Sobre la tortura

La operación que propició la muerte de Osama Bin Laden ha dado, como es lógico además, mucho de qué hablar. Se ciernen sobre el hecho ciertas brumas que queremos –o no- pasar por alto. La visión general del asunto viene a ser algo así como que el fin justifica los medios, lema aplaudido a veces, rechazado otras, por las mismas voces.

Se juzgan con condescendencia las declaraciones del director de la CIA, Leon Panetta, donde se admitía que la inteligencia estadounidense utilizó información obtenida bajo tortura para encontrar la pista que les llevaría hasta Bin Laden. No sé si hay muchos gobiernos democráticos -más, no sé si hay muchos gobiernos- que hayan admitido algo así. Panetta ha dado un ejemplo de franqueza. La cuestión radica, sin embargo, en la confirmación de esta y, por tanto, todas las sospechas.

A la pregunta de si aprobamos la tortura en este caso particular, aplicada a un terrorista que ha facilitado la información necesaria para encausar el trabajo de espionaje que acabaría con el equipo seis de los Seal irrumpiendo en la casa de Abbottabad, muchos de nosotros contestamos sí. No obstante, las mismas personas, al menos muchas de ellas, contestarían negativamente  a la pregunta de si aprobarían el uso de la tortura, a secas.

Detalle de una obra del artista colombiano Fernando Botero

Porque la tortura nos hace pensar en dictaduras, en esa América Latina devastada por gobiernos militares durante décadas, en África y sus sátrapas de diamantes y niños guerreros, en lo peor de la condición humana donde un hombre, un tipo cualquiera, un tipo que parece normal, es capaz de infligir todo el daño posible a otro hombre con el único motivo de que confiese, informe, declare, delate. El torturador, excluidos aquellos que encuentran en la tortura el alivio a sus patologías, se blinda con una razón poderosa: este tipo es un hijo de puta y en mis manos está lograr que me diga lo que sabe, mi maldad es circunstancial porque sirviéndome de ella puedo salvar a mi grupo, a mis iguales, a mi país, mi concepto de justicia.  Y así se nos llega a ablandar el corazón cuando nos enteramos que la muerte de Bin Laden es en parte resultado de haber torturado a quien o quienes dieron la valiosa información. Pensamos como el torturador y hacemos nuestra su razón. De paso, con esa magistral habilidad nuestra, obviamos la información y el razonamiento poco conveniente. No hacemos una parada para ocuparnos de los otros, de a quienes torturaron también y no dijeron nada, de los que no sabían nada y sobre quienes, presumiblemente, cayó la tortura más extrema por eso de apretar más el nudo, apretar justo hasta ese momento cuando el miedo tumba cualquier defensa y se llega a la rendición total. Los que no sabían nada, ellos, son la vergüenza mayor de la tortura.

Detrás de todo esto hay una proposición ingenua. Se supone que los países democráticos no hacen esto, se supone que respetamos los derechos humanos, se supone que en gran medida es lo que nos diferencia de la barbarie. No es lo mismo imaginar que una cosa sucede a poder  comprobarlo, pues siempre nos guardamos la esperanza de que las sospechas sean infundadas, de que quienes cacarean y protestan contra esto o lo otro son una banda de ignorantes, de oportunistas o de embaucados en ese maremágnum que suelen ser las ideologías.

Mantener a la sociedad occidental en esos principios es lo que la salva, renunciar a ellos no es una opción circunstancial sino definitiva, algo a lo que tendremos que atenernos.

Underwood

Hace un par de días me encontré la noticia de que la empresa india Godrej and Boyce, la única en el mundo que las seguía produciendo, cerraba la producción de máquinas de escribir mecánicas. Este tipo de noticias, precisas o no, hace que nos pongamos un poquito melancólicos, estado natural de la madurez, por demás. El ícono del escritor o el periodista (y podríamos añadir otra decena de profesiones, menos icónicas) sentado frente a la máquina de escribir ha pasado de moda, ya no es referencia, más bien antigualla, hazmerreir de varias generaciones que podrían llegar a preguntarse cómo era posible que alguien usara ese trasto para escribir, que la pantalla táctil no hubiera existido siempre.

