Del "self made man" al esnobismo

La cultura estadounidense, la sociedad, tiene un sueño colectivo, un sujeto que se levanta como símbolo colectivo. Lo llaman self made man, y el término se explica por sí mismo.

Apartando las exageraciones propias de las circunstancias que han querido comparar a Steve Jobs con, por ejemplo, Einstein, hace ya algún tiempo la sensiblería general ha iconizado a Jobs.
Adopción, garaje, páncreas. Términos que inciden en esa terminología del martirologio, la admiración y la envidia.


Admiro a Steve Jobs, su desenfadado estética de rockero tardío, su sagacidad comercial (con regularidad se contrapone Apple a Microsoft; yo creo que la contraposión es más aguda entre Apple y Google, la empresa que lo cobra todo y la empresa que ofrece todo gratis, ambos, entiéndase, como reclamo), la capacidad de hacer aparatitos y que la gente se una a ellos tanto o más que a sus riñones.

De ahí a que la muerte de Jobs haya tenido un seguimiento tan masivo (todos los periódicos de circulación nacional en España, por ejemplo, llevan la noticia en portada, en algunos la noticia es toda la portada) contiene un matiz de exageración y de la conciencia snob de occidente.

Vigas y tronquitos

1.- En 1955, The New Yorker publicó un relato de Salinger titulado “Levantad, carpinteros, la viga del techo” (Raise High the Roof Beam, Carpenters) –añado el título en inglés para que se compruebe que en ambos idiomas se tiene la misma sensación de cansancio, de carrera que nunca termina, de maratón infinito, mientras se está leyendo. El cuento va, cómo no, de los miembros de la familia Glass, especificamente de Buddy que aparece logrando un permiso del hospital militar donde está internado para asistir a la boda de su hermano Seymour. Al llegar a la iglesia el día de la boda, no encuentra a ningún otro miembro de su familia, ni siquiera a su hermano que parece haber decidido dejar plantada a la novia. Buddy, sin presentarse como hermano de Seymour, sube a uno de los coches en los que los invitados abandonan la iglesia y entabla conversación con los ocupantes del coche quienes se ocupan criticando despiadadamente al novio, insinuando que está loco, etc., etc.. Aparte del título, nada de esto viene a cuento.


2.- En un gag del circo soviético que repetían cada cierto tiempo en la televisión cubana de los ochenta, se representaba a tres payasos. Uno de ellos les pedía a otros dos que levantaran un tronco inmenso y, si accedíamos al pacto cándido y nos entregábamos a la verosimilitud de la escena, extremadamente pesado. El primer payaso, además, actuaba como si la tarea fuera absolutamente menor, insignificante: levanten el tronquito, levanten el tronquito.

3.- ¿A qué viene todo esto?, se preguntará alguno. Difícil de decir. Pero si ha llegado usted hasta aquí se merece que aventure una tesis. Es, digamos, justo.

Así que: escritores y payasos se sienten cómodos en el modo imperativo: llamar al fervor, conminar al sacrificio, a la heroicidad, la acción, la acción, la acción; sin embargo les cuesta un poco más hacerlo, llevarlo a cabo, sólo hacerlo –just do it, dice el eslogan publicitario, también imperativo-, incapaces de las veces las más de ser consecuente con la repetición simple: la acción, la acción, la acción.

4.- Este post, por cierto, iba de política.

Una de España: asfixia y pataleo


Me escuece –como diría un rebuscado; he ahí una palabra siempre sospechosa-: escucho a pundits –anglicismo que me permito por la ineficacía de "tertuliano" o similares que rezuman desdenes próximos a la prensa del corazón (y es evidente que no me refiero a literatura científica, cardiólogos, por ejemplo, quedan excluidos de esta definición)- analizar a sectores reinvindicativos de la sociedad que responden con amenaza de manifestaciones o huelgas a los recortes presupuestarios presentes y por venir. 

