Laboriosa búsqueda de la infelicidad


       El término felicidad es tan impreciso como la mayoría de los conceptos ligados a los sentimientos. Se suele asociar, por ejemplo, a un estado de ánimo, a algo circunstancial y efímero. Si buscamos sinónimos de la palabra, encontramos: júbilo, alborozo, regocijo, entusiasmo, algazara, alegría, exaltación, gozo, placer… Todas ellas remiten a transitoriedad, a lapsos de tiempo de disfrute y no a un estado duradero. Porque creo que cuando hablamos de felicidad, de un estado genérico y, más o menos, duradero, pensamos en otra cosa, quizás en algo así como una felicidad filosófica, existencial, alejado de los ya mencionado estados de ánimo.
     Aristóteles remitía a la felicidad como un estilo de vida, al ejercicio y desarrollo de las virtudes personales; Epicuro al equilibrio y la templanza; Slavoj Zizek lo plantea como paradoja, la felicidad como un asunto de opinión y no un hecho verdadero. No, no pretendo una aproximación pedante, son sólo un par de ejemplos de la variedad de posibilidades de afrontar el mismo concepto. Cada uno de nosotros es un filósofo. O mejor decir muchos de nosotros. Aquellos que se preguntan los por qué de muchas cosas e intentan encontrar respuestas más o menos alejadas de la superstición. De ese modo, si cada uno pensase en qué es para sí la felicidad y lo pudiera explicar y comunicar coherentemente, tendríamos millones de visiones diferentes.
     Hace muchos años yo asociaba la felicidad con una imagen bucólica y cursi: una casa junto a un río, con árboles frutales al fondo, una gran mesa, miles de paquetes de folios que me encargaría de rellenar con ideas y propuestas geniales, una mujer que me abrazara por la espalda y quisiera fisgar qué estaba escribiendo. Hoy, está asociada con la paz, la tranquilidad mental, el equilibrio, la posibilidad de aceptar y negociar con mis fantasmas; la seguridad que sólo es posible a través de la aceptación y control de la verdad, esa verdad absoluta, tremenda, devastadora, que nos libera. En el transcurso de nuestras vidas somos muchas personas, cambiamos constantemente, somos un amasijo más complejo cada vez, dentro de otras complejidades vitales. Por tanto también varía nuestro concepto de felicidad, y otras muchísimas cosas.
     Todos queremos ser felices. Todos decimos buscar la felicidad. En apariencia es así. Sin embargo, el ser humano, esta especie poco más desarrollada que cualquier simio que somos, se pasa gran parte de su tiempo luchando contra su propia felicidad. Hay una contradicción evidente en cada uno. Desearíamos ser felices, pero hacemos todo lo posible por no conseguirlo. Está siempre esa ocasión ofrecida, ese todo a nuestro favor, se dan ciertas condiciones que lo podrían facilitar y, visto desde fuera, podría incluso considerarse que es una tarea fácil. Pero resulta que lo fácil nos suele parece nimio, aburrido e insípido. Podríamos dar un par de pasos y alcanzar ese estado de felicidad existencial, esa posibilidad de sentirnos realizados, completos. Sabemos que es posible, lo rozamos… No, demasiado fácil. Por alguna razón, llegamos al convencimiento de que preferimos añadir algo más de sustancia, tensión, pimienta, adrenalina, aventura, sueños, visiones. La vía fácil para llegar a la felicidad habitualmente se desecha.
     Todos decimos querer ser felices.
     Todos, o la gran mayoría, se enfrasca en una laboriosa búsqueda de la infelicidad.
     Ser felices es difícil, infelices no tanto.


