John Banville: Los infinitos

Traducido por The Galimatías
Tomado de: The Guardian

Por Christopher Tayler
La poesía, decía Ezra Pound, debe estar, cuando menos, tan bien escrita como la prosa. El novelista irlandés John Banville ha dedicado su vida literaria a darle la vuelta a este consejo de Pound.

Banville se hizo conocido con "Birchwood" (1973), su tercer libro, que abordaba la historia de su país no con reverencia patriótica sino con un desconcertante humor negro. Algunos escritores irlandeses más jóvenes como Colm Tóibín han dado fe del efecto vigorizante de "Birchwood"; pero ya desde entonces Banville se movíao en una dirección diferente a la mayoría de sus colegas en Irlanda, junto a los grandes estilistas del siglo de XX. La prosa de Beckett es una influencia fundamental en su trabajo, a ella Banville añadió lustre descriptivo, inmediatez sensual y argumentos funcionales próximos a Nabokov, Saul Bellow o John Updike. Así mismo, desplegó un amplio espectro de metáforas y motivos que van desde la cultura grecoromana, Shakespeare, la pintura del siglo XVII o el romanticismo alemán; hasta las matemáticas, la cosmología y la física.



En los mejores libros de Banville, la escritura de ellos basta para asimilar algunos desalentadores patrones a través de una formidable voz estilística propia. Sus obras más eficaces suelen ser narradas por elegantes paradigmas irlandeses o anglo-irlandeses –del tipo Humbert Humbert- con aires señoriales contrarrestados por el cuestionamiento de sí mismos. En "El libro de las pruebas" (1989) y "El intocable" (1997), el tono circunspecto de los narradores también se compensa con las actividades que llevan a cabo -robo de arte, asesinato, espionaje. Otro de sus libros, "La carta de Newton" (1982), una novela corta, funciona igual de bien sin esos toques siniestros. Sin embargo, la ausencia de todos estos detalles provoca que alguna de sus novelas más recientes parezca artificialmente excitada, como si toda la energía narrativa hubiera ido a parar a los libros policíacos que ha empezado a escribir bajo el seudónimo de Benjamin Black. Estos efectos, que usualmente encajan perfectamente en una atmósfera de ambigüedad moral y temor -el mundo percibido con agudeza, inanimado y sombrío, estilizadas figuras humanas, diálogos inconclusos, escenas estáticas-, se pueden percibir artificiosos cuando se reseñan vidas dramáticamente menos turbulentas.

Su nueva novela, "Los infinitos", es la primera desde que ganó el premio Booker por "El mar" en 2005, y vale como catálogo de sus temas y métodos favoritos. La acción ocurre durante un único día en una casa grande y sombría del centro de Irlanda. La casa, llamada Arden, es propiedad de la familia Godley. El patriarca de los Godley y su hijo comparten el nombre Adam; “el viejo Adam” está en coma y, según su médico, el doctor Fortune, a punto de morir. (Banville no escatima en nomenclatura simbólica.) Úrsula, la segunda mujer del viejo Adam, ha sido incitada a la bebida y la inseguridad por la lejanía de su marido. El joven Adam es un hombre corpulento e inútil casado con una atractiva actriz, Helen. Su hermana menor, Petra, es una neurótica temblorosa a quien corteja un periodista freelance. Estos personajes y sus dos criados se mueven torpemente por el silencio expectante que ha caído sobre la casa.

El título del libro es tanto una paradoja calculada -¿tiene sentido hablar de más de un infinito?-, como una referencia a un problema que data de los primeros días de la Teoría Cuántica de Campos, cuando se descubrió que ciertos cálculos daban resultados infinitos. Se llegó a descubrir un proceso llamado “renormalización” para eludir esta dificultad, pero el mundo en el que se mueve la novela de Banville es, digámoslo así, irrenormalizable.