Y, cómo no, recordé entonces mi vieja máquina de escribir, mi Underwood de hierro fundido que cargué una tarde hasta mi casa para tormento de mis vecinos y mofa de mi padre cuando escuchaba el patético resultado de mis primeros intentos mecanográficos: gallina cansada picando maíz sobre una plancha de cinc. Tac… tac… tac…

Las de mi máquina eras unas teclas imposibles, no aflojaban por mucho aceite que les pusieras o por mucho que la llevaras al “taller de enseres domésticos” donde un señor se hacía cargo de reparar ventiladores, lavadores, cafeteras, batidoras y hasta, si no había más remedio, máquinas de escribir. La tecla disparaba la varilla metálica con una letra grabada en relieve, se levantaba con cierta furia, con cierta ira quizás, y descarga el golpe seco sobre la cinta de tinta, sobre el papel. Huella postrera, se podía llegar a pensar, porque dolía mucho enmendar lo escrito, demasiado incordio, y hasta los errores tenían aquel encanto que se solía asociar a ciertos procesos creativos.

Recordé también a un instructor de talleres literarios –que amaneció muerto en un parque de la ciudad cierta mañana, empapado de alcohol, represiones y amarguras masculladas- quien cierta vez dijo que los textos a ordenador daban la falsa impresión de ser mejores que los escritos a máquina. Y eso teniendo en cuenta que por entonces se usaban el WordPerfect y la impresora de cinta.

Y recordé las máquinas de escribir como instrumento de la burocracia. Aquellas mastodónticas máquinas soviéticas –nótese como a muchos de los productos soviéticos con los que convivimos en Cuba en los ochenta se le podría aplicar el adjetivo- con las que uno tropezaba en las oficinas cubanas, una por mesa, indefectiblemente –muchas, imagino, deben seguir allí- y que junto al cuño o sello institucional tenían la facultad de abrir o cerrar todas las puertas.

A pesar y gracias a todo ello, uno guarda cierto cariño –aquel más cercano a la lástima- por la máquina de escribir. Durante algún tiempo guardé en un armario una de ellas sin otro uso que saber que estaba allí. Un amigo, comentando el asunto ayer, me confesó que tiene planeado comprarse una, y no fue capaz de precisarme con qué propósito.

Como de tantas otras cosas, no sé qué habrá sido de mi Underwood de hierro fundido, ni siquiera he logrado precisar si cuando hui de Cuba seguía estando en su sitio, sobre el taburete alto robado de un aula de dibujo de la universidad.

Apostasía

En el cuento “Nadie se va a reír” de Milán Kundera –ese autor que se leyó con tanto ahínco durante varios años y que prácticamente ha desparecido-, el protagonista de la historia, un profesor que se niega a escribir un informe sobre un artículo dice: “… tú crees que todas las mentiras son iguales y parece como si tuvieras razón. Pero no la tienes. Yo puedo inventar cualquier cosa, reírme de la gente, idear historias y gamberradas, pero no tengo la sensación de ser un mentiroso ni me remuerde la conciencia; cuando digo esas mentiras, si quieres llamarlas así, soy yo mismo, tal como soy; al decir una de esas mentiras no estoy fingiendo, sino que en realidad digo la verdad. Pero hay cosas sobre las cuales no puedo mentir. (...) Si mintiese sobre ellas, me avergonzaría de mí mismo y eso no puedo hacerlo...”
Fotografía de Ray McSavaney
En los últimos meses he venido pensando en esta idea que se tiene de la relación entre la honestidad literaria y la honestidad a secas. ¿Cómo es posible que que algunos escritores se presentan ante el hecho creativo blandiendo una infranqueable sinceridad literaria, que le hablan a la literatura con el mayor respeto, la idolatran y piensan en términos como matar a sus padres –y esos padres no son otros que los más grandes escritores de siempre-, salgan a la calle y sean capaces de menospreciar, engañar, embaucar, estafar sin que sientan el menor remordimiento? ¿Cómo es posible que haya tanto desbalance entre las honestidades, como si se equipara la literatura con una religión imprecisa y politeísta?

