La ley del menor y Los muertos


       En ocasiones, con esto en lo que se ha convertido el arte (me canso cada vez que tengo que escribir arte y literatura, como si la segunda no fuera parte de la primera; por tanto, acorde el inexistente libro de estilo de esta página, ahora y en cualquier remisión futura se deberá entender que el término “arte”, hace referencia a todas las artes, incluidas las artes literarias), no llego a dilucidar si determinados acercamientos de un texto literario a otro son un divertimento intercultural e intergeracional, una aproximación transvarguardista, un homenaje intertextual; o sencillamente un plagio.
Recientemente he leído “La ley del menor” (The Children Act) de Ian McEwan. Para quien no esté el tanto, McEwan es autor de algunas de mis novelas preferidas: “El inocente”, “Los perros negros” o “Expiación”. Pero esta “La ley del menor” (no sé si el término spoiler se debería utilizar aquí, si es aplicable a una novela de Ian McEwan o está reservado para series, películas y los libros de Stephen King), termina más o menos por esta parte que dice:

              Sólo entonces, cuando escampó, se dieron cuenta de que la lluvia había estado fustigando las ventanas.
Él rompió este silencio más profundo.
¿Y qué ocurrió? —dijo—. ¿Dónde está ahora?
Ella contestó con una calma monocorde.
Runcie me lo ha dicho esta noche. Hace unas semanas la leucemia volvió a aparecer y le ingresaron en un hospital. Se negó a permitir que le hicieran una transfusión. Lo decidió él. Tenía dieciocho años y nadie pudo hacer nada. Se negó y los pulmones se le llenaron de sangre y murió.
Así que ha muerto por su fe. —La voz de su marido era fría.
Ella le miró sin comprenderle. Era consciente de que no se había explicado en absoluto, de que había muchas cosas que no le había dicho.
Creo que fue un suicidio.
Guardaron silencio durante unos segundos. Oyeron voces, risas y pasos en el square. El público del concierto se estaba dispersando.
Jack carraspeó suavemente.
¿Estabas enamorada de él, Fiona?
La pregunta la desarmó. Lanzó un sonido terrible, un aullido sofocado.
¡Oh, Jack, no era más que un niño! Un chico. ¡Un chico encantador!
Y finalmente empezó a llorar, de pie junto al fuego, con los brazos colgando inertes a los lados, mientras él la observaba, conmocionado por ver a su mujer, siempre tan reservada, devastada por la congoja más extrema.
Ella no podía hablar ni contener el llanto, y ya no soportaba que la vieran. Se agachó para recoger sus zapatos y salió corriendo de la habitación al pasillo descalza, sólo con las medias. Cuanto más se alejaba de él, más fuerte era su llanto. Llegó al dormitorio, lo cerró de un portazo y, sin encender la luz, se desplomó en la cama y hundió la cabeza en una almohada.

        He estado buscando alguna entrevista, declaración o artículo de (o sobre el libro de) McEwan que hiciera referencia a algún tipo de homenaje. No encontré ninguno, aunque eso no significa que no lo haya.
Porque mientras lo leía me recordó muchísimo al final de otro conocidísimo relato, “Los muertos” de James Joyce.

              -Entonces, la noche antes de irme, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las maletas, cuando oí que tiraban guijarros a la ventana. El cristal estaba tan anegado que no podía ver, por lo que corrí abajo así como estaba y salí al patio y allí estaba el pobre al final del jardín, tiritando.
-¿Y no le dijiste que se fuera para su casa? -preguntó Gabriel.
-Le rogué que regresara enseguida y le dije que se iba a morir con tanta lluvia. Pero él me dijo que no quería seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos ahí mismo, ahí mismo! Estaba parado al final del jardín donde había un árbol.
-¿Y se fue? -preguntó Gabriel.
-Sí, se fue. Y cuando yo no llevaba más que una semana en el convento se murió y lo enterraron en Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que supe que, que se había muerto!
Se detuvo, ahogada en llanto, y, sobrecogida por la emo­ción, se tiró en la cama bocabajo, a sollozar sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano durante un rato, sin saber qué hacer, y luego, temeroso de entrometerse en su pena, la dejó caer gentilmente y se fue, quedo, a la ventana.
Ella dormía profundamente.

La situación es exacta, la acción, la sugerencia erótica, cercana y conciliadora, la ruptura a través de la imagen de un extraño, presencia no soslayable, no evitable, presente siempre, para siempre. ¿Divertimento, aproximación, homenaje, plagio o, acaso, sencillamente plagio?



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