Es singular que algunos de ellos y de manera reiterativa utilicen un visión singular del asunto, insinuar, por ejemplo, que médicos y maestros hacen mal –o no hacen bien- porque: hasta ahora han sido sectores que no han sufrido la crisis, no deberían quejarse tanto cuando en España hay cerca de 5 millones de personas en paro, etc., etc., ya saben a qué me refiero.

El argumento quizás se pueda resumir de la manera siguiente: ya que no se pueden mejorar las condiciones laborales (ergo nivel de vida) de quienes están mal, empeoremos las de quienes están mejor. Y aplaudamos, además.

Se supone que hay cuestiones inaplazables, cosas que se deben hacer. Es como tomar una medicina amarga: sabemos que tenemos que tragarla, pero no se nos puede pedir que celebremos lo sabrosa que está, no se nos puede recriminar por exijir al médico que nos cambie el jarabe por otro con sabor a naranja.

Sé que estamos ahogados, asfixiados, ahorcados.

Al menos respeten ese derecho fundametalísimo: el derecho al pataleo. 

Checkpoint Charlie

En Berlín, en Friedrichstraße 43-45, está el Museo del Muro del Checkpoint Charlie. Allí se recuerdan las circunstancias, hechos y consideraciones de los cientocincuenta kilómetros que separaron a los alemanes desde 1961 hasta 1989 y que separaron a los bandos durante la Guerra Fría -período de la historia con mucho de lo primero y poco de lo segundo.

(Todo -casi- lo dicho en el párrafo anterior es falso -relativamente. El Muro de Berlín -43,1 kilómetros-, no dividía a los alemanes, sino a los berlineses; o, acaso, aislaba a los berlineses occidentales y los convertía en una isla rodeada de territorio hostil, oasis, según se viera. El lado soviético de Alemania estaba delimitado por otra frontera -111,9 kilómetros- apenas mencionada y esta sí la verdadera separación -quedando el Muro con su cognotación simbólica, esto es, símbolo visual y por tanto duradero, una imagen vale más que mil palabras, dicen, una imagen vale más que cuatro o cinco páginas de un libro, en cualquier caso y por tanto.)

Si algo han tenido en común los sistemas sociales que se han dado a llamar socialistas es esa sensación general de que son sitios de los que se ha de escapar. Los berlineses del este huyeron sin parar al otro lado, tanto mientras hubo terreno franco como cuando pusieron la barrera física para impedirlo. Cuentan que alrededor de 200 personas -las cifras varían, no situamos en su justo medio- perdieron la vida o se las arrebataron en el intento de sortear la barrera infinita que, como la cruz del calvario u otras reliquias religiosas, ha logrado trascender la medición ordinaria situando un trozo de ese muro en cada ciudad que se precie de serlo como una representación de significado impreciso.

El Muro de Berlín se intentó burlar de todas las maneras posibles, por encima, por debajo o rodeándolo. En el Museo del Muro del Checkpoint Charlie se guardan o recuerdan algunas muestras de la imagineria popular: automóviles con huecos en el motor para ocultar una persona; mini-submarino de fabricación casera (en septiembre de 1968 Bernd Böttger escapó en uno que más tarde fue patentado y fabricado en serie); dentro de un altoparlante de 50 x 60 centímetros (Renate Hagen, fugada en 1977 junto con su futuro marido, el cantante Theodorus Kerk); un globo aerostático también de fabricación casera y utilizado por ocho personas (después de un vuelo de 28 minutos, el globo aterrizó sin problemas, casi por azar, del lado oeste); un túnel (apenas muestra de los intentos de otros muchos) cavado durante diez meses por estudiantes desde una panadería abandonada de la calle Bernauer, 145 metros de largo a través de los que escaparon 57 personas dos noches de octubre 1964; o la burda, desesperada y suicida escalada. 


