Por Christopher Tayler
La poesía, decía Ezra Pound, debe estar, cuando menos, tan bien escrita como la prosa. El novelista irlandés John Banville ha dedicado su vida literaria a darle la vuelta a este consejo de Pound.
Banville se hizo conocido con "Birchwood" (1973), su tercer libro, que abordaba la historia de su país no con reverencia patriótica sino con un desconcertante humor negro. Algunos escritores irlandeses más jóvenes como Colm Tóibín han dado fe del efecto vigorizante de "Birchwood"; pero ya desde entonces Banville se movíao en una dirección diferente a la mayoría de sus colegas en Irlanda, junto a los grandes estilistas del siglo de XX. La prosa de Beckett es una influencia fundamental en su trabajo, a ella Banville añadió lustre descriptivo, inmediatez sensual y argumentos funcionales próximos a Nabokov, Saul Bellow o John Updike. Así mismo, desplegó un amplio espectro de metáforas y motivos que van desde la cultura grecoromana, Shakespeare, la pintura del siglo XVII o el romanticismo alemán; hasta las matemáticas, la cosmología y la física.
En los mejores libros de Banville, la escritura de ellos basta para asimilar algunos desalentadores patrones a través de una formidable voz estilística propia. Sus obras más eficaces suelen ser narradas por elegantes paradigmas irlandeses o anglo-irlandeses –del tipo Humbert Humbert- con aires señoriales contrarrestados por el cuestionamiento de sí mismos. En "El libro de las pruebas" (1989) y "El intocable" (1997), el tono circunspecto de los narradores también se compensa con las actividades que llevan a cabo -robo de arte, asesinato, espionaje. Otro de sus libros, "La carta de Newton" (1982), una novela corta, funciona igual de bien sin esos toques siniestros. Sin embargo, la ausencia de todos estos detalles provoca que alguna de sus novelas más recientes parezca artificialmente excitada, como si toda la energía narrativa hubiera ido a parar a los libros policíacos que ha empezado a escribir bajo el seudónimo de Benjamin Black. Estos efectos, que usualmente encajan perfectamente en una atmósfera de ambigüedad moral y temor -el mundo percibido con agudeza, inanimado y sombrío, estilizadas figuras humanas, diálogos inconclusos, escenas estáticas-, se pueden percibir artificiosos cuando se reseñan vidas dramáticamente menos turbulentas.
Su nueva novela, "Los infinitos", es la primera desde que ganó el premio Booker por "El mar" en 2005, y vale como catálogo de sus temas y métodos favoritos. La acción ocurre durante un único día en una casa grande y sombría del centro de Irlanda. La casa, llamada Arden, es propiedad de la familia Godley. El patriarca de los Godley y su hijo comparten el nombre Adam; “el viejo Adam” está en coma y, según su médico, el doctor Fortune, a punto de morir. (Banville no escatima en nomenclatura simbólica.) Úrsula, la segunda mujer del viejo Adam, ha sido incitada a la bebida y la inseguridad por la lejanía de su marido. El joven Adam es un hombre corpulento e inútil casado con una atractiva actriz, Helen. Su hermana menor, Petra, es una neurótica temblorosa a quien corteja un periodista freelance. Estos personajes y sus dos criados se mueven torpemente por el silencio expectante que ha caído sobre la casa.
El título del libro es tanto una paradoja calculada -¿tiene sentido hablar de más de un infinito?-, como una referencia a un problema que data de los primeros días de la Teoría Cuántica de Campos, cuando se descubrió que ciertos cálculos daban resultados infinitos. Se llegó a descubrir un proceso llamado “renormalización” para eludir esta dificultad, pero el mundo en el que se mueve la novela de Banville es, digámoslo así, irrenormalizable.
El viejo Adam es un físico-matemático que no sólo resolvió el problema del infinito y así favoreció algunas invenciones útiles -los coches que se mueven a base agua de mar, por ejemplo-, sino que también demostró la existencia de universos paralelos, una categoría que incluye también aquel al que él pertenece. En esta novela, Suecia es un país guerrerista, las teorías de la Evolución y de la Relatividad han sido desacreditadas; los dioses griegos están vivos y especialmente interesado en la casa Arden. y el narrador se presenta a sí mismo como Hermes, mientras Zeus, disfrazado del joven Adam, viola a Helen en el transcurso del primer capítulo.
Banville parece haber absorbido la trama de la obra teatral "Anfitrión" de Heinrich von Kleist, obra que hurga en el problema filosófico planteado por esa capacidad de los dioses clásicos “para suplantar con exactitud a los mortales”. "Los infinitos" juega con temas similares: el joven Adam acostumbra a preocuparse por “el misterio de la otredad”, y hay un signo de interrogación pendiendo continuamente sobre la identidad del propio narrador, así como sobre la identidad del mundo en sí mismo. Hay frecuentes recordatorios a la naturaleza artificial de los sucesos, con el narrador actuando como una especie de dramaturgo fanfarrón (“y soy yo quien ha inventado estas cosas”). “Es una bonita vanidad, ¿no?”, dice el narrador en un punto, “dejaré que se entretenga en esta ocasión.” Hay alusiones a la teología cristiana, a Shakespeare, a Nietzsche, también nombrado como “uno de las luminarias más obscuramente brillantes”.
Sin embargo, esta estructura intelectualmente elaborada se apoya en débiles cimientos dramáticos y el libro sólo se muestra vital cuando el viejo Adán rememora sus recuerdos, cuando, por ejemplo, describe a un hombre acicalado y sombrío que va a visitar a una prostituta poco después del suicidio de su esposa: este es el tipo de cosas que Banville borda. El resto de la novela va a un ritmo muy lento entre juegos de palabras y una prosa que escudriña la existencia al modo de la poesía (“Para nosotros vuestro mundo es el mundo que veis reflejado en los espejos”), que Hermes –si es él en realidad-, rescribe sin ninguna vergüenza.
Banville ha demostrado antes que un estilo brillante no tiene por qué estar reñido con la contención artística ni con el reconocimiento de una voz. Triste es decirlo, pero en este libro no lo logra.
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