El viejo Adam es un físico-matemático que no sólo resolvió el problema del infinito y así favoreció algunas invenciones útiles -los coches que se mueven a base agua de mar, por ejemplo-, sino que también demostró la existencia de universos paralelos, una categoría que incluye también aquel al que él pertenece. En esta novela, Suecia es un país guerrerista, las teorías de la Evolución y de la Relatividad han sido desacreditadas;  los dioses griegos están vivos y especialmente interesado en la casa Arden. y el narrador se presenta a sí mismo como Hermes, mientras Zeus, disfrazado del joven Adam, viola a Helen en el transcurso del primer capítulo.

Banville parece haber absorbido la trama de la obra teatral "Anfitrión" de Heinrich von Kleist, obra que hurga en el problema filosófico planteado por esa capacidad de los dioses clásicos “para suplantar con exactitud a los mortales”. "Los infinitos" juega con temas similares: el joven Adam acostumbra a preocuparse por “el misterio de la otredad”, y hay un signo de interrogación pendiendo continuamente sobre la identidad del propio narrador, así como sobre la identidad del mundo en sí mismo. Hay frecuentes recordatorios a la naturaleza artificial de los sucesos, con el narrador actuando como una especie de dramaturgo fanfarrón (“y soy yo quien ha inventado estas cosas”). “Es una bonita vanidad, ¿no?”, dice el narrador en un punto, “dejaré que se entretenga en esta ocasión.” Hay alusiones a la teología cristiana, a Shakespeare, a Nietzsche, también nombrado como “uno de las luminarias más obscuramente brillantes”.

Sin embargo, esta estructura intelectualmente elaborada se apoya en débiles cimientos dramáticos y el libro sólo se muestra vital cuando el viejo Adán rememora sus recuerdos, cuando, por ejemplo, describe a un hombre acicalado y sombrío que va a visitar a una prostituta poco después del suicidio de su esposa: este es el tipo de cosas que Banville borda. El resto de la novela va a un ritmo muy lento entre juegos de palabras  y  una prosa que escudriña la existencia al modo de la poesía (“Para nosotros vuestro mundo es el mundo que veis reflejado en los espejos”), que Hermes –si es él en realidad-, rescribe sin ninguna vergüenza.

Banville ha demostrado antes que un estilo brillante no tiene por qué estar reñido con la contención artística ni con el reconocimiento de una voz. Triste es decirlo, pero en este libro no lo logra.

artículo original: Aquí

¿Quiénes son ustedes?


Se suponía que iba a ver morir a mi padre, que heredaría el dinero que ganó y guardó en silencio para nosotros, llenándose las manos de callos, construyendo paredes y esas cosas que a nosotros no se nos dan bien, que habitaría la casa que él me construyó paso a paso, con el tiempo y un ganchito. Se suponía que sería algo así como su sucesor, que estaría allí para mi madre cuando llegara a anciana, que abrazaría a mi abuela que se resiste a todo, contra todo y ve desfilar ataúdes de hijos, de nietos. Se suponía que, por ejemplo, cuando muriera mi primo Gilberto, alzaría su cuerpo y lo dejaría caer en aquella sepultura familiar que siendo niño ayudé a construir, que antes de morir le recordaría sus hazañas, sus locuras, como aquel día que tanto lo admiré cuando subía en su bicicleta la montaña y yo me tenía que bajar, subir andando, soportar su mirar atrás burlón. 

Esas cosas se suponían, y otras, que no serán. Porque a uno le dio por esto de vivir entre extraños, de querer a extraños, odiarlos, soportarlos. Y aquella gente que salvo milagro nunca veré, sigue suponiéndole a uno esperanzas, una especie de no nos dejes caer: en el olvido.


La tarde se deshace...



La tarde se deshace de los mantos de la vejez y se levanta del sillón, de un salto, como una gimnasta. No puedo vivir por ti, nadie puede. La tarde y tú se amontonan como coches viejos en un desguace, troceados pero reconocibles: se logra atisbar aún el concepto que los contuvo. Un coche. Tú.