Goethe y el Sturm und Drang. Ese acercamiento romántico a la literatura al que muchos se aferran como una especie de salvación para justificar toda la maldad de la que son capaces; exactamente del mismo modo en que algunos creyentes se enfrentan a penitencias para limpiar sus pecados.

Tengo varios amigos escritores: unos más talentosos que otros, unos más aplicados que otros, unos que reconocen no haber puesto en años una palabra en el papel o en el Microsoft Word excepto para escribir cartas, informes o actualizaciones de facebook y otros que aseguran sentarse  a diario a estampar letras en el vacío. (Y me incluiría en el párrafo anterior y en los posteriores si eso no llevara una asunción implícita de alguna virtud.) Todos, sin embargo, cuando lo hacen o lo han hecho, piensan principalmente en ser sinceros con ellos y con su religión literaria. Esos mismos amigos o la mayoría de ellos, principalmente aquellos que ostentan el título de emigrante, malviven en trabajos donde ni siquiera por asomo pueden utilizar su, en muchos casos, profunda preparación, ya sea académica o personal. Trabajos frustrantes igual a vidas frustradas.

Tienen herramientas -han pasado muchos años dándoles forma, han leído miles de libros, hecho millones de reflexiones, repasado gramáticas, manuales de redacción, consejos, se han hecho expertos en determinadas áreas del conocimiento-; herramientas que les permitirían acaso escribir sobre otros asuntos e intentar dejar un poco en paz a la sacrosanta literatura, al venerado arte. Sin embargo, no lo hacen porque ¿a qué le serían fieles entonces?

El novelista irlandés John Banville, autor de excelente prosa y exquisitos montajes narrativos (remito a su novela “El intocable” para quienes no lo conozcan), unos de esos autores que en algunos círculos se les llama escritor para escritores, desde hace algún tiempo publica bajo el seudónimo de Benjamin Black libros que entran en el subgénero que se ha dado en llamar novela negra. Pragmatismo anglosajón y carestía de mis amigos que escriben -escribimos- cada día con menos fe, intuyendo quizás que a estas alturas ya ha quedado claro que nunca llegaran a poner su nombre en ningún altar, dejando tras ellos librillos que no serán celebrados por los lectores ni ensalzados por ningún sector de la crítica. 

Si no quedara demasiado rimbombante y por tanto demasiado ridículo, sin pretender incitar a nadie -tampoco me harían caso si lo hiciera-, declararía aquí mi apostasía.

Diana Krall y el fetichismo

Las 05:45 de la mañana es una hora poco productiva. Si uno no ha dormido es el momento preciso de ir a la cama; si se acaba de despertar, anda somnoliento aún, poniéndose al día con los vicios y el acontecer de las últimas noticias. A esa hora, sin embargo, este lunes, no hacía ni una cosa ni la otra: miraba este video de Diana Krall en el Festival de jazz de Montreal del año 2004 cantando Temptation, un tema de Tom Waits:
 

Temptation, I can't resist, canta la rubia canadiense y se deja llevar, se entrega al compás del contrabajo, la guitarra y la batería que acompañan con suavidad y apocamiento, sabiendo quizás que están allí para servir, ser testigos, fondo, ambiente de lo que está por suceder. Diana Krall golpea el piano y unos segundos antes de que la producción se vaya a la guitarra, mueve una mano dentro del piano, busca la hendidura, la cuerda, el punto, la sensación, el sonido; ese placer. Se afana alli, lleva el pelo sobre la cara y poco a poco su cuerpo va adoptando esa posición como encorvada de quien está experimentado algo que le rebasa, le gana, no puede reprimir. El instrumento ya no emite notas sino quejidos, gemidos; y ahora su cara apenas logra ocultar que está llegando, lo está consiguiendo; el público del teatro se da cuenta, termina sabiéndolo todo y acompaña la explosión.
Diana les agradece, y su frase es como esa primera palabra que se alcanza a decir después del orgasmo.

Temptation

Rusted brandy in a diamond glass
everything is made from dreams,
time is made from honey slow and sweet
only the fools know what it means
temptation, temptation, temptation,
I can't resist.
I know that he is made of smoke
but I've lost my way
he knows that I am broke
but I must play
temptation, temptation, temptation,
I can resist.
Dutch pink and Italian blue
he is there waiting for you
my will has disappeared
now confusion's oh so clear
temptation, temptation, temptation,
I can't resist.

