Estaba tendido junto a su hijo, le acariciaba la cabeza suavemente mientras canturreaba un lullaby celta. Desde que era un bebé le tarareaba aquella musiquilla inquietante y melancólica cuando lo hacía dormir. El hombre rondaba ya los 40 años, el niño apenas los seis.
Dejó de cantar, dejó de acariciarle la cabeza y descansó la palma de su mano en la frente del niño. Por un instante creyó que habría una manera, una posibilidad, una certeza. Cerró los ojos y lo pidió: algo así como que allí y entonces pudieran substituirse uno al otro -quizás sea justo decir que la solicitud era menos comprensible que todo esto-, se le otorgaran a él las trabas que rondaban en la cabeza de su hijo, que lo liberaran de una vez, que los liberaran.
No ocurrió nada.
Dejó de cantar, dejó de acariciarle la cabeza y descansó la palma de su mano en la frente del niño. Por un instante creyó que habría una manera, una posibilidad, una certeza. Cerró los ojos y lo pidió: algo así como que allí y entonces pudieran substituirse uno al otro -quizás sea justo decir que la solicitud era menos comprensible que todo esto-, se le otorgaran a él las trabas que rondaban en la cabeza de su hijo, que lo liberaran de una vez, que los liberaran.
No ocurrió nada.
Mi padre murió anoche. Mi padre murió hace un año y medio. Anoche soñé que mi padre moría.
Todo era triste, claro. Había un funeral, unas flores a mi nombre, lágrimas y todas esas cosas que se esperan de un funeral. Estaban mi madre, mi abuela, mi hermano, tíos, primos, amigos; estaban todos.
Estaba aquel negro viejo que me dejó coger un volante por primera vez en mi vida, cuando tenía siete años; estaba el viejo ciego a quien construimos una casucha de madera, un domingo; estaba mi bisabuela con los ojos perdidos en un río desbordado; hubo una fiesta de fin de año, un puerco asado, un tanque de cervezas frías; estaban sus chancletas debajo de la cama, las botas con cemento en el patio, un pedazo de su rótula en el cajón de la cama junto a una kufiyya y catorce dinares; estaba aquella tarde de otoño, aquel bar de Madrid, cuando deseé que estuviera a mi lado.
Estaban todos.
Todo era triste, claro. Había un funeral, unas flores a mi nombre, lágrimas y todas esas cosas que se esperan de un funeral. Estaban mi madre, mi abuela, mi hermano, tíos, primos, amigos; estaban todos.
Estaba aquel negro viejo que me dejó coger un volante por primera vez en mi vida, cuando tenía siete años; estaba el viejo ciego a quien construimos una casucha de madera, un domingo; estaba mi bisabuela con los ojos perdidos en un río desbordado; hubo una fiesta de fin de año, un puerco asado, un tanque de cervezas frías; estaban sus chancletas debajo de la cama, las botas con cemento en el patio, un pedazo de su rótula en el cajón de la cama junto a una kufiyya y catorce dinares; estaba aquella tarde de otoño, aquel bar de Madrid, cuando deseé que estuviera a mi lado.
Estaban todos.
Le miró a los ojos y quiso poder estar dentro, entender aquel mundo regido fundamentalmente por la soledad.
No era la soledad ésa de estar solo, de que fuera una hora cualquiera, una hora precisa y grave, y tuviera la certeza de que no existía nadie ni nada más y quisiera acompañar aquella pregunta esperanzada y semicoral de Pink Floyd: Is there anybody out there?
No, era apenas la soledad de no adivinar de que iba todo aquello, cuál era la ingeniosidad en; la soledad de no saber compartir el gesto ni la alegría ajenos. La de un mundo demasiado complejo (quiero decir simple y directo) dentro de un universo de sutilezas e intenciones arrevesadas.
Creyó que si lo conseguía, si lograba entrar, se toparía con una paz tan drástica y elemental, que subsistiría por siempre desarmado y cómplice.
No era la soledad ésa de estar solo, de que fuera una hora cualquiera, una hora precisa y grave, y tuviera la certeza de que no existía nadie ni nada más y quisiera acompañar aquella pregunta esperanzada y semicoral de Pink Floyd: Is there anybody out there?
No, era apenas la soledad de no adivinar de que iba todo aquello, cuál era la ingeniosidad en; la soledad de no saber compartir el gesto ni la alegría ajenos. La de un mundo demasiado complejo (quiero decir simple y directo) dentro de un universo de sutilezas e intenciones arrevesadas.
Creyó que si lo conseguía, si lograba entrar, se toparía con una paz tan drástica y elemental, que subsistiría por siempre desarmado y cómplice.
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