El pasado 15 de agosto se recordó el 50 aniversario del comienzo de la construcción del muro. La APOSI, organización no gubernamental con la que no colaboro, apenas conozco ni recuerdo su motivo social me habría invitado, junto a otros 26 refugiados, a visitar las salas del Museo del Muro del Checkpoint Charlie, escuchar todo lo que tenía que contarnos la guía -en el guión habría un aparte considerable dedicado a la biografía de Rainer Hildebrandt, fundador y director del museo hasta su muerte en 2004-, observar con sofisticación imagenes prescindibles para la armonía propia: muertos, heridos, alambradas, soldados con el fusil al hombro, señoras tironeadas por representantes de los bandos, soldados saltando sobre una alambrada como señorita que sortea una boñiga. Al final del recorrido nos habrían invitado a ver Night Crossing, aquella película de 1982 con John Hurt, Jane Alexander y Beau Bridges.

Se recuerda con insistencia los sucesos de la caída -definitivamente, no hubo derribo, quienes ostetaban el poder decidieron que era un buen momento para que actuaran las fuerzas naturales-, los cantos a la libertad, noches frenéticas tantas veces narradas, trozos del muro adornando las plazas de medio mundo. Yo, que no guardo ninguna memoria del asunto porque por entonces en Cuba debieron creer que aquellas imagenes no eran un buen ejemplo, desde el pasado 15 de agosto me sorprende una singular recurrencia cuando leo o escucho palabras como muro, como Berlín. Es una recurrencia en forma de dos nombres. Uno es Peter Fechter -a quien algunas fuentes consideran la primera víctima del muro -personificación como recurso semántico que en este caso enmascara a Rolf Friedrich y Erich Schreiber, los soldados que le dispararon y que fueron enjuiciados en 1997-, Fechter fue alcanzado en la pelvis, a la vista de cientos de testigos, a pesar de gritos y pedidos no recibió ayuda médica de ninguna de las partes y murió desangrado una hora después. El otro es Chris Gueffroy, el joven de 20 años a quien le dispararon cuando intentaba cruzar, el 6 de febrero de 1989. En octubre de ese mismo año renunciaría Erich Honecker y en noviembre Schabowski informaría que los ciudadanos de la RDA podrían ir al Oeste sin pasaporte ni visado, sólo mostrando el carné de identidad o un documento parecido; y contestó de inmediato, cuando le preguntaron cuando entraba en vigor.

Machilistli, tlatsotsonalli, xochikuikatl

A. C. es escritor. Su ficha dice también que es psicólogo y periodista; que lleva toda su vida inmerso en el estudio de las tradiciones sobrenaturales de los aztecas e intentando juntar esta información, que para él debe ser certera, con la psicología standard o académica. Ha colaborado habitualmente con revistas esotéricas y científicas –aunque de todo debe haber por ahí, incluído revistas esoterico-científicas, imagino que en este caso se refieran a revistas esotéricas y revistas científicas, así, por separado- y ha publicado más de cincuenta libros. “Curar con las manos (guía práctica)”, por ejemplo, o: “Flores de Bah, una terapia de las emociones”, o: “Comprender y usar los sueños: respuestas clave y diccionario de interpretación”. Decir que sus libros se venden como churros sería quizás una exageración. Sin embargo, el cómputo de los beneficios de su trabajo le permite llevar una vida desahogada entre España y su natal México.

Hasta aquí lo que tengo que contar sobre A.C., hasta aquí estas refencias a las que nunca habría llegado de no ser por una noticia que recaló hace una semana entre otros cables voceados en los medios noticiosos.

O quizás falte un último dato, A.C. tiene una hija. Una hija que nació en 1979, también en México, aunque la mayor parte de su vida la ha pasado en Europa donde adquirió la ciudadanía española. Cuando nació, su padre le debe haber regalado unos colgantes con las piedras más preciosas que se pudo permitir. Sin dudas fue una niña hermosa, dulce, el orgullo de sus padres, tan inteligente, tan pequeña, con tantas ganas de aprenderlo todo, desde comer correctamente un helado hasta manipular el tenedor, el cuchillo.