Nada será igual. Nunca nada será igual. Es por eso que dicen aquello de la nostalgia ("la nostalgia es una hermosa puta que se ofrece, que no podemos pagar"), la muy puta.

Y la tarde se marcha dando saltos, dejándome a mí sus mantos, su sillón.



Tobias Wolff: Aquí empieza nuestra historia

Traducido por The Galimatías
Tomado de The New York Times

Por Michiko Kakutani
Marzo 28, 2008

Los personajes en la obra de Tobias Wolff suelen ser cuentistas y mentirosos compulsivos. Moldean sus vidas hasta que logran convertirlas en melodramas, inventan o embellecen a las personas, sueñan mundos fantásticos o convierten sus respectivos pasados en anécdotas de confesionario. Algunos intentan dar la impresión de ser mucho más interesantes a fuerza de adornar la verdad; se inventan identidades falsas para embaucar a los demás; fantasean como una posibilidad de escape a la banalidad de sus vidas. En manos de Wolff, estos personajes se convierten en alegoría tanto de la necesidad de ordenar el caos de la existencia diaria, como de la propia escritura:

El chico que se inventa historias de manera ininterrumpida, cuenta que su madre, perfectamente sana, ha estado tosiendo con sangre, o que él realmente es hijo de unos misioneros, que nació y se crió en el Tibet (“El mentiroso”). El estafador a quien dos hermanos recogen en la carretera y trata de venderles acciones de una mina de oro en Perú. (“El hermano rico”). La profesora que lee a sus estudiantes la extensa “Rima del marinero de antaño” y la plantea a modo de metáfora de la manera en que ella misma delató a sus amigos en Praga, varias décadas atrás (“La estudiante madura”). El hombre que vive una vida alternativa, paralela a la conocida por quienes le rodean –una especie de “qué pasaría” en el que él nunca habría dejado su pueblo natal para ir a vivir a Carolina, en el que habría terminado con la chica de la que estuvo localmente enamorado en secundaria.



Esta colección de relatos nuevos y antiguos nos recuerda que la escritura de Wolff se basa en los métodos narrativos tradicionales. Hay algo ligeramente pasado de moda en muchos de estos cuentos. El lenguaje utilizado habitualmente por sus personajes es un tanto anticuado, las historias tienden a presentarse ordenadamente en sus presentación, nudo y desenlace, con deliberados giros irónicos al modo de O. Henry. El lector se siente atraído por argumentos peculiares e intrigantes, y finalmente es atrapado por los pequeños detalles y destellos físicos y emocionales que Wolff dispersa como migas de pan. La prosa es tan vívida y entretenida que el lector usualmente sólo es capaz de notar lo artificial cuando ha terminado la lectura.

En “En el jardín de los mártires norteamericanos” una profesora que ha tratado de conservar su carrera intentando no entrar nunca en posiciones controvertidas, se da cuenta de que le han gastado una broma con una oferta de trabajo falsa y reacciona dictando una exagerada conferencia sobre indios con garrotes, lanzas, arpones y redes persiguiendo a la gente y dándoles caza. En “La cadena” un hombre llamado Gold le tiene que devolver el favor a un amigo –quien ha matado al perro que mordió a la hija de Gold- y termina provocando una cadena de imprevistas y trágicas consecuencias. Y en “Avería en el desierto, 1968” un automóvil familiar se rompe dentro de un pequeño garaje en medio de la nada. Cuando el esposo se dirige al pueblo cercano y lo recoge un equipo de cine, llega a contemplar la posibilidad de abandonar a su esposa e hijo en el desierto para ir a buscar una carrera en el mundo del cine.

