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Julian Barnes: Nada que temer

Tomado de The New York Times (3 de octubre de 2008)
Título original: Dying of the Light
Traducido por The Galimatías
Por Garrinsom Keillor 


“No creo en Dios, pero le echo de menos”, así comienza este libro. A sus 62 años, Julian Barnes, un ateo convertido al agnosticismo, decide enfrentar su miedo a la muerte. ¿Por qué un agnóstico, que no cree en la vida después de la muerte, puede temer a la muerte? Como respuesta a esta sencilla pregunta, Barnes nos ha regalado estas elegantes memorias, a la vez que reflexiones; el temblor sísmico de un libro que retumba y protesta en la mente del lector semanas después de haberlo terminado.

La tanatofobia es un hecho en su vida; piensa en la muerta a diario y algunas noches se siente rugiendo despierto, uno de esos “momentos alarmados y alarmantes que te arrancan del sueño y te devuelven a la vigilia, despierto, solo, totalmente solo, golpeando la almohada con el puño y gritando «Oh, no, oh, no, OH, NO», en un gemido interminable”. Sueña con su enterramiento y “me persiguen, me rodean, me superan en número y en armamento, me quedo sin balas, me hacen prisionero, me condenan injustamente al pelotón de ejecución, me informan de que dispongo incluso de menos tiempo del que yo pensaba. El rollo habitual.” Se imagina atrapado en un barco volcado. O secuestrado y encerrado en el maletero de un coche que echan al río. O arrastrado debajo del agua por las mandíbulas de cocodrilo.

Más allá del derribo de las cosas, teme la disminución de la energía, el secado de la fuente, el desvanecimiento de la luz. “A los sesenta, miro a mis muchos amigos y reconozco que algunos de ellos son menos amistades que recuerdos de amistades.” Ha presenciado el declive y muerte de sus padres: “por mucho que rehúyas a tus padres en vida, es probable que te reclamen en la muerte”. Su padre, profesor de Francés, murió de varios ataques, leyendo las “Mémoires” de Saint-Simon, al final aún tiranizado por su esposa “siempre presente, parloteando, organizando, enredando, controlando” –unos pocos años después, su madre, vestida de verde, en silla de ruedas y con la mitad de su cuerpo paralizado, “desdeñaba lo que para ella era un modo falso de levantar el ánimo”.
La fe religiosa no es una opción. “Yo no tenía una fe que perder”, escribe. “No me bautizaron ni fui nunca a la escuela dominical. No he asistido en mi vida a un oficio religioso normal… Voy continuamente a iglesias, pero por razones arquitectónicas; y, más ampliamente, para captar un sentido de lo que fue en otro tiempo la «britanidad»”.

La religión cristiana “duró porque era una hermosa mentira… una tragedia con un final feliz”, y aún así extraña el sentido de propósito y creencia que él descubre en el Requiem de Mozart o las esculturas de Donatello. “Echo de menos al Dios que inspiró la pintura italiana y las vidrieras francesas, la música alemana y las salas capitulares inglesas, y esos cúmulos de piedra derruidos en unos acantilados celtas que fueron en otro tiempo almenaras simbólicas en medio de la oscuridad y la tormenta.” Barnes no se siente reconfortado por la terapéutica religión contemporánea, “el cielo seglar moderno de la realización personal: el desarrollo de la personalidad, las relaciones que ayudan a definirnos, el empleo que da prestigio…, la acumulación de hazañas sexuales, las visitas al gimnasio, el consumo de cultura. Todo esto contribuye a la felicidad, ¿no?... ¿No? Es el mito que hemos elegido.”

Así que Barnes de vuelve contra el estricto régimen de la ciencia. Todos estamos muriendo. Incluso el sol se está muriendo. El Homo Sapiens evoluciona hacia una especie a quien no le importaremos nada, de modo que nuestro arte y nuestra literatura y nuestra erudición caerán en el olvido total. Todos los escritores se convertirán en escritores no leídos. Y la humanidad morirá y los escarabajos gobernarán el mundo. Un hombre puede temer su muerte, pero, de cualquier modo, ¿qué es él? Sencillamente un montón de neuronas. El cerebro es una masa de carne y el alma no es más que “un cuento que el cerebro se cuenta a sí mismo”. La individualidad es una ilusión. Los científicos no encuentran una evidencia física del “yo”, es algo de lo que nos hemos convencido a nosotros mismos. No producimos pensamientos, los pensamientos nos producen a nosotros. “Ese «yo» al que tanto apreciamos sólo existe propiamente dicho en la gramática.” Despojados de la narrativa cristiana, admiramos un paisaje que, a pesar de ser fascinante, no ofrece nada que se pueda llamar esperanza. (Barnes se refiere a la “desesperanza americana” con particular desdén.)