Ella no se hizo escritora ni psicóloga ni periodista y quizás para A.C. supuso una leve decepción, leve y superada cuando pensó en lo que el mismo pregonaba en sus escritos, cosas que incluían palabras como alma, recóndito, interior, importante. Aventurándonos en más supuestos, diremos que quizás su padre  le enseñara a nombrar cosas, palabras que al crecer no podía recordar ni siquiera de manera vaga, pero que de niña repetía constantemente porque ella sabía que a él le hacía especial ilusión escucharla: teotl, tlajtolli, toltekayotl, kauitl…

Ella no se hizo escritora ni psicóloga ni periodista. Más bien el último trabajo que se le conocía era en una heladería de su propiedad, esa donde días atrás la policía encontró los cadáveres de dos hombres descuartizados y ocultos bajo cemento. De cómo terminó viviendo en Austria y abriendo allí una heladería –desde mi desconocimiento: no me parece el mejor de los sitio para abrir una heladaría- es algo que desconozco, que ni siquiera me interesa recrear.

La heladera, la hija de A.C., confesó los dos asesinatos y así pasó a ocupar el puesto de asesina a la espera de juicio. La detuvieron en la estación de trenes de Udine, en la región de Friuli Venezia Giulia, Italia. La policía italiana informó que aunque les habían informado desde Austria que era una ciudadana española, en el pasaporte constaba México como lugar de nacimiento. Un policía ha dicho además a través de su cuenta de twitter que la presa pasa gran parte del tiempo repitiendo una letanía, algo así como: teotl, tlajtolli, toltekayotl, kauitl, machilistli, tlatsotsonalli, xochikuikatl, tokaitl...

Cuestión de fe

Conversación con un amigo sobre religión.

Es un asunto demasiado complejo para hablarlo por teléfono, durante una pausa del trabajo, mientras me como unas galletas. Y es que hay asuntos que merecen una mínima seriedad –nótese que no digo solemnidad, eso a lo que nos tienen acostumbrados ciertas instituciones religiosas. Digo seriedad como quien dice no soltar la primera obviedad que nos viene a la mente, como no atarnos a ideas preestablecidas ni a soluciones facilistas como las que ofrecen bandos y facciones.

El tema surge con la idea de establecer la creencia o no en dios –en primera instancia entidad no secularizada-, sobre la base de una justificación o explicación más o menos convincente, más o menos científica o proveniente de la razón. La extinción de los dinosauros o el descubrimiento de unos maderos de cierta antigüedad en la cima del monte Ararat no demuestran el diluvio ni la existencia real del personaje Noé o su arca, porque son hechos y personajes incontrastables; no hay objeto ni teoría capaz de darles veracidad, es como intentar demostrar con los huesos de un caballo la existencia de Don Quijote; como intentar demostrar los milagros de Jesucristo mostrando una astilla de madera (dizque de la cruz del Gólgota) o un trozo de tela roída (dizque sábanas santas). Del mismo modo, la injusticia y la crueldad manifiestas  en muchísimos pasajes del Viejo Testamento,  los desmanes cometidos por la Santa Inquisición, la guerras santas de rezos y espada, la pederastia de algunos –muchos- curas no se pueden entender como muestra inequívoca de que dios no existe.

Si disfruto de los libros y conferencias de Cristopher Hitchings no es porque tengan la evidente intención de convencimiento ateo, sino porque son razones inteligentes, elaboradas y sagaces. Si la biblia ha sido siempre unos de mis libros de cabecera no es por la intencionalidad aleccionadora de sus recopiladores ni por que demuestran la fuera del poder divino, sino porque son una recopilación extensa de anécdotas, inventiva e historia que han marcado parte de la manera que tenemos en occidente de ver el mundo.

No existe una manera razonada de creer o no creer en dios. No es posible justificar el ateísmo o la religiosidad con acercamientos científicos, históricos o de sentido común. No es justo ser forzado a explicar por qué uno cree en dios –y recalco lo de entidad no secularizada casi con desespero, no institucionalizada, más sentimiento  íntimo y primario-, por qué es ateo –esa otra religiosidad que deifica la ausencia- o a permitir que lo convenzan de lo uno o lo otro.