 

La ley del menor y Los muertos


       En ocasiones, con esto en lo que se ha convertido el arte (me canso cada vez que tengo que escribir arte y literatura, como si la segunda no fuera parte de la primera; por tanto, acorde el inexistente libro de estilo de esta página, ahora y en cualquier remisión futura se deberá entender que el término “arte”, hace referencia a todas las artes, incluidas las artes literarias), no llego a dilucidar si determinados acercamientos de un texto literario a otro son un divertimento intercultural e intergeracional, una aproximación transvarguardista, un homenaje intertextual; o sencillamente un plagio.
Recientemente he leído “La ley del menor” (The Children Act) de Ian McEwan. Para quien no esté el tanto, McEwan es autor de algunas de mis novelas preferidas: “El inocente”, “Los perros negros” o “Expiación”. Pero esta “La ley del menor” (no sé si el término spoiler se debería utilizar aquí, si es aplicable a una novela de Ian McEwan o está reservado para series, películas y los libros de Stephen King), termina más o menos por esta parte que dice:

              Sólo entonces, cuando escampó, se dieron cuenta de que la lluvia había estado fustigando las ventanas.
Él rompió este silencio más profundo.
¿Y qué ocurrió? —dijo—. ¿Dónde está ahora?
Ella contestó con una calma monocorde.
Runcie me lo ha dicho esta noche. Hace unas semanas la leucemia volvió a aparecer y le ingresaron en un hospital. Se negó a permitir que le hicieran una transfusión. Lo decidió él. Tenía dieciocho años y nadie pudo hacer nada. Se negó y los pulmones se le llenaron de sangre y murió.
Así que ha muerto por su fe. —La voz de su marido era fría.
Ella le miró sin comprenderle. Era consciente de que no se había explicado en absoluto, de que había muchas cosas que no le había dicho.
Creo que fue un suicidio.
Guardaron silencio durante unos segundos. Oyeron voces, risas y pasos en el square. El público del concierto se estaba dispersando.
Jack carraspeó suavemente.
¿Estabas enamorada de él, Fiona?
La pregunta la desarmó. Lanzó un sonido terrible, un aullido sofocado.
¡Oh, Jack, no era más que un niño! Un chico. ¡Un chico encantador!
Y finalmente empezó a llorar, de pie junto al fuego, con los brazos colgando inertes a los lados, mientras él la observaba, conmocionado por ver a su mujer, siempre tan reservada, devastada por la congoja más extrema.
Ella no podía hablar ni contener el llanto, y ya no soportaba que la vieran. Se agachó para recoger sus zapatos y salió corriendo de la habitación al pasillo descalza, sólo con las medias. Cuanto más se alejaba de él, más fuerte era su llanto. Llegó al dormitorio, lo cerró de un portazo y, sin encender la luz, se desplomó en la cama y hundió la cabeza en una almohada.

        He estado buscando alguna entrevista, declaración o artículo de (o sobre el libro de) McEwan que hiciera referencia a algún tipo de homenaje. No encontré ninguno, aunque eso no significa que no lo haya.
Porque mientras lo leía me recordó muchísimo al final de otro conocidísimo relato, “Los muertos” de James Joyce.

              -Entonces, la noche antes de irme, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las maletas, cuando oí que tiraban guijarros a la ventana. El cristal estaba tan anegado que no podía ver, por lo que corrí abajo así como estaba y salí al patio y allí estaba el pobre al final del jardín, tiritando.
-¿Y no le dijiste que se fuera para su casa? -preguntó Gabriel.
-Le rogué que regresara enseguida y le dije que se iba a morir con tanta lluvia. Pero él me dijo que no quería seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos ahí mismo, ahí mismo! Estaba parado al final del jardín donde había un árbol.
-¿Y se fue? -preguntó Gabriel.
-Sí, se fue. Y cuando yo no llevaba más que una semana en el convento se murió y lo enterraron en Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que supe que, que se había muerto!
Se detuvo, ahogada en llanto, y, sobrecogida por la emo­ción, se tiró en la cama bocabajo, a sollozar sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano durante un rato, sin saber qué hacer, y luego, temeroso de entrometerse en su pena, la dejó caer gentilmente y se fue, quedo, a la ventana.
Ella dormía profundamente.

La situación es exacta, la acción, la sugerencia erótica, cercana y conciliadora, la ruptura a través de la imagen de un extraño, presencia no soslayable, no evitable, presente siempre, para siempre. ¿Divertimento, aproximación, homenaje, plagio o, acaso, sencillamente plagio?



