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Tengo un problema con Pynchon: no puedo con él, no lo trago. He estado un mes con "Al límite", y lo he terminado por cierta obligación moral no tanto con Pynchon como con Maxine, a quien me acerqué lo suficiente como para querer averiguar en que terminaban sus historias, su inmersión en las profundidades web, en los entornos virtuales de DeepArcher, y en las pseudo investigaciones y relaciones con hackers, geeks, etc. Pero se me hizo un libro difícil de leer, no difícil de intrincado o profundo, más bien de aburrido.
Soy narrador y lector de narrativa. Alguna vez leí poesía, y a veces regreso a los mismos poemas y a los mismos poetas para cerciorarme de que algunos decían cosas importantes y duraderas; y que otros derrochaban cursilería o ideas muy básicas o sólo no decían nada, o todo ello, a la vez. Soy lector de narrativa y me gusta que a mis personajes, los que leo, por tanto míos, les ocurran cosas, cosas serias, cosas graves, que sobrepasen esos superficialidades, sucesos y emociones que se dejan ver en las habituales series de policías de la tele.
Leer a Pynchon, para mí, es como perder un poco el tiempo ante un hombre que constantemente se está mirando al espejo, se mira, se mira y, para colmo, da una entusiasta aprobación a lo que ve. “Al límite” termina siendo una reivindicación de teorías conspirativas, una "modernez" habría dicho mi padre, un acercamiento a la parte sórdida del mundillo "virtual", la ya famosilla internet profunda y a ese sentimiento que ha venido con el nuevo siglo de que no tenemos ni puta idea de nada.
Me entusiasmaron las cuarenta o cincuenta páginas donde se relatan los sucesos del 11-S y los días posteriores, principalmente estos últimos. Y probablemente seguiré leyendo a Pynchon, qué le vamos a hacer. Es lo que tiene eso de los mitos sobrevenidos, siguen siendo un anzuelo útil y al final uno siempre querrá curarse de esta tara de que no te guste Pynchon.

Tengo un problema con Richard Ford: sigue siendo uno de mis tres o cuatro escritores contemporáneos favoritos. Compre Canadá el día nueve de marzo y el 12 ya lo había terminado. Uno de esos libros que uno querría que siguieran eternamente, seguir y seguir con la prosa segura y esa manera tan especial de contar grandes asuntos como si no pasara nada.
Los personajes de Ford son gente normal, si es que la gente normal existe. Excepto en algunos relatos donde se puede encontrar algún profesor o escritor, podrían ser tus vecinos o alguien a quien conoces, con sus peculiaridades, brillos y pobrezas. La trilogía que incluye “El periodista deportivo”, “El día de la Independencia y “Acción de gracias”, está repleta de antihéroes y sus actos, y de infinitas y muy complejas relaciones familiares. “Incendios” y “Canadá” ahondan en esas relaciones familiares, se puede decir que son el centro argumental de las novelas, incluso más que en la trilogía.
Canadá se divide en dos partes -realmente tres, pero la tercera tiene apenas 20 o treinta paginas y se las podía haber ahorrado-, la primera donde relata la vida familiar en   Great Falls, las ansias preadolescentes de Nick y su hermana melliza Berner, los hechos que llevan a Bev, padre de ambos, licenciado de la fuerza aérea, a pensar que atracar un banco puede llegar a ser una buena idea y a permitir que su esposa se enrolara en ello. (No tema, nada de esto es eso que ahora llaman spoiler, de hecho, el propio autor lo revela en la primera página y, además, eso no es lo importante.) La segunda parte, una vez separada la familia, narra las vicisitudes de Nick en una población canadiense adonde va a parar gracias a la planeada intervención de su madre. Nick crece de prisa y sabe que se enfrenta al mundo solo, con ayudas y traspiés, con traiciones y fidelidades, solo ante un mundo trastocado y ante sí mimo, transformado y fortalecido, fiel a unas pocas cosas y desinteresado por cuestiones que hasta hace muy poco parecían trascendentales e inviolables.
Sin dudas Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon son considerados las grandes figuras de la narrativa estadounidense contemporánea -aunque yo sea más de los dos primeros. Si yo pudiera modificar ese canon, incluiría a Ford antes que a cualquiera de sus contemporáneos. 
Y me quedaría muy a gusto.

Richard Ford: Incendios


Lo peor que tiene este libro es el título. Y no es algo que se deba achacar al autor, quien, con relativo acierto, lo tituló "Wildlife". 

