Unos meses después de llegar a
España, tuve cierta relación, durante seis meses aproximadamente, con un
Centro de Ayuda al Refugiado. Existen, o existían, varios por todo el
país; en específico éste estaba en una zona que se conoce como Partida
Torregroses, entre Alicante y Sant Vicente del Raspeig. Allí conocí a
varios chicos, mujeres y niños africanos traumatizados por la cercanía
con la muerte, esa cercanía que lleva a pensar que están vivos de
milagro, y digo milagro no como una casualidad improbable, sino como su
significado más literal de intervención divina. Conocí de cerca a Anna,
una chica rusa de las afueras de Moscú, alcohólica y enferma de algo que
no pude precisar qué era; y a su hermano Alex, y a la madre de ambos,
Irina, que tocaba el piano y a quien le gustaba pasearse semidesnuda por
los jardines, a la madrugada, cuando suponía que ya todos dormían; a
una familia moldava, que no soportaba que los confundieran por rumanos
aunque aceptaba que los tomaran por rusos; a otra familia de armenios,
Greg, Greta y Artur, que se llevaban razonablemente bien con los rusos,
pero que en privado te aseguraban que los rusos eran unos hijos de puta
racistas.
La gobernanta del CAR de Alicante se llamaba Paula, una portuguesa simpática y, en general, buena gente. Paula
y su marido vivían en unas dependencias adyacentes al centro, en una
caravana, o algo similar, si no me falla la memoria. Su marido se
llamaba Víctor, era alcohólico y se encargaba del
mantenimiento del lugar, la jardinería y ese tipo de cosas. Víctor
contaba que había sido paracaidista y que en un salto fallido se había
roto la mandíbula y había perdido todos los dientes. Posiblemente fuera
mentira. Decía que era ex alcohólico, pero todos sabíamos que bebía a
escondidas. Por las tardes salía a pasear con los perros –que, a la
postre, fueron llevados a la perrera y sacrificados tras atacar varias
veces a los vecinos- y buscaba alguna de las botellas que escondía por
los alrededores. Quizás por eso Paula tenía
cierta manera de ser –o parecer- triste. Una de esas mujeres que a uno
le dan deseos de abrazar sin que medie ninguna razón ni sentimiento
especial. Una tarde me la encontré en un sitio donde se suponía que no
debería haber nadie: desnuda, de rodillas, jugueteando con el sexo de
Johnny, un chico de Namibia que, por algún matiz fisónomico, parecía
estar siempre sonriendo. No le vi la cara pero sabía que era ella. Y me
pareció que era una de esas cosas que tienen que pasar.
Durante aquellos últimos meses de 2002, en el CAR de Alicante se formó un grupo extraño y multinacional. Además de algunos de los ya mencionados estaba también Solomón, etíope -o eso decía- que parecía envuelto en un halo de misterio; unos colombianos perseguidos por las FARC, o por el gobierno; Ahmed, un joven palestino; un nigeriano que se había mostrado incrédulo cuando le dije que yo no creía en dios, en ninguno; entre otros. Por lo general, el nexo de unión y principal pasatiempo era beber. Beber alcohol. Cada céntimo que lográbamos reunir se gastaba en la sección de bebidas de un supermercado de Villafranca. Y con bebidas digo, básicamente, cerveza y vodka. Nos sentábamos en los alrededores del centro, reíamos, jugábamos a las cartas, contábamos historias en una mezcla de idiomas tamizados por un castellano lo suficientemente básico como para que todos lo entendiéramos. Se hubiera podido decir que era un grupo feliz, feliz al estilo de los hombres alegres de Sherwood, con una pizca de alegría pasajera y muchísima tristeza de forajido que se sabe solo, desafortunado y sin futuro. Poco después de dejar de frecuentarlos, me llegaron noticias de que uno de ellos se había suicidado, ahorcado en la rama de un árbol del jardín. Unos meses después otros dos le seguirían los pasos. Un poco más tarde cerrarían el centro. Una de esas nostalgias injustificadas.
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