Fin

   Cualquier fin es una derrota. En el momento del fin, ese momento cuando estamos solos, la noche de los hechos, todo, absolutamente todo, es la misma cosa. Pasado el dolor queda sólo vacío, impotencia y la conciencia de que hemos sido derrotados. Una derrota autoinflingida, donde corazón lucha contra riñones, riñones contra cerebro, cerebro contra pulmones. Una derrota del yo contra el yo. Una victoria del otro, ese otro que es uno mismo. En el momento del fin, podríamos llegar a preguntarnos: ¿qué hemos hecho mal? ¿dónde nos hemos equivocado? ¿es, cómo dicen, una decisión apenas imperceptible que repercute sobre todo, magnifica los agravios, las antipatías, los rencores?, ¿es, quizás una suma de todas las cosas, el reconocimiento de que todo lo hecho ha sido contraproducente? Ni siquiera nos sirve el arrepentimiento. ¿Qué habría pasado si…? No pasará. Es el fin.
Ya me lo habían avisado, en un poema. Para que la idea fuera mía habría tenido que morir. Ay de los poetas que no recuerdan la sabiduría de los poetas.
Soy consciente de todas mis carencias. Las desarrollé concienzudamente durante años, me las expliqué frente al espejo, con tranquilidad, me las expliqué en silencio. Todo. Ese todo eran muchos todos fragmentados, era un todo con demasiadas grietas, con agujeros por donde se filtraba el frío, la humedad y la fragilidad de las cosas.
Estoy cansado de los finales, y de las derrotas. Estoy cansado de arrastrar personas que ya no están, distantes cercanías, caricias pasadas, alegrías consumidas, recuerdos. Estoy exhausto de pensar en los otros, de notar que  mientras avanzo, el destino se aleja y confluye con el final de todo. Estoy cansado.
Sin embargo, sé que cualquier fin es el inicio de otras cosas. Y, como somos así de optimistas, creemos que ese inicio será mejor que el pasado. Que así sea, entonces. Miramos al futuro con el temor de los que nos depara, con la ansiedad de un adolescente que quiere ser mayor o la de un niño que quiere que sea ya el día de Reyes para recibir sus regalos. 
La vida. La vida es una mierda maravillosa. 


Mirar a la muerte

"Cantemos: la muerte, la muerte, la muerte, / hija de puta, viene. / La tengo aquí, me sube, me agarra / por dentro." Eso cantaba el poeta Julio Sabines. Y sí, así es, la muerte extraña es una hija de puta. Sentí morir a mi padre una noche del año 2009. Lo percibí en esa conexión entraña mientras me retumbaba aquella su última frase "no te olvides de nosotros". He estado ausente de muchas muertes, he estado presente en un par de ellas. Y sí, la muerte, hija de puta, viene.
Sin embargo, de vez en vez, me gusta sacar de paseo a la mía. No le tiento, no la amo. Amo la vida y todos los estereotipos vitales. Amo la alegría, amo la tristeza, amo las risas, el llanto, el dolor, el placer. Salgo a caminar con ella, a veces, le miro fijamente sin que le pueda sacar más información que la ya conocida. Viene. Algún día. Le miro, le hablo: sé que estás ahí, sé que estoy aquí; no tengas prisa como yo no la tengo.
Mirar a la muerte. Es saludable tener una buena relación con ella.


Irse

Hace, me dicen, 18 años, le escribí esto a unos amigos que se marchaban de Cuba. Han pasado muchas cosas desde entonces. Lo publico aquí como respuesta a quienes me han preguntado alguna vez por qué me fui y nunca he regresado. También para tenerlo a mano y recordar.