Aparte de ello, aclaro que Richard Ford es uno de mis escritores favoritos; uno de esos que son capaces de contar una historia sacada practiacamente de la nada, y hacerla degustable, buena literatura, libros que al finalizarlo te obligan a quedarte un rato mirando por la ventana sin pensar en nada, pero quizás pensando muchas cosas. Hace ya algún tiempo escribí algo sobre él aquí

Comienza así: "En el otoño de 1930, cuando yo tenía 16 años y mi padre llevaba sin trabajo algún tiempo, mi madre conoció a un hombre llamado Warren Miller y se enamoró de él." La historia ocurre en Great Fall, Montana, una zona donde ya situó varios relatos de su libro "Rock Springs". La historia de un padre, una madre y el joven de dieciséis años que narra la historia. Tres personajes prototipos recurrentes en las novelas de Ford y su exploración de la sociedad americana a través de las relaciones familiares. Los tres llegan a Great Falls desde Idaho en la creencia del padre de que la gente estaba haciendo dinero en Montana, o pronto comenzaría a hacerlo. Sin embargo, en lugar de esa suerte deseada, la nueva ciudad los recibe con un gran incendio forestal y con los temores asociados a él y, en general, los temores de un adoslescente ante esas cosas raras que solemos hacer los adultos.

De mujeres con hombres

El nombre de Richard Ford siempre me ha sonado a presidente de Estados Unidos, aún cuando de Gerald a Richard haya una distancia considerable. El escritor me asaltó una tarde de hace ya varios años, en una de las bibliotecas madrileñas adonde iba a buscar refugio de mí mismo. Por azar y sin ninguna referencia agarré un libraco del estante que tenía el sospechoso título –por la referencia a una peli de estas apocalípticas y que algunos justifican con lo de “pasar el rato” como si hubiera ratos que no se consideraran parte de la vida, sino algo que debe ocurrir de prisa, un mal trago- de “El día de la independencia”.

“El día de la independencia” -y lo cito como detalle curioso más que como prueba de algo- obtuvo los premios Pullitzer y Pen/Faulkner  y es otro intento quizás de alcanzar esa quimera narrativa norteamericana de escribir la Gran Novela Americana que sueñan –o eso parece- casi todos los escritores de primera línea. Es una buena novela, quizás una gran novela, pero no es el tema de este post. Si la suerte, la oportunidad y el entusiasmo así lo quieren, en algún momento escribiré algo del libro, de Frank Bascombe y sus intentos de resistir al mundo, el mismo Frank Bascombe que antes había sido periodista deportivo y que ahora vende casas, que intenta redimir su paternidad con un viaje con la hija sobreviviente. Ese libro donde “casi” no pasa nada porque la mayoría de las cosas ya han pasado o están por pasar y que es tan delicioso de leer. Sí, algún día habría que escribir de ello y pensar que a alguien le interesaría el asunto.

Decía que me encontré con Richard Ford hace años y por casualidad. Por entonces leí el libro antes mencionado, “El periodista deportivo” y “Rock Spring”. Pero hace un mes o dos, leyendo la novela inédita de un amigo, me acordé de nuevo de él. Lo he pensado bastante, he querido encontrar por qué una cosa me llevó a la otra, pero no encuentro ninguna causa razonable. Ni trama ni estilo ni personajes de la novela de mi amigo hacían referencia a la escritura de Richard Ford. Sin embargo, allí estaba yo, acordándome del norteamericano cuando leía las idas y venidas de un emigrante cubano en Madrid. (No lo cito porque no he tenido ocasión de solicitar permiso, o lo que haya que solicitar en estos casos, pero sí me atrevo a decir que el manuscrito es uno de los libros más cerrados y completos de un par de generaciones de escritores cubanos y que la suya es una voz que seguramente nos deparará alguna agradable sorpresa.)

Recordé a Richard Ford y pensé que era un buen momento para leer algún otro libro suyo, “Acción de Gracia”, por ejemplo, tercera parte de la trilogía de Frank Bascombe. Salí a buscar el libro, pero no lo pude encontrar, así que eché mano a este “De mujeres con hombres” y me he felicitado por tener suerte algún día, aunque no sea aquel cuando juego La Primitiva.

“De mujeres con hombres” es un libro de relatos. Es un libro con tres relatos: “El mujeriego”, “Celos” y “Occidentales”. Los tres cuentos tratan de lo mismo: de las búsquedas, de los fracasos, de los caminos sin salida, del ridículo como actitud inaplazable, de las incongruencias que nos nutren, de las pequeñeces que ligeramente nos contentan o nos deprimen con radicalidad.


En “El mujeriego”, Ford nos adentra en un personaje que todos querríamos evitar llegar a ser, un hombre que en un momento determinado llega a descubrir que ha estado demasiado seguro de sí mismo, que ninguna de las cuestiones que tenía como verdades personales lo son, a quien “se le había ocurrido pensar, por supuesto, que a lo peor lo que era en realidad era un cobarde rastrero y mentiroso sin el coraje suficiente para enfrentarse a una vida en soledad; un hombre que no valía para quedarse solo en un mundo complejo y llenos de las consecuencias de sus propios actos. Aunque éste no dejaba de ser también un modo convencional de entender la vida, otra concepción, y sabía que no debía caer en ella”. Austin se ha creado otro yo alejado de lo que le dice el espejo y de pronto se da de lleno contra él.  Por momentos cree que "su amor por Barbara” –la esposa que le espera en Chicago- “merecía mucho más. Había en él una fuerza demasiado vital, demasiado plena, lo cual quería decir algo, lo cual significaba algo importante y perdurable. Era de esta fuerza -intuía- de la que hablaban las grandes novelas que en el mundo habían sido”. Y mientras se inventa una especie de amor inexplicable por la parisina esquiva que sabemos alejada de los sueños que él parece anisar, residente de otro mundo, otras expectativas, otras verdades. Todo acaba y Ford pone tangencialmente en boca de Austin estas preguntas que alguna vez, quizás, nos hemos hecho: “¿Cómo podía uno poner en orden su vida, causar poco daño y continuar unido  a otras personas? Y, en tal contexto, (…) si estar como fijado  en uno mismo no constituiría sino un malentendido…”.