Como saben los lectores habituales de Wolff sus personajes tienden a ser vagos, inadaptados, desarraigados: el desafortunado, el decepcionado, el perdido, el detestable.. Saben que sus sueños, ya sean llegar a triunfar en Hollywood o estar con la chica de sus sueños, están fuera de alcance; o se sienten llenos de ira y odio contra sí mismos porque son gordos, o no tienen suerte, o se avergüenzan por la falta de solvencia o por la poca prospección de futuro. Pasan mucho tiempo reflexionando sobre sí mismos, pensando si es mejor vivir a tope y acabar en un estallido o si en cambio lo mejor es vivir tranquilamente y acabar en un suspiro.

El gordo perdedor que le dispara a uno de los amigos que se burlan de él en una cacería; el buscador espiritual que acumula grandes deudas y es expulsado de la comunidad religiosa; el triste soldado que se une al ejército con el objetivo de castigar a su madre por haberse casado con un antiguo maestro suyo; el desgraciado que envidia la novia de su mejor amigo; el imbécil que se hace amigo de un carterista y, como es predecible, pierde su billetera. Esta es la muestra de los desafortunados sobre los que pone su mira Wolff.

En historias menores, estos personajes son sencillamente aburridos y deprimentes –ante ellos generalmente se adopta un aire de condescendencia cansada. En las más logradas, sin embargo, como ya hizo Wolf en “Vida de ese chico”, demuestra su habilidad para escribir sobre la desgracia y la supervivencia en una afortunada combinación de compasión y humor, representando tanto el reconocimiento del abismo –“donde las heridas no sanan y las cosas nunca se solucionan”- como la determinación obstinada de, en cierto modo, navegar lo mejor que pueden alrededor de tan profunda sima.




Artículo original en inglés: Aquí

Gay Talese: “Retratos y encuentros”

Pretendía comentar el libro “Retratos y encuentros” de Gay Talese. Quienes conozcan otros trabajos suyos (“El reino y el poder”, “Honrarás a tu padre”, “La mujer de tu prójimo”) sabrán. Quienes no, quizás les sirvan estos fragmentos narrativos que algunos también catalogan como periodismo:


"No puedo mirar a los ojos a nigún boxeador porque… bueno, una vez miré a los ojos a uno. Fue hace mucho, mucho tiempo. En ese entonces yo debía estar con los amateurs. Y cuando miré a mi contendiente vi que tenía una cara tan simpática,,,. Y él me miró a mí… y me sonrió… ¡y yo le sonreí! Fue raro, muy raro. Cuando un tipo es capaz de mirar al otro y sonreír de ese modo, no creo que tengan nada que hacer peleándose." (El perdedor)

"Cuando Sinatra llega, Jacobs le sirve la cena en el comedor. Luego Sinatra le informa que puede irse a casa. Si, en una noche como ésas, Sinatra llegara a pedirle a Jacobs que se quedara un poco más, o que jugaran una manos de póquer, él lo haría gustoso. Pero Sinatra nunca se lo pide." (Sinatra está refriado)

"Pero me gustaba golpear individuos porque  era lo único que podía hacer. Y fuera o no el boxeo un deporte, quería hacer de él un deporte porque era algo en lo que yo podía triunfar. ¿Y cuáles eran los requisitos? Sacrificio. Eso era todo. A alguien venido de la sección de Bedford-Stuyvesant de Brooklyn, el sacrificio le resulta fácil. Así que seguí boxeando y un día me convertí en el campeón de los pesos pesados, y conocí personas como usted. Y usted se pregunta cómo hago para sacrificarme, cómo puedo privarme de tato. No se da cuenta de dónde vengo, esp es todo. No entiende dónde estaba yo cuando me embarqué en esto." (El perdedor)