A Jochi, Karina y Daniela 

Irse es un desastre en verdad, irse es un desastre. Es también —y a la vez—, como los bárbaros a Cavafis, una especie de solución, una última salida desfallecida, un escupitajo al polvo de esta esterilidad isleña, de este desierto al que ha sido reducida la isla más hermosa donde apenas se oyen pasar los pájaros de Colón si es que pasa algún pájaro para la poesía. Cuba, no se han cansado de repetírmelo, es mi patria, o sea, es mi sanción , mi condena, mi grillete. Cuba, sin embargo, es un mero fantasma, es un espíritu, o un licor espiritoso que provoca la esperada borrachera, la curda de no saber qué, cuándo ni cómo, mucho menos un complicado por qué siempre necesitado de reflexiones, ay, tan escasas. Cuba es la culpable de que andemos hechos una cuba. Cuba es la culpable de todas mis angustias, de todos mis quebrantos (esta oración suena mejor si se canta a ritmo de bolero). Deberíamos abandonarla por decreto, de un golpe, sin esperanzas de recuperarla. Abandonarla, no a la buena de Dios, sino a la mala del diablo, a la mala de tantas ideologías baratas, de tanto vulgo revuelto, de tanto grito pretencioso, de tanta invitación a la muerte. Deberíamos dejarla y construirnos muchas Cubas solemnes y privadas por el mundo, apenas si nos notaríamos desperdigados desde Caracas a Cancún, desde Múnich a Manchester, desde Bagdad a Barcelona. Cuba es la noche, solo noche y sus noctámbulos ebrios. Así, no nos queda otro remedio a los sobrios penitentes que partir, partir dejando atrás casas, calles, parques, personas, cargando un par de vivencias memorables, por fuerza. Arrancarse a Cuba de un manotazo, o mejor, de un plumazo, o sea, de una parrafada, ignorarla con perseverancia, demostrarle que no es, a fin de cuentas, imprescindible. No creo en las patrias, invención de los hombres, dependencia fingida a las fronteras resultantes del azar o el capricho. Mucho menos creo en los patriotas chovinistas del color local y alentadores del desprecio a los demás, llámense judíos, gitanos, chinos, negros, albaneses, kosovares o, simplemente, diferentes. No me permito creer en los héroes, esos que han muerto por vanidad y trascienden en la envidia de los cobardes natos. Los héroes son resultado del azar, sin el último, los primeros no serían. Los ejemplos que he seguido no han sido héroes sino personajes patéticos, quiero decir, personas corrientes, insignificantes, casi siempre débiles de cuerpo y fortísimos de espíritu. La patria no es nada, no existe. Cuba no existe a menos que sea cuba. Cuba podría llamarse Isabela, o quién sabe si La Habana hubiera tenido que cargar con un nombre cliché al estilo de New London para obligarnos a cantar congas en inglés. Cuba es, en fin, solo una carga para los que la sufrimos y una justificación al que la añora. Deberíamos abandonarla, repito, a la mala del diablo, olvidarla, ignorarla hasta que le duela. Dejarla morir de calor y de sal, ahogada en el Caribe todo suyo, ese mar que ahora me obliga a sentarme a la mesa —sin café— y escribir mi exorcismo. Porque noche fue, es y será —al menos eso me repiten las encarnaciones que he sido, historiador, simple yo y oráculo—, porque la oscuridad es signo que la rige, aros de hierro que la ciñen. “Escapad gente tierna que esta tierra está enferma y no esperes mañana lo que no te dio ayer”, cantan en una canción. “Acaba de irte pal carajo, muchacho, este país es una mierda, te lo digo yo” me invita a menudo El Zurdo, negro viejo, fuerte y sencillo, encarnando la voz de esa parte de su generación que terminó perdedora, paupérrima y completamente desarmada ante el miedo. Irse es un desastre ineluctable que termina siendo, además, forzosamente necesario.

 Yomar González El Rancho, Diciembre 6, 1999

Fotografía: Roser Villalonga www.roservilallonga.com/

Novelas, series y japos

  En mayo de 1948, apenas tres años después de la victoria de los aliados en la II Guerra Mundial, fue publicada en Estados Unidos la novela “Los desnudos y los muertos”. El autor era un hombre de veintiséis años llamado Norman Mailer, quien gracias a este libro fue aupado a los altares de la narrativa mundial y a quien se le llegó a comparar con los Hemingways y Tolstoys. 