Citius, altius, fortius

Me empecé a interesar por el deporte a la misma edad que dejé de leer ciencia ficción. Por aquellas fechas tenía dos grandes mejores amigos: el físicamente mermado hasta la lástima que poseía una extensa colección numismática y la “Cosmonáutica. A-Z. Enciclopedia Soviética”; y el ex jugador de hockey sobre ruedas, prospecto de ciclista concienzudo, modelo atlético de las compañeras preadolescentes y guardián infranqueable de la falta de sentido del humor.
Teníamos trece años; decidí dejar de leer aquellos libros que nos hacía parecer lo que en realidad éramos -eso que actualmente llaman friqui- e intenté mis primeros acercamientos al deporte en un colchón de serrín donde algunos compañeros se entrenaban dos horas diarias sin ningún propósito aparte de saber cómo hacer una técnica de inmovilización para utilizar en el momento que alguien los importunara en demasía. Fui receptor del equipo de béisbol del instituto, lateral derecho del equipo de fútbol de la facultad y miembro del equipo de judo universitario. Y como siempre le sucede a quienes no llevan el asunto en la sangre, tienen tendencia a la obesidad, al alcoholismo o a la pereza, terminé mi carrera deportiva viendo las Olimpiadas por la televisión y quedando algún que otro domingo –cada vez más espaciados- para disputar un partido de algún deporte de equipo tranquilo y sin exigencias.

Me gusta el deporte, así, en general y sin exaltación. Sin embargo, comprendo a quienes no lo soportan, a quienes creen que es un sinsentido, una tomadura de pelo, un insulto a la inteligencia. El deporte, los deportes, son eso y mucho más. Valga el argumento repetido hasta la saciedad: ¿cómo puede resultar interesante un juego, por ejemplo, donde 22 personas adultas se organizan con cierta coherencia y destreza para pasar la pelota por un “arco” rectangular? O: ¿cómo se le pueden pagar  90 millones de dólares a Tiger Woods, 61 a Roger Federer o 60 a Floyd Mayweather Jr. por jugar, o sea, por llevar a cabo la representación de otra cosa, otra cosa más bien imprecisa, oculta y hasta, quizás, indecorosa?

Las sociedades se han encargado de sobrevalorar el deporte, sacarlo de lo que debería encarnar, convertirlo en otro asunto que es en lo que se suelen convertir estas cuestiones cuando en cada hoyo, set o knockout  están en juegos muchos más intereses y millones de dólares de los que se puedan contar en una tarde.

En las Olimpiadas de Atlanta de 1996 un boxeador de Tonga nombrado Paea Wolfgramm consiguió la medalla de plata en la categoría de superpesados; el rey del país, en agradecimiento, le regaló una de las 169 islas que le pertenecen por encumbrar el nombre de su tierra. Los gobiernos totalitarios echan mano a los éxitos deportivos para enardecer el espíritu patriótico y nacionalista de los pueblos; recuérdense los juegos olímpicos de la Alemania Nazi, el mundial de fútbol de Argentina de 1978 o los triunfos de la Unión Soviética, Alemania Oriental o Cuba, cuyos gobernantes se encargaron siempre de equiparar a los éxitos del socialismo.

La sobrevaloración de los deportes conlleva a la de los deportistas, a su encumbramiento en figuras públicas, a que sean citados como ejemplos para los niños y en general para la sociedad. Un buen deportista es un ídolo, una marca, un símbolo, un semidiós. Y todo ello induce a que represente para ellos una gozosa carga y la exigencia de seguir siendo todas esas cosas; y un puntito más a su hazaña, una milésima de segundo menos a su record. Por eso, cuando no pueden o cuando se dan cuentan de que todo terminará en breve, echan manos a las trampas, los artificios y entre ellos el más recurrido: dopaje

El dopaje ayuda a hacer realidad el lema de olimpismo “más rápido, más alto, más fuerte”. Cada vez más rápido, cada vez más alto, cada vez más fuerte. La mera pretensión de no encontrar jamás una barrera biológica o física que ponga freno al motto de Pierre de Coubertin es una justificación ambigua para los Ben Johnson, los Justin Gatlin, los José Canseco o las Marta Domínguez.