"Es la ciudad de Michael McPadden, quien se sienta detrás de un micrófono  en una caseta del metro de Times Square y grita en una voz que oscila entre la futilidad y la frustración; “Cuidado al bajar, por favor, cuidado al bajar”. Imparte ese consejo 500 veces al día y en ocasiones quisiera improvisa. Pero rara vez lo intenta. Desde hace tiempo está convencido que la suya es una voz desatendida en el bullicio de las puertas que golpean y cuerpos que se estrujan, y antes que se le ocurra algo ingenioso para decir, llega otro tren de la Grand Central…" (Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas)

"El cuidado que pone a sí mismo puede medirse desde las uñas arregladas hasta sus botas de puntera cuadrada, que no tienen raspaduras y brillan suavemente, sin el inmaculado pulimento de un criado. Pero su barba parecía pertenecer a otra persona y otra época. Es excesivamente larga y descuidada, Los mechones blancos se mezclan con los negros descoloridos y le cuelgan por el frente del uniforme como un sudario viejo, curtidos y resecos. Es la barba del monte. Castro se la soba todo el tiempo, como si tratara de resucitar las vitalidad de su fibra." (Alí en La Habana)

Valor


El pasado 26 de junio, el Tribunal Regional de Colonia, Alemania, dictó una sentencia que considera que la ablación del prepucio por motivos religiosos es una herida intencional y, por lo tanto, ilegal: "el derecho de un niño a su integridad física prima sobre el derecho de los padres". Es decir, prohibió la circuncisión de menores.

La sentencia ha despertado fantasmas que muchos alemanes siguen temiendo. Los judíos aún más. Funcionarios del gobierno alemán y autoridades sanitarias han comentado el suceso: estudian el dictamen con detenimiento.

Mientras tanto, una curiosa imagen se pude ver esta semana en puntos de Berlín y Bruselas, donde se reunieron organizaciones de judíos y de musulmanes para protestar juntos contra la decisión.


En las notas de las agencias de prensa se puede leer un dato: en Alemania viven alrededor de 4 millones de musulmanes y de 120 mil judíos.

Y mientras leía la noticia en diferentes fuentes, pensaba: 120 mil judíos, ¡hay que tener cojones valor!

Escapar


La cosa está dura. El Consejo de Ministros del gobierno español del próximo viernes, sin haber ocurrido, ya tiene a más de uno cagado de miedo aterrorizado temeroso. Cualquiera que sea el área donde desenvuelve su trabajo (si lo hubiera, en todo caso) –incluso el funcionariado, que por primera anda en eso de fijarse en las barbas de su vecino-, habrá escuchado que la cosa está dura: sabe de qué va, no se vende, no se contrata, sobramos la mitad de nosotros en casi todos los sitios –incluso últimamente percibo más relajación entre los parados, por aquello de quien nada tiene, nada pierde, que en los que aún conservan la fortuna de tener que levantarse todos los días a cumplir y aguantar que las empresas los puteen avasallen.

A la mente de más de uno llega por estos días el instinto con voz de Pepe Grillo, repite un infinitivo: escapar.

Pero escapar cómo, escapar adónde.

Porque en ocasiones esto de escapar termina cansando. No es que a uno le duelen las piernas como después de haber corrido diez kilómetros. No es que uno tenga deseos de sentarse, poner los pies en altura, encender la televisión y abrir una cerveza. Cansa como contar estrellas.


En aquel cuento tan famoso de mi alguna vez sobreadmirado Hemingway –ahora sólo lo admiro-, le preguntaban a Ole Andreson: "¿No podría escapar de la ciudad?" 

"No” contestaba él. “Estoy harto de escapar."

Comic Sans


Hace 20 años los tipos de letras (fuentes, les llaman) no era algo que interesa mucho, siquiera poco. A uno le ponían una impresión delante y la miraba, incluso la leía; lo más que se interactuaba con los tipos era aceptándolos o no.


Sin embargo, llegó un momento en que comenzamos a escoger. Así nombres como Times New Roman, Arial, Garamond, Tahoma, Cambria comenzaron a formar parte del léxico diario y el asunto dejó de ser privado de linotipistas y diseñadores.

