La operación que propició la muerte de Osama Bin Laden ha dado, como es lógico además, mucho de qué hablar. Se ciernen sobre el hecho ciertas brumas que queremos –o no- pasar por alto. La visión general del asunto viene a ser algo así como que el fin justifica los medios, lema aplaudido a veces, rechazado otras, por las mismas voces.
Se juzgan con condescendencia las declaraciones del director de la CIA, Leon Panetta, donde se admitía que la inteligencia estadounidense utilizó información obtenida bajo tortura para encontrar la pista que les llevaría hasta Bin Laden. No sé si hay muchos gobiernos democráticos -más, no sé si hay muchos gobiernos- que hayan admitido algo así. Panetta ha dado un ejemplo de franqueza. La cuestión radica, sin embargo, en la confirmación de esta y, por tanto, todas las sospechas.
A la pregunta de si aprobamos la tortura en este caso particular, aplicada a un terrorista que ha facilitado la información necesaria para encausar el trabajo de espionaje que acabaría con el equipo seis de los Seal irrumpiendo en la casa de Abbottabad, muchos de nosotros contestamos sí. No obstante, las mismas personas, al menos muchas de ellas, contestarían negativamente a la pregunta de si aprobarían el uso de la tortura, a secas.
Detalle de una obra del artista colombiano Fernando Botero |
Porque la tortura nos hace pensar en dictaduras, en esa América Latina devastada por gobiernos militares durante décadas, en África y sus sátrapas de diamantes y niños guerreros, en lo peor de la condición humana donde un hombre, un tipo cualquiera, un tipo que parece normal, es capaz de infligir todo el daño posible a otro hombre con el único motivo de que confiese, informe, declare, delate. El torturador, excluidos aquellos que encuentran en la tortura el alivio a sus patologías, se blinda con una razón poderosa: este tipo es un hijo de puta y en mis manos está lograr que me diga lo que sabe, mi maldad es circunstancial porque sirviéndome de ella puedo salvar a mi grupo, a mis iguales, a mi país, mi concepto de justicia. Y así se nos llega a ablandar el corazón cuando nos enteramos que la muerte de Bin Laden es en parte resultado de haber torturado a quien o quienes dieron la valiosa información. Pensamos como el torturador y hacemos nuestra su razón. De paso, con esa magistral habilidad nuestra, obviamos la información y el razonamiento poco conveniente. No hacemos una parada para ocuparnos de los otros, de a quienes torturaron también y no dijeron nada, de los que no sabían nada y sobre quienes, presumiblemente, cayó la tortura más extrema por eso de apretar más el nudo, apretar justo hasta ese momento cuando el miedo tumba cualquier defensa y se llega a la rendición total. Los que no sabían nada, ellos, son la vergüenza mayor de la tortura.
Detrás de todo esto hay una proposición ingenua. Se supone que los países democráticos no hacen esto, se supone que respetamos los derechos humanos, se supone que en gran medida es lo que nos diferencia de la barbarie. No es lo mismo imaginar que una cosa sucede a poder comprobarlo, pues siempre nos guardamos la esperanza de que las sospechas sean infundadas, de que quienes cacarean y protestan contra esto o lo otro son una banda de ignorantes, de oportunistas o de embaucados en ese maremágnum que suelen ser las ideologías.
Mantener a la sociedad occidental en esos principios es lo que la salva, renunciar a ellos no es una opción circunstancial sino definitiva, algo a lo que tendremos que atenernos.
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