Hace un par de días me encontré la noticia de que la empresa india Godrej and Boyce, la única en el mundo que las seguía produciendo, cerraba la producción de máquinas de escribir mecánicas. Este tipo de noticias, precisas o no, hace que nos pongamos un poquito melancólicos, estado natural de la madurez, por demás. El ícono del escritor o el periodista (y podríamos añadir otra decena de profesiones, menos icónicas) sentado frente a la máquina de escribir ha pasado de moda, ya no es referencia, más bien antigualla, hazmerreir de varias generaciones que podrían llegar a preguntarse cómo era posible que alguien usara ese trasto para escribir, que la pantalla táctil no hubiera existido siempre.
Y, cómo no, recordé entonces mi vieja máquina de escribir, mi Underwood de hierro fundido que cargué una tarde hasta mi casa para tormento de mis vecinos y mofa de mi padre cuando escuchaba el patético resultado de mis primeros intentos mecanográficos: gallina cansada picando maíz sobre una plancha de cinc. Tac… tac… tac…
Las de mi máquina eras unas teclas imposibles, no aflojaban por mucho aceite que les pusieras o por mucho que la llevaras al “taller de enseres domésticos” donde un señor se hacía cargo de reparar ventiladores, lavadores, cafeteras, batidoras y hasta, si no había más remedio, máquinas de escribir. La tecla disparaba la varilla metálica con una letra grabada en relieve, se levantaba con cierta furia, con cierta ira quizás, y descarga el golpe seco sobre la cinta de tinta, sobre el papel. Huella postrera, se podía llegar a pensar, porque dolía mucho enmendar lo escrito, demasiado incordio, y hasta los errores tenían aquel encanto que se solía asociar a ciertos procesos creativos.
Recordé también a un instructor de talleres literarios –que amaneció muerto en un parque de la ciudad cierta mañana, empapado de alcohol, represiones y amarguras masculladas- quien cierta vez dijo que los textos a ordenador daban la falsa impresión de ser mejores que los escritos a máquina. Y eso teniendo en cuenta que por entonces se usaban el WordPerfect y la impresora de cinta.
Y recordé las máquinas de escribir como instrumento de la burocracia. Aquellas mastodónticas máquinas soviéticas –nótese como a muchos de los productos soviéticos con los que convivimos en Cuba en los ochenta se le podría aplicar el adjetivo- con las que uno tropezaba en las oficinas cubanas, una por mesa, indefectiblemente –muchas, imagino, deben seguir allí- y que junto al cuño o sello institucional tenían la facultad de abrir o cerrar todas las puertas.
A pesar y gracias a todo ello, uno guarda cierto cariño –aquel más cercano a la lástima- por la máquina de escribir. Durante algún tiempo guardé en un armario una de ellas sin otro uso que saber que estaba allí. Un amigo, comentando el asunto ayer, me confesó que tiene planeado comprarse una, y no fue capaz de precisarme con qué propósito.
Como de tantas otras cosas, no sé qué habrá sido de mi Underwood de hierro fundido, ni siquiera he logrado precisar si cuando hui de Cuba seguía estando en su sitio, sobre el taburete alto robado de un aula de dibujo de la universidad.
Y, cómo no, recordé entonces mi vieja máquina de escribir, mi Underwood de hierro fundido que cargué una tarde hasta mi casa para tormento de mis vecinos y mofa de mi padre cuando escuchaba el patético resultado de mis primeros intentos mecanográficos: gallina cansada picando maíz sobre una plancha de cinc. Tac… tac… tac…
Las de mi máquina eras unas teclas imposibles, no aflojaban por mucho aceite que les pusieras o por mucho que la llevaras al “taller de enseres domésticos” donde un señor se hacía cargo de reparar ventiladores, lavadores, cafeteras, batidoras y hasta, si no había más remedio, máquinas de escribir. La tecla disparaba la varilla metálica con una letra grabada en relieve, se levantaba con cierta furia, con cierta ira quizás, y descarga el golpe seco sobre la cinta de tinta, sobre el papel. Huella postrera, se podía llegar a pensar, porque dolía mucho enmendar lo escrito, demasiado incordio, y hasta los errores tenían aquel encanto que se solía asociar a ciertos procesos creativos.
Recordé también a un instructor de talleres literarios –que amaneció muerto en un parque de la ciudad cierta mañana, empapado de alcohol, represiones y amarguras masculladas- quien cierta vez dijo que los textos a ordenador daban la falsa impresión de ser mejores que los escritos a máquina. Y eso teniendo en cuenta que por entonces se usaban el WordPerfect y la impresora de cinta.
Y recordé las máquinas de escribir como instrumento de la burocracia. Aquellas mastodónticas máquinas soviéticas –nótese como a muchos de los productos soviéticos con los que convivimos en Cuba en los ochenta se le podría aplicar el adjetivo- con las que uno tropezaba en las oficinas cubanas, una por mesa, indefectiblemente –muchas, imagino, deben seguir allí- y que junto al cuño o sello institucional tenían la facultad de abrir o cerrar todas las puertas.
A pesar y gracias a todo ello, uno guarda cierto cariño –aquel más cercano a la lástima- por la máquina de escribir. Durante algún tiempo guardé en un armario una de ellas sin otro uso que saber que estaba allí. Un amigo, comentando el asunto ayer, me confesó que tiene planeado comprarse una, y no fue capaz de precisarme con qué propósito.
Como de tantas otras cosas, no sé qué habrá sido de mi Underwood de hierro fundido, ni siquiera he logrado precisar si cuando hui de Cuba seguía estando en su sitio, sobre el taburete alto robado de un aula de dibujo de la universidad.
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