“No hay separación entre «nosotros» y el universo.” Somos simplemente materia, cosas. “El individualismo —el triunfo de los artistas y científicos librepensadores— nos ha conducido a un estado de autoconciencia en el que ahora nos consideramos unidades de obediencia genética.”

Todo cierto, en su medida, quizás, pero, ¿y qué? Barnes es un novelista y lo que insufla vida a este libro y lo que hace que el lector siga adelante es el afecto por las personas que entran y salen, la abuela Scoltock en su cardigan tejido a mano leyendo el Daily Worker y apoyando a Mao Tse Tung, mientras el abuelo veía “Songs of Praise” (programa de la BBC en el aire desde 1962 de carácter musical religioso) en la televisión, hacía trabajos de carpintería, cultivaba dalias y mataba gatos con una maquina verde que les retorcía el cuello, atornillada al marco de la puerta. El hermano mayor, profesor de filosofía, que cría llamas en su jardín y le gusta usar pantalones cortos, zapatos de hebilla y chaleco bordado. Quizás seamos sólo unidades de obediencia genética, pero nos encanta mirarnos unos a otros. Barnes nos cuenta que guarda en un cajón las cosas de sus padres, todo, los álbumes de recortes,  cartillas de racionamiento, tarjetas de puntuación de criquet, sus listas de felicitaciones navideñas, los certificados de matrimonio y de defunción, un álbum de fotos de 1913 titulado “Escenas de carreteras y caminos”, viejas postales (“Llegamos aquí sanos y salvos y, exceptuando los bocadillos de jamón, el viaje nos ha gustado”). Los lectores sencillos degustan estos dulces regalos del detalle. No negamos la inevitabilidad de la extinción, pero no podemos evitar que nos guste esa postal.

“La sabiduría consiste en parte en no fingir más, en desechar el artificio… Y hay algo infinitamente conmovedor cuando un artista, en la vejez, adopta la simplicidad… El lucimiento forma parte de la ambición; pero ahora que somos viejos tengamos el sosiego de hablar con sencillez”. Y eso hace. En esta meditación sobre la muerte revive, en golpes cortos y seguros, a sus padres Albert y Kathleen.

“Yacía en un cuarto pequeño y limpio, con una cruz en la pared; estaba, en efecto, en un carro, con la cabeza vuelta hacia mí… Parecía, bueno, muy muerta: con los ojos cerrados y la boca entreabierta, más abierta en la comisura izquierda que en la derecha, lo que era muy típico de ella: con un cigarrillo colgado de la comisura derecha, mientras hablaba por el otro lado… Le toqué la mejilla varias veces y luego la besé en el flequillo. ¿Estaba tan fría porque había estado en el congelador o porque es natural que los muertos estén tan fríos?... «Bravo, mamá», le dije en voz baja. Efectivamente, había muerto «mejor» que mi padre. Él había sobrellevado una serie de ataques y su decadencia se prolongó durante años; ella había pasado del primer ataque a la muerte de una forma en conjunto más rápida y eficiente.” Entre sus cosas descubre una botella de vino de licor y un pastel de cumpleaños intacto.

No sé cómo le irá a en nuestro esperanzado país, con la cara triste del autor en la portada, pero rezaré por su éxito comercial. Es un libro hermoso y divertido, que resuena en mi cabeza.


Texto original Aquí

Julian Barnes: El sentido de un final


Traducido por Yomar Glez
tomado de www.nytimes.com
16 de octubre de 2011
por Michito Kakutami

Si hay temas comunes en la escritura de Julian Barnes, desde su obra maestra de 1985 “El loro de Flaubert” hasta “La historia del mundo en 10 capítulos y medio” (1989), “Amor, etc.”, y colecciones recientes como “Pulse” (2011), es el carácter esquivo de la verdad, la subjetividad de la memoria y la relatividad de todo conocimiento. Mientras que sus primeros libros examinaban nuestra limitada capacidad para comprender a otras personas y otras épocas, su última novela, "El sentido de un final" (The Sense of an Ending) –ganadora del  Premio Man Booker en 2011- analiza las formas en que la gente distorsiona o adapta el pasado en un esfuerzo por desmitificar su propia vida.