“Celos”, en apenas 44 páginas, nos presenta a un chico de diecisiete años atrapado en una ruptura familiar inusual y  sus descubrimientos de tantas cosas que siempre estuvieron allí y él nunca supo. Lawrence viaja con su tía Doris a encontrarse con su madre, presencian la muerte de un hombre y conversan y respiran y se descubren. La certidumbre de que ya nada va a ser como antes. “¿Que qué creo yo que va a pasar? Depende del momento que atraviesen y de si existen o no terceras personas. Si tu madre, por ejemplo, tiene un amigo joven y guapo en Seattle o si tu padre tiene una amiga, (…) entonces sí tenemos un problema. Pero si logran aguantar el tiempo suficiente para llegar a sentirse solos, entonces probablemente se arreglarán, aunque me temo que ninguno de los dos quiere aguantar demasiado tiempo”. Y Lawrence sigue descubriendo: que su tía pudo llegarse a casar con su padre, que su tía le puede provocar una erección, que su tía siente celos de su padre, celos que necesita aplacar con aguardiente y que la llevan al tugurio donde presenciarán la muerte a balazos de un hombre con el que habían estado hablando minutos atrás. Lawrence aprende, crece y termina extenuado sabiendo que apenas está comenzando: “al cabo de un rato debí de dejar de respirar durante unos segundos, porque el corazón me empezó a martillear dentro del pecho, y tuve esa sensación que sientes cuando te ahogas y ves que la vida se te escapa por momentos –rápida, velozmente, segundo a segundo-, y tienes que hacer algo para salvarte, pero no puedes, y sólo entonces recuerdas que eres tú quien lo está causando todo, y que sólo tú puedes detenerlo.”

“Occidentales” relata las vivencias de una pareja llegada a un París invernal e inhóspito, que es abandonada por quienes los habían invitado –Matthews esperaba trabajar en la traducción al francés de su novela, vivir el glamur de París de la mano de su editor, sentirse acogido por la bohemia y el recuerdo de tantos y tantos sitios literariamente vividos, verse tentado a quedarse a vivir allí. La ciudad, repleta de turistas alemanes y japoneses y abandonada por los autóctonos en las fiestas navideñas es el marco ideal para lo lúgubre. Matthews repasa la separación de su mujer, el alejamiento de su pequeña hija, la relación inusual que mantiene con Helen –ex alumna, ex enferma de cáncer-, su decisión de dejar la enseñanza para dedicarse a otras cosas, escribir quizás, seguir replicando la inmiscusión en la vida de los demás, en la de su ex mujer, en la de la propia Helen, intuyendo, sabiendo que “la gente, con toda probabilidad, no alberga sentimientos demasiado amables respecto a verse reflejada en las obras de ficción de los demás. Era una cuestión -se daba cuenta- de poder y autoridad: verse usurpado o robado abiertamente por otro, con fines -en el mejor de los casos- no más aviesos que la mera indiferencia.” Helen termina suicidándose en la habitación del hotel mientras él pasea por París. Seguramente es algo que lamenta, pero que no sufre. “De pronto cayó en cuenta de que se le había olvidado comprarle flores. Aquella mañana, durante su paseo, había pensado hacerlo, pero al final no lo había hecho. Otro error; cada vez que pensaba en ello el corazón le empezaba a latir con fuerza.” “Pero había aprendido algo. Había comenzado una nueva época en su vida. Porque sí existían épocas. Era algo incuestionable. Faltaban sólo dos días para Navidad. Al final Helen y él no habían compuesto la canción. Y sin embargo, extrañamente, todo habría acabado para Navidad”.

Los tres relatos son fiel muestra de la obra de Ford. En la dicotomía de ganar por knock out o por puntos -símil pugilístico atribuido a Hemingway-, Ford vence por puntos, por muchos puntos, por puntos que van cayendo palabra tras palabra, frase tras frase, en esa victoria ya lograda de convertir lo que parecería trivial en una balsa de razonamientos, tristeza reprimida, enfrentamiento a la realidad de quiénes y qué somos.

Aún cuando los personajes principales de los relatos son hombres, el destino y la propia importancia de ellos están marcados por mujeres; esas mujeres que les superan siempre en autenticidad, madurez y paciencia.

De ahí quizás el título.