicación simplista de un triángulo amoroso entre él, Verónica y Adrián? ¿Ha idealizado el suicidio de Adrian, o utilizó el propio Adrian la explicación filosófica como la racionalización de un acto motivado por impulsos más oscuros, más desesperados? ¿Es Verónica la culpable de la muerte de Adrian, o es una especie de víctima? Al sugerir estas preguntas Julian Barnes obtiene un resumen de las diferentes etapas en la vida de Tony y plantea muchas de las mismas cuestiones -edad, tiempo y mortalidad- que ya ha plantado de manera más emocional en libros recientes como "Pulse" y "La mesa limón "(2004).
Hay algo vagamente condescendiente sobre el retrato que de Tony hace el autor, lo presenta como un tonto miope, pasivo y agresivo a la vez, de modo que al lector le resulta difícil no enojarse con él. Y Barnes concluye la historia de Tony con un arrebato violento que se percibe más como un artificio narrativo que como una revelación inevitable.
Barnes logra un resultado ágil, sin embargo, al desmenuzar la vida de su personaje a la vez que muestra cómo Tony ha rearmado su pasado con el fin de crear un personaje con el que poder vivir. Al hacer esto pone de relieve la manera en que la gente trata de borrar o editar sus locuras de juventud y desilusiones, convirtiendo los acontecimientos reales en anécdotas, y esas anécdotas en ficción.
"Me parece que esto puede ser una de las diferencias entre la juventud y la edad", dice Tony, "cuando somos jóvenes, imaginamos el futuro para nosotros mismos, cuando somos viejos, inventamos pasados diferentes a los demás."
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