Por qué es como es (y no de otras miles de maneras posibles)



Porque es bisnieto de Pancho el burro, isleño afamado en su zona por bruto, tacaño y mala persona, que salió por primera vez de su exilio en los alrededores de Sumidero para ir a ver a su nieto preferido que parecía que se moría y una semana después quien se murió fue él.

Porque vio a su bisabuela perdida en la ceguera y el desconcierto el día que escuchó su voz grabada por un aparato junto a a un río que meses después se llevaría su paraíso y su decencia.

Porque es nieto de un hombre sin padre que tocaba las maracas en un combito desavenido y hacía de barbero a domicilio; que andaba en una yegua flaca y enana haciendo kilómetros para encontrar un  pelaje demasiado crecido y, mientras tanto, sus hijos festejaban cuando en la mesa servían sopa y boniatos hervidos.

Porque su padre mató perros, limpió cloacas, levantó paredes, casas, edificios, industrias. Porque su madre le enseñaba a los niños las efemérides del día en la pizarra: un día como hoy... 
Porque se fue de casa con doce años a hacerse mayor demasiado pronto y con muy poco entrenamiento en el asunto; esa cuestión de la supervivencia...

Porque le dio por leer y ha sido la acción a la que más tiempo he dedicado en su vida y con la que más ha disfrutado.

Porque tuvo amigos que hubiesen dado la vida por él -y créanme que no exagero-, porque tuvo amigos que le salvaron la vida, porque tuvo amigos a quienes se las salvó.

Porque sueña cosas que no puede ni quiere contar.

Porque ha sabido lo que es que le partan la cara a puñetazos, porque sabe lo que es partirle la cara a alguien.
Porque ha aprendido de lo que es capaz la gente en ciertos momentos de su vida.
Porque ha aprendido a no subestimar ni sobrestimar a nadie, en ningún aspecto.

Porque ha visto cosas.

Porque sabe de lo que es capaz y se entrenó para no rebasar ciertos límites de sus iras.

Porque, sencillamente, sabe de lo que es capaz.

Porque ha llegado entender ciertos mecanismos humanos que quisiera no haber llegado nunca a comprender.

Porque no sabe quién es, ni de dónde viene ni adónde va.

Porque no le quedan razones ni certezas.

Cosas así...

La noticia detrás de la anécdota

Ocurre a veces que nos topamos con información que nos parece sorprendente. Algo inusual, capaz de hacernos felices o infelices por un rato -suele ser el lapso que duran ambas emociones, después regresamos a la infecta cotidianeidad. La nueva era que parece haber comenzado con el siglo está revirtiendo muchos órdenes, sociales, políticos y, fundamentalmente, mentales. Las cosas ya no son como solían ser y cada día nos demuestra el triunfo de la idea, de la creatividad que roza en ocasiones la inverosimilitud.
Me ha llegado un enlace al siguiente video:



Uno lo ve y piensa que es algo hermoso, ¿no? Nos ayuda esa cancioncilla de fondo repitiendo: I want to change the world.  Le entran a uno ganas de buscar a Lucas y, cuando menos, darle un abrazo, decirle tío que idea más buena has tenido, la pasta que te debes haber gastado, y la calidad del video, es perfecto, anda que te invito a unas cañas. Es lo menos que se puede hacer.

Sin embargo, tengo la mala costumbre de hurgar detrás de las anécdotas, como ese niño que no para de rascarse  la herida aunque los padres le hayan pedido cientos de veces que no se toque, así no te va a sanar nunca. Y aunque sepa que por norma general ese hurgar va a conducir únicamente a decepciones, insisto en ello, como si necesitara decepcionarme, avalar siempre esa parte doliente que acompaña a casi todas las cosas.