En 1994, Vincent Connare, empleado en Microsoft como “ingeniero tipográfico”  decidió crear un nuevo tipo de letra basado en el estilo de los libros de cómic. El tipo de letra se lanzó posteriormente dentro de Windows 95. Según cuentan su idea original era usarla en Microsoft Bob (aplicación de la compañía que se lanzó en 1995). La interfaz tenía situaciones y personajes que “hablaban” y para ello usaba el tipo de letra Times New Roman. Así que Connare decidió crear otro, sencillo y divertido, que se adaptara mejor al entorno de la interfaz: se llamó Comic Sans.

Desde aquí hasta convertirse en un fenómeno global. Cuando le preguntaron a Connare porqué había funcionado tan bien contestó: “porque en algunos casos es mejor que Times New Roman, por eso”.

Tarjetas de felicitación, hojas colgadas de los tablones de anuncios, todo tipo de mimosidades. Durante años, el sobreuso del tipo de letra fue evidente, tanto que hemos llegado al punto de desplegar toda una campaña para acosarlo, mancillarlo, prohibirlo. 

Nótese el revuelo que causó ayer en las redes sociales que el CERN presentara el resultado de sus investigaciones sobre el bosón de Higgs con un powerpoint escrito en Comic Sans.

La gente es muy rara.

Porque yo me pregunto, seriamente, dejando a un lado a quienes añoran su minuto de fama, trolls y en general a la niñería aletargada que pulula por la red: ¿a quién coño le puede importar?

Lo que nos queda por vivir

Hoy, en un domingo más de trabajo, mal pagado como cualquier trabajo que se haga un domingo, me dio un pequeño dolor en el pecho. Uno de esos dolores que acojonan siempre. Me quedé mirando la pantalla del ordenador y me pregunté qué tal si los siguientes segundos fueran todo lo que te queda por vivir.
Una putada, apenas. A mucha gente le ha pasado y no han podido siquiera pensar en ello.
Después vino España y ganó la Eurocopa, hubo cantos, jolgorio en las calles de un barrio de Barcelona y la siempre inquietante imagen de una bandera que ondea desde una mano sin cuerpo asomada por la ventanilla de un coche.
Y me acordé de Omara Portuando, esa mujer que nunca me cayó bien, pero que cantaba esta canción que tarareé durante todo el trayecto hasta casa y que escuché después, acompañando un café y un cigarrillo.

De mujeres con hombres

El nombre de Richard Ford siempre me ha sonado a presidente de Estados Unidos, aún cuando de Gerald a Richard haya una distancia considerable. El escritor me asaltó una tarde de hace ya varios años, en una de las bibliotecas madrileñas adonde iba a buscar refugio de mí mismo. Por azar y sin ninguna referencia agarré un libraco del estante que tenía el sospechoso título –por la referencia a una peli de estas apocalípticas y que algunos justifican con lo de “pasar el rato” como si hubiera ratos que no se consideraran parte de la vida, sino algo que debe ocurrir de prisa, un mal trago- de “El día de la independencia”.

“El día de la independencia” -y lo cito como detalle curioso más que como prueba de algo- obtuvo los premios Pullitzer y Pen/Faulkner  y es otro intento quizás de alcanzar esa quimera narrativa norteamericana de escribir la Gran Novela Americana que sueñan –o eso parece- casi todos los escritores de primera línea. Es una buena novela, quizás una gran novela, pero no es el tema de este post. Si la suerte, la oportunidad y el entusiasmo así lo quieren, en algún momento escribiré algo del libro, de Frank Bascombe y sus intentos de resistir al mundo, el mismo Frank Bascombe que antes había sido periodista deportivo y que ahora vende casas, que intenta redimir su paternidad con un viaje con la hija sobreviviente. Ese libro donde “casi” no pasa nada porque la mayoría de las cosas ya han pasado o están por pasar y que es tan delicioso de leer. Sí, algún día habría que escribir de ello y pensar que a alguien le interesaría el asunto.

