Tienes esos sueños de mierda, sueños mediocres, y plomizos, y distantes, insondables, imprecisos. Ningún sueño supera ésto (ahora, vives y mueres, mueres y vives, sucesivamente, hasta la depauperación). La mediocridad no es un criterio que provenga de los demás, es una condición vital, de la que sólo tú eres consciente, esa muerte, esa consciencia de ser la versión desabrida del yo, la inexactitud en aquel otro sueño, el de aquel veinteañero con hambre que leía a la luz de una vela. Eres capaz de creerte capaz de cualquier cosa, hasta ese momento cuando descubres tu cobardía más básica. Cuando no seas capaz de saber quién eres, es hora de parar y averiguarlo, dijiste una tarde a la sombra de una ceiba. Has llegado allí, gastado, como aquel adolescente que amaba y se consumía en el concepto, en la ubicación y explicación del sentimiento. Y eso basta, o debería. Ahonda. Siéntate en tu trono de papel hasta que la policía y los jueces y el carcelero vuelvan a tocar a tu puerta, en esa danza triste de la compostura. Escoge un bando, aunque sea el de los sin bandos. Termina las guerras que has comenzado. No vivas. O no mueras.
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