Es, borrada ya la alusión metafórica, apenas una cuestión de fe.

Crear y almacenar: James Charles Castle


En el siglo que hasta hace poco llamábamos el siglo pasado, allá por 1899, en Garden Valley, un poblado de Idaho, nació James Charles Castle. Básicamente se le cataloga como artista autodidacta y su trabajo se desarrolló desde plataformas diversas: ilustraciones realizadas con papel desechado, imágenes de tiras cómicas, dibujos, montajes, encuadernación...

Durante décadas trabajó -aunque quizás él no mantenía el mismo concepto de trabajo relacionado con la creación que compartimos la mayoría- en el cobertizo de los pollos, sin comodidad alguna, y en absoluta libertad. Allí terminó cientos de piezas que su familia llamaba Dreamhouses -complicadas construcciones con materiales como cuerdas viejas, envases de leche, papeles de colores, pedazos de cartón-; aquí y allá las iba almacenando con extremo cuidado y atención. Una visión especial donde personas, animales, libros, mesas, puertas o ropas tenían la misma relevancia y guardaban un balance preciso.

Durante unos seis meses asistió a la Escuela para Sordos y Ciegos de Idaho, donde fue rechazado por considerar que el intento de instruirlo era una pérdida de tiempo. El resto de su vida la pasó dentro de los límites de su casa familiar y la oficina de correos que administraban sus padres. Aún cuando algunos allegados alentaban su tendencia a la creación artística, Castle insistía en aislarse y rehuir el exterior de manera casi violenta.

Se le declaró retrasado por unos, loco por otros, pero lo cierto es que desde niño su fascinación por las formas lo llevó al arte como una manera de expresión que escasamente encontraba receptores. Sin dudas, James no era mentalmente deficiente o no educable. Ni siquiera era mudo como se creía porque podía, por ejemplo, vocalizar. Los términos que se usaron para catalogar al singular artista durante muchos años no eran del todo correctos. Quizás de haber vivido en estos días a James Castle se le habría diagnosticado un Trastorno de Espectro Autista, como sugieren algunos especialistas. "Estoy convencido", dice Trusky, descubridor y estudioso de su figura, "y así lo respalda la comunidad médica que ha analizado la vida y obra de James, que el suyo fue el típico y recurrente caso de autista con un talento especial y extraordinario.”

Con paciencia y laboriosidad fue experimentando con los puntos de vista y la ilusión de la perspectiva en sus dibujos. En un pedazo de cartón arrancado de una caja de cerillas, por ejemplo, podía dibujar el camino que atravesaba Garden Valley; al otro lado del mismo cartón recreaba el lado opuesto del primer paisaje. La oposición topográfica, la oposición dentro del mismo objeto, del mismo objeto.

Como le suele ocurrir a muchos outsider o artistas autodidactas que viven más allá de los límites o la aceptación, las difíciles circunstancias de su vida pueden incluso minimizarse sin que ello empequeñezca la importancia o popularidad de su trabajo.

La obra de James Castle cuenta con legiones de admiradores, estudiosos y seguidores; importantes museos de todo Estados Unidos -el American Folk Art Museum, el Museo de Arte Moderno, el Museo Whitney de Arte Americano, el Instituto de Arte de Chicago, entre muchos otros- incluyen extensas colecciones de sus obras. Otros museos de todo el mundo, sus curadores y públicos, hacen fila y esperan pacientemente para exhibir sus obras.

Hasta el 5 de septiembre, el museo Reina Sofía de Madrid exhibe la exposición "Mostrar y almacenar" con trabajos de Castle que van desde libros, manuales y calendarios que combinan tipografías singulares a los caracteres latinos o elementos de otros alfabetos; hasta retratos, representaciones de todo tipo de objetos manipulados y alegorizados junto a motivos más evidentes como estructuras arquitectónicas, puertas, ventanas, fragmentos de una pared empapelada y un vasto repertorio de construcciones en cartón.