Norman Mailer formó parte de las tropas que tomaron Japón después del lanzamiento de las bombas Little Boy y Fat Man desde  los plateados aviones B-29; sirvió en el Pacífico Sur y allí es donde sitúa a sus hombres: en la isla Anopopei.

Mailer relata las vivencias de un grupo de soldados, sus intimidades, penurias, alegrías, vergüenzas, banalidades, miserias, triunfos. Los héroes de Mailer en esta novela son realmente lo contrario a eso: el intelectual que roza el alter ego autoral, el casi sádico sargento, en campesino sureño; el minero anarquista de Montana, el irlandés católico de los barrios bajos de Boston, la sombra de ese general producto del integrismo de la América más profunda y que se revelará secreto admirador de la disciplina y las doctrinas nazi.

Ese trópico inhóspito, la selva cerrada, el espíritu del ejército japonés, el clima apabullante, las rencillas y peleas internas son algunos de los enemigos con los que tendrá que lidiar el pelotón. Eso además de, y principalmente, la muerte que todo lo circunda y lo enturbia.

La novela me ha venido a la memoria mientras miraba casi obsesivamente los 10 capítulos de la serie de HBO The Pacific. Imagino que las vivencias de todos quienes vivieron similares circunstancias sean, en consecuencia, afines y al menos dos de las personas en las que están basados los personajes de la serie dejaron libros de memoria sobre esa época de su vida (With the Old Breed de Eugene Sledge y Helmet for My Pillow de Robert Leckie). No obstante, es sencillo encontrar una similitud aplastante entre ambas obras, fundamentalmente entre la primera mitad de la novela y los primeros capítulos de la serie. Nada de esto  impide que la narrativa televisiva sea una muestra inquietante de los sentimientos y la capacidad de maldad de la que somos capaces, y del sentimentalismo, y de la bondad, y del miedo, y de un largo etcétera.

Son muchos quienes creen que el mejor cine de Estados Unidos se está produciendo desde las cadenas de televisión, tanto en sus series como en las TV Movies. No lo sé. Sin embargo, doy fe de que un televidente profundamente decepcionado como yo ha vuelto a hallar cierto apego al medio a través de algunas de las series que pululan en plataformas y descargas. También lo es The Pacific y su hermana "Hermanos de sangre" (Band of Brothers). Ambas producidas por Steven Spielberg  y Tom Hanks. El equipo de realización repite casi en su totalidad.

Es por lo menos curioso que con 62 años de diferencia desde la publicación de la novela y el estreno de la serie en 2010, los puntos de vista sean tan similares dentro del mismo limbo de desencanto y razonable crítica a las sociedades modernas.

Me gusta/No me gusta

Tengo un problema con Pynchon: no puedo con él, no lo trago. He estado un mes con "Al límite", y lo he terminado por cierta obligación moral no tanto con Pynchon como con Maxine, a quien me acerqué lo suficiente como para querer averiguar en que terminaban sus historias, su inmersión en las profundidades web, en los entornos virtuales de DeepArcher, y en las pseudo investigaciones y relaciones con hackers, geeks, etc. Pero se me hizo un libro difícil de leer, no difícil de intrincado o profundo, más bien de aburrido.
Soy narrador y lector de narrativa. Alguna vez leí poesía, y a veces regreso a los mismos poemas y a los mismos poetas para cerciorarme de que algunos decían cosas importantes y duraderas; y que otros derrochaban cursilería o ideas muy básicas o sólo no decían nada, o todo ello, a la vez. Soy lector de narrativa y me gusta que a mis personajes, los que leo, por tanto míos, les ocurran cosas, cosas serias, cosas graves, que sobrepasen esos superficialidades, sucesos y emociones que se dejan ver en las habituales series de policías de la tele.
Leer a Pynchon, para mí, es como perder un poco el tiempo ante un hombre que constantemente se está mirando al espejo, se mira, se mira y, para colmo, da una entusiasta aprobación a lo que ve. “Al límite” termina siendo una reivindicación de teorías conspirativas, una "modernez" habría dicho mi padre, un acercamiento a la parte sórdida del mundillo "virtual", la ya famosilla internet profunda y a ese sentimiento que ha venido con el nuevo siglo de que no tenemos ni puta idea de nada.
Me entusiasmaron las cuarenta o cincuenta páginas donde se relatan los sucesos del 11-S y los días posteriores, principalmente estos últimos. Y probablemente seguiré leyendo a Pynchon, qué le vamos a hacer. Es lo que tiene eso de los mitos sobrevenidos, siguen siendo un anzuelo útil y al final uno siempre querrá curarse de esta tara de que no te guste Pynchon.

