Se suponía que iba a ver morir a mi padre, que heredaría el dinero que ganó y guardó en silencio para nosotros, llenándose las manos de callos, construyendo paredes y esas cosas que a nosotros no se nos dan bien, que habitaría la casa que él me construyó paso a paso, con el tiempo y un ganchito. Se suponía que sería algo así como su sucesor, que estaría allí para mi madre cuando llegara a anciana, que abrazaría a mi abuela que se resiste a todo, contra todo y ve desfilar ataúdes de hijos, de nietos. Se suponía que, por ejemplo, cuando muriera mi primo Gilberto, alzaría su cuerpo y lo dejaría caer en aquella sepultura familiar que siendo niño ayudé a construir, que antes de morir le recordaría sus hazañas, sus locuras, como aquel día que tanto lo admiré cuando subía en su bicicleta la montaña y yo me tenía que bajar, subir andando, soportar su mirar atrás burlón.
Esas cosas se suponían, y otras, que no serán. Porque a uno le dio por esto de vivir entre extraños, de querer a extraños, odiarlos, soportarlos. Y aquella gente que salvo milagro nunca veré, sigue suponiéndole a uno esperanzas, una especie de no nos dejes caer: en el olvido.
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