James Charles Castle murió en 1977.

Escribir es un desafío...

El escritor Hector García Quintana ha iniciado en su web el camino hacia la publicación y distribución propias de sus libros. En este inicio, ofrece a los lectores el libro “Cómo se escribe una novela. Técnicas de la ficción narrativa”.
Para prestar una colaboración mínima en su promoción, comparto aquí el texto que sirve de presentación al libro.

Escribir es un desafío que riñe, confunde, devasta. Muchos escritores que podrían jactarse de eso que han dado en llamar prestigio literario, han revelado la confusión y el aturdimiento que sienten cada vez que se enfrentan al espacio en blanco –llámese folio, pantalla de ordenador, la servilleta de un bar– que ha de ser ocupado por letras, frases, ideas más o menos ordenadas, más o menos originales. La primera vez se repite siempre, insiste el caos y el aturdimiento provocado por la responsabilidad individual de llevar adelante el proyecto de cualquier texto literario con cierta decencia.

Para intentar poner cierto orden, para responder las dudas que más de una vez los han asaltado, para orientarse mínimamente y tratar de saber el cómo, algunas personas se han dedicado a estudiar con aplicación las artimañas que han venido utilizando los escritores durante siglos. Unos pocos han logrado comprenderlas y explicarlas, las han nombrado con evidente espíritu pedagógico y las han mostrado a través de cartas, manuales, decálogos, prólogos, ensayos, conferencias y talleres. Así, se ha llegado a que cada día en algún rincón del mundo, se discuta de la utilidad –o inutilidad– de conocer estos trucos, técnicas, métodos o como quiera que se les llame. Los escritores necesitan algún asidero al que aferrarse aunque sigan sintiéndose tan inseguros como antes; unos defienden a ultranza el alcance de estas técnicas, otros las niegan anteponiendo el talento, la inspiración o eso que llaman, con cierto retoque bucólico, musa. Entre la defensa y la negación se abre un gran abanico de posiciones que no son tan desdeñables como los extremos mencionados y a las que suele apuntarse el sentido común.

Decía Mauppassant que los hombres ingeniosos no sufrían estas angustias y estos tormentos, porque llevaban consigo una irresistible fuerza creadora. Pero ocurre que en estos tiempos andamos escasos de genialidades y abunda más el resto, ese resto en el que se incluía el mismo Mauppasant –y en el que, si no fuera por esta inclusión que me desborda infinitamente, me hubiese gustado estar–, esos trabajadores conscientes y tenaces que sólo pueden luchar contra el invencible desaliento mediante la continuidad del esfuerzo. Quienes pretendan escribir decorosamente están obligados a hacer del esfuerzo su mejor arma, esfuerzo que incluye leer hasta el hastío, dedicarse tanto como les sea posible, sentir una necesidad casi vital de torturarse ante un espacio en blanco que podría seguir en blanco después de muchas horas, desentrañar las armas que usaron los maestros, adueñarse de esas mismas armas y saber para qué pueden servir o cuándo tenemos que evitarlas y seguir el instinto, el olfato, el detector de mierda.

Este libro, como casi todos, es un extracto de conocimientos acumulados durante siglos, a través de muchas personas. Con él, podemos acceder a un cúmulo de información muy necesaria para escritores principiantes, es decir para todos los escritores porque siempre la escritura presupone el gran inicio, el regreso a la primera vez. Con paciencia y buen tino, el autor ha sabido agrupar en estas páginas una variada muestra de artes muy útiles, acaso imprescindibles, y no sólo nos las muestra sino que logra desentrañarlas, explicarlas, aconsejar con la habilidad que sólo dan el sentido común, el buen juicio y la inteligencia literaria.