Pues bien, hurgo: el video anterior es apenas un campaña publicitaria de Atrapalo.com, una empresa dedicada a la venta de entradas para espectáculos, cine, teatro, entre otros servicios. Lo relata un creativo de la empresa de publicidad: "Lucas es un brasileño que vivía en Barcelona. Para despedirse, tuvo una maravillosa idea: soltar media docena de globos con entradas para una obra de teatro, agradeciendo así los buenos momentos que pasó en la ciudad. Era una idea perfecta para Atrapalo.com, uno de nuestros clientes. Así que le propusimos rodar el vídeo y facilitarle cientos de globos para que pudiera despedirse a lo grande de toda la ciudad. Por primera vez, trabajamos una idea que no era nuestra, sino de Lucas, que es quien la firma. Y Atrapalo.com invirtió en un proyecto que no era suyo, sino de Lucas, que es quien lo firma... Algunos usuarios comentan que no saben si es publicidad; unos pocos dicen que si esto es publicidad, ya no les gusta –tal vez sea muestra del odio que el marketing ha despertado en ellos durante tantos años de mal comportamiento-; y la mayoría, afortunadamente, admite que sea o no publicidad, les encanta."

Padres e hijos



Estaba tendido junto a su hijo, le acariciaba la cabeza suavemente mientras canturreaba un lullaby celta.  Desde que era un bebé le tarareaba aquella musiquilla inquietante y melancólica cuando lo hacía dormir. El hombre rondaba ya los 40 años, el niño apenas los seis.

Dejó de cantar, dejó de acariciarle la cabeza y descansó la palma de su mano en la frente del niño. Por un instante creyó que habría una manera, una posibilidad, una certeza. Cerró los ojos y lo pidió: algo así como que allí y entonces pudieran substituirse uno al otro  -quizás sea justo decir que la solicitud era menos comprensible que todo esto-, se le otorgaran a él las trabas que rondaban en la cabeza de su hijo, que lo liberaran de una vez, que los liberaran.

No ocurrió nada.



Mi padre murió anoche. Mi padre murió hace un año y medio.  Anoche soñé que mi padre moría.

Todo era triste, claro. Había un funeral, unas flores a mi nombre, lágrimas y todas esas cosas que se esperan de un funeral. Estaban mi madre, mi abuela, mi hermano, tíos, primos, amigos; estaban todos.

Estaba aquel negro viejo que me dejó coger un volante por primera vez en mi vida, cuando tenía siete años; estaba el viejo ciego a quien construimos una casucha de madera, un domingo; estaba mi bisabuela con los ojos perdidos en un río desbordado; hubo una fiesta de fin de año, un puerco asado, un tanque de cervezas frías; estaban sus chancletas debajo de la cama, las botas con cemento en el patio, un pedazo de su rótula en el cajón de la cama junto a una kufiyya y catorce dinares; estaba aquella tarde de otoño, aquel bar de Madrid, cuando deseé que estuviera a mi lado.

Estaban todos.



Le miró a los ojos y quiso poder estar dentro, entender aquel mundo regido fundamentalmente por la soledad.

No era la soledad ésa de estar solo, de que fuera una hora cualquiera, una hora precisa y grave, y tuviera la certeza de que no existía nadie ni nada más y quisiera acompañar aquella pregunta esperanzada y semicoral de Pink Floyd: Is there anybody out there?

No, era apenas la soledad de no adivinar de que iba todo aquello, cuál era la ingeniosidad en; la soledad de no saber compartir el gesto ni la alegría ajenos. La de un mundo demasiado complejo (quiero decir simple y directo) dentro de un universo de sutilezas e intenciones arrevesadas.

Creyó que si lo conseguía, si lograba entrar, se toparía con una paz tan drástica y elemental, que subsistiría por siempre desarmado y cómplice.

Basado en hechos reales: Florence Cassez

Durante los últimos meses he estado siguiendo la historia de Florence Cassez, una ciudadana francesa condenada en México a 60 años de prisión por cuatro secuestros, posesión de armas y delincuencia organizada. Para quienes no estén al tanto, el diario mexicano El Economista ofrece aquí un resumen que nos puede guiar a través de los acontecimientos.

