Apostasía

En el cuento “Nadie se va a reír” de Milán Kundera –ese autor que se leyó con tanto ahínco durante varios años y que prácticamente ha desparecido-, el protagonista de la historia, un profesor que se niega a escribir un informe sobre un artículo dice: “… tú crees que todas las mentiras son iguales y parece como si tuvieras razón. Pero no la tienes. Yo puedo inventar cualquier cosa, reírme de la gente, idear historias y gamberradas, pero no tengo la sensación de ser un mentiroso ni me remuerde la conciencia; cuando digo esas mentiras, si quieres llamarlas así, soy yo mismo, tal como soy; al decir una de esas mentiras no estoy fingiendo, sino que en realidad digo la verdad. Pero hay cosas sobre las cuales no puedo mentir. (...) Si mintiese sobre ellas, me avergonzaría de mí mismo y eso no puedo hacerlo...”
Fotografía de Ray McSavaney
En los últimos meses he venido pensando en esta idea que se tiene de la relación entre la honestidad literaria y la honestidad a secas. ¿Cómo es posible que que algunos escritores se presentan ante el hecho creativo blandiendo una infranqueable sinceridad literaria, que le hablan a la literatura con el mayor respeto, la idolatran y piensan en términos como matar a sus padres –y esos padres no son otros que los más grandes escritores de siempre-, salgan a la calle y sean capaces de menospreciar, engañar, embaucar, estafar sin que sientan el menor remordimiento? ¿Cómo es posible que haya tanto desbalance entre las honestidades, como si se equipara la literatura con una religión imprecisa y politeísta?

Goethe y el Sturm und Drang. Ese acercamiento romántico a la literatura al que muchos se aferran como una especie de salvación para justificar toda la maldad de la que son capaces; exactamente del mismo modo en que algunos creyentes se enfrentan a penitencias para limpiar sus pecados.

Tengo varios amigos escritores: unos más talentosos que otros, unos más aplicados que otros, unos que reconocen no haber puesto en años una palabra en el papel o en el Microsoft Word excepto para escribir cartas, informes o actualizaciones de facebook y otros que aseguran sentarse  a diario a estampar letras en el vacío. (Y me incluiría en el párrafo anterior y en los posteriores si eso no llevara una asunción implícita de alguna virtud.) Todos, sin embargo, cuando lo hacen o lo han hecho, piensan principalmente en ser sinceros con ellos y con su religión literaria. Esos mismos amigos o la mayoría de ellos, principalmente aquellos que ostentan el título de emigrante, malviven en trabajos donde ni siquiera por asomo pueden utilizar su, en muchos casos, profunda preparación, ya sea académica o personal. Trabajos frustrantes igual a vidas frustradas.

Tienen herramientas -han pasado muchos años dándoles forma, han leído miles de libros, hecho millones de reflexiones, repasado gramáticas, manuales de redacción, consejos, se han hecho expertos en determinadas áreas del conocimiento-; herramientas que les permitirían acaso escribir sobre otros asuntos e intentar dejar un poco en paz a la sacrosanta literatura, al venerado arte. Sin embargo, no lo hacen porque ¿a qué le serían fieles entonces?

El novelista irlandés John Banville, autor de excelente prosa y exquisitos montajes narrativos (remito a su novela “El intocable” para quienes no lo conozcan), unos de esos autores que en algunos círculos se les llama escritor para escritores, desde hace algún tiempo publica bajo el seudónimo de Benjamin Black libros que entran en el subgénero que se ha dado en llamar novela negra. Pragmatismo anglosajón y carestía de mis amigos que escriben -escribimos- cada día con menos fe, intuyendo quizás que a estas alturas ya ha quedado claro que nunca llegaran a poner su nombre en ningún altar, dejando tras ellos librillos que no serán celebrados por los lectores ni ensalzados por ningún sector de la crítica. 

Si no quedara demasiado rimbombante y por tanto demasiado ridículo, sin pretender incitar a nadie -tampoco me harían caso si lo hiciera-, declararía aquí mi apostasía.

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