No esperen encontrar aquí leyes mágicas con las que cualquiera podría armarse cuentos o novelas. No hay leyes para la literatura y el autor lo sabe. El autor no pretende hacer escritores, tampoco inventarse métodos mágicos que funcionen siempre ni para todos. Este libro es para escritores, tiene el objetivo de ayudar, de aliviar el esfuerzo necesario, de acortar caminos a aquellos que ya no logran evitar la necesidad de hacer literatura. Y lo logra. Quienes se aventuren a entrar en estas páginas van a encontrar respuestas para muchas preguntas concernientes a la escritura de ficción, pero también para la cabal comprensión de más de un texto. Útil es para los lectores inteligentes que buscan más, que indagan en las entrelíneas y les gustaría desentrañar, equipararse al escritor, esos lectores tan necesarios para la literatura. Este libro, en fin, es para todos aquellos que descubren en la literatura más que entretenimiento, para quienes se apasionan, para quienes una palabra es siempre mucho más que una palabra.

Escribir es un desafío confuso y devastador; por suerte nos encontramos por ahí libros como éste que sirven para poner un poco de orden en el laberinto.


Aquí el enlace a la página de Héctor García Quintana desde donde, además de acceder a artículos, reseñas y opiniones del autor, se puede realizar la compra directa del libro "Cómo se escribe una novela. Técnicas de la ficción narrativa”.

Sobre la tortura

La operación que propició la muerte de Osama Bin Laden ha dado, como es lógico además, mucho de qué hablar. Se ciernen sobre el hecho ciertas brumas que queremos –o no- pasar por alto. La visión general del asunto viene a ser algo así como que el fin justifica los medios, lema aplaudido a veces, rechazado otras, por las mismas voces.

Se juzgan con condescendencia las declaraciones del director de la CIA, Leon Panetta, donde se admitía que la inteligencia estadounidense utilizó información obtenida bajo tortura para encontrar la pista que les llevaría hasta Bin Laden. No sé si hay muchos gobiernos democráticos -más, no sé si hay muchos gobiernos- que hayan admitido algo así. Panetta ha dado un ejemplo de franqueza. La cuestión radica, sin embargo, en la confirmación de esta y, por tanto, todas las sospechas.

A la pregunta de si aprobamos la tortura en este caso particular, aplicada a un terrorista que ha facilitado la información necesaria para encausar el trabajo de espionaje que acabaría con el equipo seis de los Seal irrumpiendo en la casa de Abbottabad, muchos de nosotros contestamos sí. No obstante, las mismas personas, al menos muchas de ellas, contestarían negativamente  a la pregunta de si aprobarían el uso de la tortura, a secas.

Detalle de una obra del artista colombiano Fernando Botero

Porque la tortura nos hace pensar en dictaduras, en esa América Latina devastada por gobiernos militares durante décadas, en África y sus sátrapas de diamantes y niños guerreros, en lo peor de la condición humana donde un hombre, un tipo cualquiera, un tipo que parece normal, es capaz de infligir todo el daño posible a otro hombre con el único motivo de que confiese, informe, declare, delate. El torturador, excluidos aquellos que encuentran en la tortura el alivio a sus patologías, se blinda con una razón poderosa: este tipo es un hijo de puta y en mis manos está lograr que me diga lo que sabe, mi maldad es circunstancial porque sirviéndome de ella puedo salvar a mi grupo, a mis iguales, a mi país, mi concepto de justicia.  Y así se nos llega a ablandar el corazón cuando nos enteramos que la muerte de Bin Laden es en parte resultado de haber torturado a quien o quienes dieron la valiosa información. Pensamos como el torturador y hacemos nuestra su razón. De paso, con esa magistral habilidad nuestra, obviamos la información y el razonamiento poco conveniente. No hacemos una parada para ocuparnos de los otros, de a quienes torturaron también y no dijeron nada, de los que no sabían nada y sobre quienes, presumiblemente, cayó la tortura más extrema por eso de apretar más el nudo, apretar justo hasta ese momento cuando el miedo tumba cualquier defensa y se llega a la rendición total. Los que no sabían nada, ellos, son la vergüenza mayor de la tortura.