Tengo un problema con Richard Ford: sigue siendo uno de mis tres o cuatro escritores contemporáneos favoritos. Compre Canadá el día nueve de marzo y el 12 ya lo había terminado. Uno de esos libros que uno querría que siguieran eternamente, seguir y seguir con la prosa segura y esa manera tan especial de contar grandes asuntos como si no pasara nada.
Los personajes de Ford son gente normal, si es que la gente normal existe. Excepto en algunos relatos donde se puede encontrar algún profesor o escritor, podrían ser tus vecinos o alguien a quien conoces, con sus peculiaridades, brillos y pobrezas. La trilogía que incluye “El periodista deportivo”, “El día de la Independencia y “Acción de gracias”, está repleta de antihéroes y sus actos, y de infinitas y muy complejas relaciones familiares. “Incendios” y “Canadá” ahondan en esas relaciones familiares, se puede decir que son el centro argumental de las novelas, incluso más que en la trilogía.
Canadá se divide en dos partes -realmente tres, pero la tercera tiene apenas 20 o treinta paginas y se las podía haber ahorrado-, la primera donde relata la vida familiar en   Great Falls, las ansias preadolescentes de Nick y su hermana melliza Berner, los hechos que llevan a Bev, padre de ambos, licenciado de la fuerza aérea, a pensar que atracar un banco puede llegar a ser una buena idea y a permitir que su esposa se enrolara en ello. (No tema, nada de esto es eso que ahora llaman spoiler, de hecho, el propio autor lo revela en la primera página y, además, eso no es lo importante.) La segunda parte, una vez separada la familia, narra las vicisitudes de Nick en una población canadiense adonde va a parar gracias a la planeada intervención de su madre. Nick crece de prisa y sabe que se enfrenta al mundo solo, con ayudas y traspiés, con traiciones y fidelidades, solo ante un mundo trastocado y ante sí mimo, transformado y fortalecido, fiel a unas pocas cosas y desinteresado por cuestiones que hasta hace muy poco parecían trascendentales e inviolables.
Sin dudas Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon son considerados las grandes figuras de la narrativa estadounidense contemporánea -aunque yo sea más de los dos primeros. Si yo pudiera modificar ese canon, incluiría a Ford antes que a cualquiera de sus contemporáneos. 
Y me quedaría muy a gusto.

Tom Wolfe: La hoguera de la vanidades



-¿Que no te ha gustado “La hoguera de las vanidades”? ¿Cómo es posible? ¿Por qué? Es como que no te guste... ¿Dickens? –dice R., periodista (más bien alguien que estudió periodismo, emigrante él y que por tanto sobrevive trabajando en algo demasiado parecido al telemarketing).