Decía que me encontré con Richard Ford hace años y por casualidad. Por entonces leí el libro antes mencionado, “El periodista deportivo” y “Rock Spring”. Pero hace un mes o dos, leyendo la novela inédita de un amigo, me acordé de nuevo de él. Lo he pensado bastante, he querido encontrar por qué una cosa me llevó a la otra, pero no encuentro ninguna causa razonable. Ni trama ni estilo ni personajes de la novela de mi amigo hacían referencia a la escritura de Richard Ford. Sin embargo, allí estaba yo, acordándome del norteamericano cuando leía las idas y venidas de un emigrante cubano en Madrid. (No lo cito porque no he tenido ocasión de solicitar permiso, o lo que haya que solicitar en estos casos, pero sí me atrevo a decir que el manuscrito es uno de los libros más cerrados y completos de un par de generaciones de escritores cubanos y que la suya es una voz que seguramente nos deparará alguna agradable sorpresa.)

Recordé a Richard Ford y pensé que era un buen momento para leer algún otro libro suyo, “Acción de Gracia”, por ejemplo, tercera parte de la trilogía de Frank Bascombe. Salí a buscar el libro, pero no lo pude encontrar, así que eché mano a este “De mujeres con hombres” y me he felicitado por tener suerte algún día, aunque no sea aquel cuando juego La Primitiva.

“De mujeres con hombres” es un libro de relatos. Es un libro con tres relatos: “El mujeriego”, “Celos” y “Occidentales”. Los tres cuentos tratan de lo mismo: de las búsquedas, de los fracasos, de los caminos sin salida, del ridículo como actitud inaplazable, de las incongruencias que nos nutren, de las pequeñeces que ligeramente nos contentan o nos deprimen con radicalidad.


En “El mujeriego”, Ford nos adentra en un personaje que todos querríamos evitar llegar a ser, un hombre que en un momento determinado llega a descubrir que ha estado demasiado seguro de sí mismo, que ninguna de las cuestiones que tenía como verdades personales lo son, a quien “se le había ocurrido pensar, por supuesto, que a lo peor lo que era en realidad era un cobarde rastrero y mentiroso sin el coraje suficiente para enfrentarse a una vida en soledad; un hombre que no valía para quedarse solo en un mundo complejo y llenos de las consecuencias de sus propios actos. Aunque éste no dejaba de ser también un modo convencional de entender la vida, otra concepción, y sabía que no debía caer en ella”. Austin se ha creado otro yo alejado de lo que le dice el espejo y de pronto se da de lleno contra él.  Por momentos cree que "su amor por Barbara” –la esposa que le espera en Chicago- “merecía mucho más. Había en él una fuerza demasiado vital, demasiado plena, lo cual quería decir algo, lo cual significaba algo importante y perdurable. Era de esta fuerza -intuía- de la que hablaban las grandes novelas que en el mundo habían sido”. Y mientras se inventa una especie de amor inexplicable por la parisina esquiva que sabemos alejada de los sueños que él parece anisar, residente de otro mundo, otras expectativas, otras verdades. Todo acaba y Ford pone tangencialmente en boca de Austin estas preguntas que alguna vez, quizás, nos hemos hecho: “¿Cómo podía uno poner en orden su vida, causar poco daño y continuar unido  a otras personas? Y, en tal contexto, (…) si estar como fijado  en uno mismo no constituiría sino un malentendido…”.

