Hace, me dicen, 18 años, le escribí esto a unos amigos que se marchaban de Cuba. Han pasado muchas cosas desde entonces. Lo publico aquí como respuesta a quienes me han preguntado alguna vez por qué me fui y nunca he regresado. También para tenerlo a mano y recordar.
A Jochi, Karina y Daniela
Irse es un desastre en verdad, irse es un desastre. Es también —y a la vez—, como los bárbaros a Cavafis, una especie de solución, una última salida desfallecida, un escupitajo al polvo de esta esterilidad isleña, de este desierto al que ha sido reducida la isla más hermosa donde apenas se oyen pasar los pájaros de Colón si es que pasa algún pájaro para la poesía. Cuba, no se han cansado de repetírmelo, es mi patria, o sea, es mi sanción , mi condena, mi grillete.
Cuba, sin embargo, es un mero fantasma, es un espíritu, o un licor espiritoso que provoca la esperada borrachera, la curda de no saber qué, cuándo ni cómo, mucho menos un complicado por qué siempre necesitado de reflexiones, ay, tan escasas. Cuba es la culpable de que andemos hechos una cuba. Cuba es la culpable de todas mis angustias, de todos mis quebrantos (esta oración suena mejor si se canta a ritmo de bolero). Deberíamos abandonarla por decreto, de un golpe, sin esperanzas de recuperarla. Abandonarla, no a la buena de Dios, sino a la mala del diablo, a la mala de tantas ideologías baratas, de tanto vulgo revuelto, de tanto grito pretencioso, de tanta invitación a la muerte. Deberíamos dejarla y construirnos muchas Cubas solemnes y privadas por el mundo, apenas si nos notaríamos desperdigados desde Caracas a Cancún, desde Múnich a Manchester, desde Bagdad a Barcelona. Cuba es la noche, solo noche y sus noctámbulos ebrios. Así, no nos queda otro remedio a los sobrios penitentes que partir, partir dejando atrás casas, calles, parques, personas, cargando un par de vivencias memorables, por fuerza. Arrancarse a Cuba de un manotazo, o mejor, de un plumazo, o sea, de una parrafada, ignorarla con perseverancia, demostrarle que no es, a fin de cuentas, imprescindible.
No creo en las patrias, invención de los hombres, dependencia fingida a las fronteras resultantes del azar o el capricho. Mucho menos creo en los patriotas chovinistas del color local y alentadores del desprecio a los demás, llámense judíos, gitanos, chinos, negros, albaneses, kosovares o, simplemente, diferentes. No me permito creer en los héroes, esos que han muerto por vanidad y trascienden en la envidia de los cobardes natos. Los héroes son resultado del azar, sin el último, los primeros no serían. Los ejemplos que he seguido no han sido héroes sino personajes patéticos, quiero decir, personas corrientes, insignificantes, casi siempre débiles de cuerpo y fortísimos de espíritu.
La patria no es nada, no existe. Cuba no existe a menos que sea cuba. Cuba podría llamarse Isabela, o quién sabe si La Habana hubiera tenido que cargar con un nombre cliché al estilo de New London para obligarnos a cantar congas en inglés. Cuba es, en fin, solo una carga para los que la sufrimos y una justificación al que la añora.
Deberíamos abandonarla, repito, a la mala del diablo, olvidarla, ignorarla hasta que le duela. Dejarla morir de calor y de sal, ahogada en el Caribe todo suyo, ese mar que ahora me obliga a sentarme a la mesa —sin café— y escribir mi exorcismo. Porque noche fue, es y será —al menos eso me repiten las encarnaciones que he sido, historiador, simple yo y oráculo—, porque la oscuridad es signo que la rige, aros de hierro que la ciñen. “Escapad gente tierna que esta tierra está enferma y no esperes mañana lo que no te dio ayer”, cantan en una canción. “Acaba de irte pal carajo, muchacho, este país es una mierda, te lo digo yo” me invita a menudo El Zurdo, negro viejo, fuerte y sencillo, encarnando la voz de esa parte de su generación que terminó perdedora, paupérrima y completamente desarmada ante el miedo.
Irse es un desastre ineluctable que termina siendo, además, forzosamente necesario.
Yomar González
El Rancho, Diciembre 6, 1999
Fotografía: Roser Villalonga www.roservilallonga.com/ |
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