-Porque… (Hay algo decepcionante en esa novela. Me refiero a eso de saber, apenas leídas las primeras cincuenta páginas, que nada nos va a sorprender, que todo se desarrollará según hemos intuido y previsto. Sí, he leído por ahí que se suele comparar a Tom Wolfe con Dickens. Como cualquier comparación es, de antemano, justificada, acepto que les comparen si se concluye que lo único que los acerca es el aparente interés de Wolfe por acercarse a Dickens, o a Thackery en su defecto –para muestra el título de esta novela. Alguien debió decirle a Wolfe que ser un gran periodista no es lo mismo que ser un gran novelista (como tampoco lo es lo contrario). Los grandes frescos victorianos de Dickens –y de Thackery- quedan muy lejos de la Nueva York ochentera. Los personajes de Wolfe son prototipos sociales sin matices que rozan la caricatura en ese afán de representar cada sector social y sus clichés. Pero lo que más lo aleja de Dickens -y de Thackery-, es que ellos trabajan el misterio y la tensión necesarios para invitar a pasar a la página siguiente. Wolfe hace todo lo posible por evitarlo, rehúye cualquier intriga verosímil y se convierte en un escritor aburrido. Tom Wolfe es –o fue- un gran periodista, no voy a ser yo quien lo desmienta, y su percepción de la cotidianeidad de la gran ciudad nos lo recuerda y hasta logra salvar el libro si nos la ingeniamos para saltarnos tantas páginas como sea necesario. Es que esas 800 páginas son demasiadas páginas si uno no es Dickens ni Thackery.). No sé, porque no.

-No lo entiendo, es muy buena.

-Ya.

Richard Ford: Incendios


Lo peor que tiene este libro es el título. Y no es algo que se deba achacar al autor, quien, con relativo acierto, lo tituló "Wildlife". 

Aparte de ello, aclaro que Richard Ford es uno de mis escritores favoritos; uno de esos que son capaces de contar una historia sacada practiacamente de la nada, y hacerla degustable, buena literatura, libros que al finalizarlo te obligan a quedarte un rato mirando por la ventana sin pensar en nada, pero quizás pensando muchas cosas. Hace ya algún tiempo escribí algo sobre él aquí

Comienza así: "En el otoño de 1930, cuando yo tenía 16 años y mi padre llevaba sin trabajo algún tiempo, mi madre conoció a un hombre llamado Warren Miller y se enamoró de él." La historia ocurre en Great Fall, Montana, una zona donde ya situó varios relatos de su libro "Rock Springs". La historia de un padre, una madre y el joven de dieciséis años que narra la historia. Tres personajes prototipos recurrentes en las novelas de Ford y su exploración de la sociedad americana a través de las relaciones familiares. Los tres llegan a Great Falls desde Idaho en la creencia del padre de que la gente estaba haciendo dinero en Montana, o pronto comenzaría a hacerlo. Sin embargo, en lugar de esa suerte deseada, la nueva ciudad los recibe con un gran incendio forestal y con los temores asociados a él y, en general, los temores de un adoslescente ante esas cosas raras que solemos hacer los adultos.

Agota Kristof: Claus y Lucas

Mientras leía las tres novelas de Agota Kristof ("El gran cuaderno"; "La prueba"; "La tercera mentira") publicadas en España en un único volumen con el título “Claus y Lucas”, recordé la escena de una película. No fue nada relacionado con la trama, con los personajes, ninguna frase, ninguna literalidad.

La escena es de la película de Spielberg “Salvar al soldado Ryan”. Hacia el final ocurre un enfrentamiento entre las tropas alemanas y el grupo americano. En una de las casas del pueblo abandonado donde sucede la batalla hay una lucha cuerpo a cuerpo entre dos soldados, cada uno de un bando. El americano saca un cuchillo o bayoneta, pero el alemán logra voltearlo en el forcejeo y, debido a la fuerza con la que ambos hombres empujan, lo va metiendo lentamente en el pecho de su enemigo. El alemán, mientras el cuchillo cede y se introduce en la carne, dice unas frases que siempre presumí tranquilizadoras: de cierta forma lo despide, se acerca.

Porque estos libros hacen que uno se sienta como ese soldado americano. Porque poco a poco, milímetro a milímetro, con una sencillez asombrosa, con esa naturalidad de lo sabido, se nos clava ese cuchillo en forma de dura y nítida historia.

Y no podemos hacer nada para evitarlo, pasamos a la siguiente página, a por otra ración de dolor, de baldío, de expuesta y descarnada realidad.