Detrás de todo esto hay una proposición ingenua. Se supone que los países democráticos no hacen esto, se supone que respetamos los derechos humanos, se supone que en gran medida es lo que nos diferencia de la barbarie. No es lo mismo imaginar que una cosa sucede a poder  comprobarlo, pues siempre nos guardamos la esperanza de que las sospechas sean infundadas, de que quienes cacarean y protestan contra esto o lo otro son una banda de ignorantes, de oportunistas o de embaucados en ese maremágnum que suelen ser las ideologías.

Mantener a la sociedad occidental en esos principios es lo que la salva, renunciar a ellos no es una opción circunstancial sino definitiva, algo a lo que tendremos que atenernos.

Underwood

Hace un par de días me encontré la noticia de que la empresa india Godrej and Boyce, la única en el mundo que las seguía produciendo, cerraba la producción de máquinas de escribir mecánicas. Este tipo de noticias, precisas o no, hace que nos pongamos un poquito melancólicos, estado natural de la madurez, por demás. El ícono del escritor o el periodista (y podríamos añadir otra decena de profesiones, menos icónicas) sentado frente a la máquina de escribir ha pasado de moda, ya no es referencia, más bien antigualla, hazmerreir de varias generaciones que podrían llegar a preguntarse cómo era posible que alguien usara ese trasto para escribir, que la pantalla táctil no hubiera existido siempre.

Y, cómo no, recordé entonces mi vieja máquina de escribir, mi Underwood de hierro fundido que cargué una tarde hasta mi casa para tormento de mis vecinos y mofa de mi padre cuando escuchaba el patético resultado de mis primeros intentos mecanográficos: gallina cansada picando maíz sobre una plancha de cinc. Tac… tac… tac…

Las de mi máquina eras unas teclas imposibles, no aflojaban por mucho aceite que les pusieras o por mucho que la llevaras al “taller de enseres domésticos” donde un señor se hacía cargo de reparar ventiladores, lavadores, cafeteras, batidoras y hasta, si no había más remedio, máquinas de escribir. La tecla disparaba la varilla metálica con una letra grabada en relieve, se levantaba con cierta furia, con cierta ira quizás, y descarga el golpe seco sobre la cinta de tinta, sobre el papel. Huella postrera, se podía llegar a pensar, porque dolía mucho enmendar lo escrito, demasiado incordio, y hasta los errores tenían aquel encanto que se solía asociar a ciertos procesos creativos.

Recordé también a un instructor de talleres literarios –que amaneció muerto en un parque de la ciudad cierta mañana, empapado de alcohol, represiones y amarguras masculladas- quien cierta vez dijo que los textos a ordenador daban la falsa impresión de ser mejores que los escritos a máquina. Y eso teniendo en cuenta que por entonces se usaban el WordPerfect y la impresora de cinta.

Y recordé las máquinas de escribir como instrumento de la burocracia. Aquellas mastodónticas máquinas soviéticas –nótese como a muchos de los productos soviéticos con los que convivimos en Cuba en los ochenta se le podría aplicar el adjetivo- con las que uno tropezaba en las oficinas cubanas, una por mesa, indefectiblemente –muchas, imagino, deben seguir allí- y que junto al cuño o sello institucional tenían la facultad de abrir o cerrar todas las puertas.

A pesar y gracias a todo ello, uno guarda cierto cariño –aquel más cercano a la lástima- por la máquina de escribir. Durante algún tiempo guardé en un armario una de ellas sin otro uso que saber que estaba allí. Un amigo, comentando el asunto ayer, me confesó que tiene planeado comprarse una, y no fue capaz de precisarme con qué propósito.

Como de tantas otras cosas, no sé qué habrá sido de mi Underwood de hierro fundido, ni siquiera he logrado precisar si cuando hui de Cuba seguía estando en su sitio, sobre el taburete alto robado de un aula de dibujo de la universidad.