“Celos”, en apenas 44 páginas, nos presenta a un chico de diecisiete años atrapado en una ruptura familiar inusual y  sus descubrimientos de tantas cosas que siempre estuvieron allí y él nunca supo. Lawrence viaja con su tía Doris a encontrarse con su madre, presencian la muerte de un hombre y conversan y respiran y se descubren. La certidumbre de que ya nada va a ser como antes. “¿Que qué creo yo que va a pasar? Depende del momento que atraviesen y de si existen o no terceras personas. Si tu madre, por ejemplo, tiene un amigo joven y guapo en Seattle o si tu padre tiene una amiga, (…) entonces sí tenemos un problema. Pero si logran aguantar el tiempo suficiente para llegar a sentirse solos, entonces probablemente se arreglarán, aunque me temo que ninguno de los dos quiere aguantar demasiado tiempo”. Y Lawrence sigue descubriendo: que su tía pudo llegarse a casar con su padre, que su tía le puede provocar una erección, que su tía siente celos de su padre, celos que necesita aplacar con aguardiente y que la llevan al tugurio donde presenciarán la muerte a balazos de un hombre con el que habían estado hablando minutos atrás. Lawrence aprende, crece y termina extenuado sabiendo que apenas está comenzando: “al cabo de un rato debí de dejar de respirar durante unos segundos, porque el corazón me empezó a martillear dentro del pecho, y tuve esa sensación que sientes cuando te ahogas y ves que la vida se te escapa por momentos –rápida, velozmente, segundo a segundo-, y tienes que hacer algo para salvarte, pero no puedes, y sólo entonces recuerdas que eres tú quien lo está causando todo, y que sólo tú puedes detenerlo.”

“Occidentales” relata las vivencias de una pareja llegada a un París invernal e inhóspito, que es abandonada por quienes los habían invitado –Matthews esperaba trabajar en la traducción al francés de su novela, vivir el glamur de París de la mano de su editor, sentirse acogido por la bohemia y el recuerdo de tantos y tantos sitios literariamente vividos, verse tentado a quedarse a vivir allí. La ciudad, repleta de turistas alemanes y japoneses y abandonada por los autóctonos en las fiestas navideñas es el marco ideal para lo lúgubre. Matthews repasa la separación de su mujer, el alejamiento de su pequeña hija, la relación inusual que mantiene con Helen –ex alumna, ex enferma de cáncer-, su decisión de dejar la enseñanza para dedicarse a otras cosas, escribir quizás, seguir replicando la inmiscusión en la vida de los demás, en la de su ex mujer, en la de la propia Helen, intuyendo, sabiendo que “la gente, con toda probabilidad, no alberga sentimientos demasiado amables respecto a verse reflejada en las obras de ficción de los demás. Era una cuestión -se daba cuenta- de poder y autoridad: verse usurpado o robado abiertamente por otro, con fines -en el mejor de los casos- no más aviesos que la mera indiferencia.” Helen termina suicidándose en la habitación del hotel mientras él pasea por París. Seguramente es algo que lamenta, pero que no sufre. “De pronto cayó en cuenta de que se le había olvidado comprarle flores. Aquella mañana, durante su paseo, había pensado hacerlo, pero al final no lo había hecho. Otro error; cada vez que pensaba en ello el corazón le empezaba a latir con fuerza.” “Pero había aprendido algo. Había comenzado una nueva época en su vida. Porque sí existían épocas. Era algo incuestionable. Faltaban sólo dos días para Navidad. Al final Helen y él no habían compuesto la canción. Y sin embargo, extrañamente, todo habría acabado para Navidad”.

Los tres relatos son fiel muestra de la obra de Ford. En la dicotomía de ganar por knock out o por puntos -símil pugilístico atribuido a Hemingway-, Ford vence por puntos, por muchos puntos, por puntos que van cayendo palabra tras palabra, frase tras frase, en esa victoria ya lograda de convertir lo que parecería trivial en una balsa de razonamientos, tristeza reprimida, enfrentamiento a la realidad de quiénes y qué somos.

Aún cuando los personajes principales de los relatos son hombres, el destino y la propia importancia de ellos están marcados por mujeres; esas mujeres que les superan siempre en autenticidad, madurez y paciencia.

De ahí quizás el título.