La historia de Florence es rocambolesca, como suele ocurrir en estos casos, y ha llegado a convertirse en causa de desavenencias diplomáticas entre México y Francia. El presidente Nicolas Sarkozy pretende la extradición de su compatriota para que pueda cumplir la condena en Francia y ha dicho que "en cada reunión o en cada acto en el que participe un miembro del Estado francés, éste dedicará su intervención a recordar el problema de Cassez". Por su parte, el gobierno mexicano ha anunciado en la web de la Secretaría de Relaciones Exteriores que “a la luz de las declaraciones del Presidente Nicolas Sarkozy, el Gobierno de México considera que no existen las condiciones para que el Año de México en Francia se lleve a cabo de manera apropiada y que cumpla con el propósito para el cual fue concebido”.



Ésta es la noticia. Sin embargo, hay un detalle que me ha estremecido, no sé si de la risa o la conmiseración. Es lo referente a la operación policial mediante la que se apresó a Florence Cassez, a su novio Israel Vallarta y a otros miembros de la banda conocida como Los Zodiaco: el 9 de diciembre de 2005 varias cadenas de televisión mexicanas mostraban una espectacular operación de la policía de élite mexicana que lograba sorprender a los delincuentes y liberar a tres secuestrados. La noticia, como es natural, recorrió telediarios y periódicos y se pudo mostrar sin tapujos, con una detallada muestra de videos, fotografías y declaraciones oficiales.  “De último minuto, un duro golpe contra la industria del secuestro se está dando en estos momentos y es que la AFI trabajó durante semanas,  y esta madrugada lo que está haciendo es liberar a personas secuestradas…”, decía en Primero Noticias el reportero de Televisa, Pablo Reinah, aquella mañana, “estamos viendo cómo están entrando en estos instantes los agentes”.

Pues bien, días más tarde Vallarta y Cassez denunciaron que todo había sido un montaje para la televisión, un reality show. Las empresas e instituciones implicadas lo reconocieron: la operación se había realizado realmente el día anterior y lo que fue presentado a la opinión pública  "en directo" era apenas la recreación dramatizada por la policía, los secuestradores, las víctimas y los medios de comunicación. Sí, como una de esas películas que al incio pone "basada en hechos reales" y de las que siempre, siempre, se suele sospechar.

No sé si Florence Cassez es culpable o no de los delitos que se le imputan, pero si yo fuera Sarkozy tampoco me fiaría.

11-S (Renunciar al horror)

Sí, sí. Yo, como casi todos, recuerdo lo que hacía el 11 de septiembre de 2001.

Estaba borracho. Un borrachera que duraba ya entre siete y diez días, justificada -excusa más bien- por la despedida de mi amigo A.. Cuando nos avisaron de que algo gordo estaba ocurriendo en Manhattam estaba yo en medio del atraco de su biblioteca y estuvimos mirando la transmisión de los sucesos en la recepción de un hotel porque los canales cubanos no habían comenzado aún a tratar el tema.

Lo sabido: incredulidad, horror, más incredulidad, más horror, ese horror en vivo y déspota que te obliga a seguir mirando a la pantalla.

Sin embargo, lo que más recuerdo de ese día es la imagen de A., de vuelta a su casa, después de aventurar consultas en el aeropuerto sobre su viaje -fuga detalladamente planificada, como si se tratase de escapar de una prisión o exactamente porque lo era- que debía ocurrir al día siguiente. El alcohol y la zozobra fueron embotando poco a poco la peculiar vivacidad de A. hasta que se quedó suavemente dormido frente a la tele, frente al fuego, el desplome y los cuerpos que caían de las torres como granos de un recipiente rebasado.


The Sphere, del alemán Fritz Koeniges, escultura de veinticinco metros compuesta por cincuenta y dos segmentos de bronce que sobrevivieron bajo los escombros del Word Trade Canter, se exhibe en Battery Park.
Con el paso de los años, siendo descreido de teorías conspiratorias que podrían aportar un poco de interés al asunto, los once de septiembre se han ido convirtiendo en una monótona repetición  de imagenes, relatos, análisis, homenajes: ¿qué hacía usted? ¿qué cambió en el mundo? ¿cómo se puede luchar contra...?

Y resulta que me ocurre lo que a A. aquel día y me voy quedando suavemente dormido ante el horror repetidísimo y por tanto menos horroroso. La evidente intención de los medios de hacernos revivir el dolor logra, al menos en mi caso, una renuncia evidente.