Del mismo modo que hiciera su contemporáneo Kazuo Ishiguro en “Lo que queda del día” (The Remains of the Day), Barnes echa mano a un narrador no fiable para sustanciarlo –y en ambos casos podría parecer que inspirados en el clásico de Ford Madox Ford "El buen soldado". Como en algunas de sus obras anteriores, en "El sentido de un final" (el título está tomado de una obra de teoría literaria del crítico Frank Kermode) se pueden hallar frecuentes referencias filosóficas, y uno encuentra la satisfacción a través de la inteligencia más que de la emoción. Sin embargo, Barnes se las arregla para crear un  genuino suspense con una especie de relato psicológico de detectives. No solo queremos saber como el narrador, Tony Webster, reescribe su propia historia -y de paso descubre lo que ocurrió realmente 40 años atrás-, sino que también queremos entender esa necesidad  de hacerlo.

A sus 60 años Tony se  ha convencido de haber logrado un estado mental de paz y   tranquilidad, aún cuando nunca haya tenido ninguna de las grandes aventuras que de niño alguna vez soñó tener, aventuras similares a las que leía en los libros. El recuento de su juventud –que transcurre en la primera mitad de la novela- subraya la torpeza y represión que él y sus amigos de la secundaria experimentaban cuando se trataba de relacionarse con chicas: "¿Pero no eran los años 60? Sí, pero sólo para algunas personas y sólo en algunas partes de Inglaterra”.

En este punto, los recuerdos de Tony parecen bastante sencillos. Tony recuerda que veía a Adrian Finn, su compañero de colegio, como un "buscador de la verdad" y un modelo de sofisticación intelectual. Adrian, el brillante, el lector de Camus, fue a Cambridge mientras Tony asistía a una universidad menos distinguida donde además tuvo una relación con una enigmática mujer llamada Verónica Ford. Después de que finalizara esta relación, Adrian le escribió a Tony pidiendo su permiso para salir con Verónica. Entonces, de repente, a los 22, Adrian se suicidó y dejó una nota aclarabdo su decisión filosófica de elegir la muerte sobre la vida.

En cuanto a Tony, fue a trabajar como administrador artístico, se casó con una mujer razonable llamada Margaret, tuvieron una hija llamada Susie, y después de doce años logró un divorcio amistoso. Dice que admira a Adrian por tener el coraje de actuar según sus convicciones, mientras que él optó por el orden y la seguridad: "Yo reciclo, limpio y decoro mi casa para mantener su valor. He hecho mi testamento; y los negocios con mi hija, yerno, nietos y ex-esposa están, cuando menos, resueltos".

Tony recibe una misteriosa carta de un bufete de abogados donde le informan que una Sarah Ford –la madre de Verónica- le ha dejado algo en su testamento: un legado de 500 libras y, extrañamente, el diario de Adrian, que de alguna manera había llegado a sus manos. Este hecho remueve hasta los cimientos la certeza y el aburrimiento de la vida de Tony. Cuando Tony intenta que le entreguen el diario, se entera que Veronica se niega a dárselo –y todo esto conduce a una serie de intercambios crípticos con Verónica que lo hacen cuestionarse sus sentimientos por ella y, por tanto, la veracidad de todo lo que ocurrió hace tantas décadas.

¿Hasta qué punto nos engaña -y se engaña a sí mismo- con su explicación simplista de un triángulo amoroso entre él, Verónica y Adrián? ¿Ha idealizado el suicidio de Adrian, o utilizó el propio Adrian la explicación filosófica como la racionalización de un acto motivado por impulsos más oscuros, más desesperados? ¿Es Verónica la  culpable de la muerte de Adrian, o es una especie de víctima? Al sugerir estas preguntas Julian Barnes obtiene un resumen de las diferentes etapas en la vida de Tony y plantea muchas de las mismas cuestiones -edad, tiempo y mortalidad- que ya ha plantado de manera más emocional en libros recientes como "Pulse" y "La mesa limón "(2004).

Hay algo vagamente condescendiente sobre el retrato que de Tony hace el autor, lo presenta como un tonto miope, pasivo y agresivo a la vez, de modo que al lector le resulta difícil no enojarse con él. Y Barnes concluye la historia de Tony con un arrebato violento que se percibe más como un artificio narrativo que como una revelación  inevitable.

Barnes logra un resultado ágil, sin embargo, al desmenuzar la vida de su personaje a la vez que muestra cómo Tony ha rearmado su pasado con el fin de crear un personaje con el que poder vivir. Al hacer esto pone de relieve la manera en que la gente trata de borrar o editar sus locuras de juventud y desilusiones, convirtiendo los acontecimientos reales en anécdotas, y esas anécdotas en ficción.

"Me parece que esto puede ser una de las diferencias entre la juventud y la edad", dice Tony, "cuando somos jóvenes, imaginamos el futuro para nosotros mismos, cuando somos viejos, inventamos pasados diferentes a los demás."


Artículo original Aquí