Dígame la verdad

Las personas, usted, yo, hemos dicho alguna vez esa frase, hemos insistido, hemos implorado, dejado claro que lo más que nos gusta de X es su sinceridad. Y el reverso, detestamos a Z porque es un mentiroso incorregible, porque no es capaz de decir nunca la verdad, a pesar de haber llegado a implorárselo. 

El engaño, más bien sentirse objeto de engaño, es una situación penosa, ultrajante, nos duele más por nuestro orgullo, nuestra exposición al escarnio aunque sea éste a la escala del salón de casa, que por la victoria en cuestión de honestidad que obtenemos sobre el mentiroso.

Nos gusta la verdad, decimos, pero en realidad nos gusta una cuota de verdad, una parte de ella, la que nos viene bien, la que no traspase la frontera de lo apropiado, lo justo, lo humano, lo tolerable.

Porque ocurre, con asiduidad, que la verdad es un peso demasiado difícil de manejar, y que nos lleva a increpar: ¿qué necesidad tenías de decírmelo? Dime la verdad, pero un poquito, sólo un poquito;  así, como estribillo de guaracha.

Párese frente a ese compañero de trabajo que habla de la verdad, etc., párese delante de él y dígale la verdad: no eres nada de eso que te crees, sino un tío al que ha dejado su mujer, que vive solo y enganchado a las webs de porno gratis. Y si eso no es suficiente, recuérdele que tiene halitosis y que no se lava las manos al salir del lavabo. Párese frente a su esposa y dígale que ya no le gusta tener sexo con ella. Párese frente a su mejor amigo y dígale que cada día le parece más gilipollas. Párese frente a su jefe inmediato, o frente al jefe de su jefe, o frente al siguiente en el organigrama y dígale…, dígale la verdad.

La verdad es una gran mentira. Nos aterra, en realidad no queremos saber nada de ella, acaso de la mentira disfrazada de verdad que deseamos escuchar. Es por eso que siempre aconsejo a quienes lo quieran escuchar: antes de hacer una pregunta, ten seguridad de que quieres conocer la respuesta.

Julian Barnes: Nada que temer

Tomado de The New York Times (3 de octubre de 2008)
Título original: Dying of the Light
Traducido por The Galimatías
Por Garrinsom Keillor 


“No creo en Dios, pero le echo de menos”, así comienza este libro. A sus 62 años, Julian Barnes, un ateo convertido al agnosticismo, decide enfrentar su miedo a la muerte. ¿Por qué un agnóstico, que no cree en la vida después de la muerte, puede temer a la muerte? Como respuesta a esta sencilla pregunta, Barnes nos ha regalado estas elegantes memorias, a la vez que reflexiones; el temblor sísmico de un libro que retumba y protesta en la mente del lector semanas después de haberlo terminado.

La tanatofobia es un hecho en su vida; piensa en la muerta a diario y algunas noches se siente rugiendo despierto, uno de esos “momentos alarmados y alarmantes que te arrancan del sueño y te devuelven a la vigilia, despierto, solo, totalmente solo, golpeando la almohada con el puño y gritando «Oh, no, oh, no, OH, NO», en un gemido interminable”. Sueña con su enterramiento y “me persiguen, me rodean, me superan en número y en armamento, me quedo sin balas, me hacen prisionero, me condenan injustamente al pelotón de ejecución, me informan de que dispongo incluso de menos tiempo del que yo pensaba. El rollo habitual.” Se imagina atrapado en un barco volcado. O secuestrado y encerrado en el maletero de un coche que echan al río. O arrastrado debajo del agua por las mandíbulas de cocodrilo.

Más allá del derribo de las cosas, teme la disminución de la energía, el secado de la fuente, el desvanecimiento de la luz. “A los sesenta, miro a mis muchos amigos y reconozco que algunos de ellos son menos amistades que recuerdos de amistades.” Ha presenciado el declive y muerte de sus padres: “por mucho que rehúyas a tus padres en vida, es probable que te reclamen en la muerte”. Su padre, profesor de Francés, murió de varios ataques, leyendo las “Mémoires” de Saint-Simon, al final aún tiranizado por su esposa “siempre presente, parloteando, organizando, enredando, controlando” –unos pocos años después, su madre, vestida de verde, en silla de ruedas y con la mitad de su cuerpo paralizado, “desdeñaba lo que para ella era un modo falso de levantar el ánimo”.
La fe religiosa no es una opción. “Yo no tenía una fe que perder”, escribe. “No me bautizaron ni fui nunca a la escuela dominical. No he asistido en mi vida a un oficio religioso normal… Voy continuamente a iglesias, pero por razones arquitectónicas; y, más ampliamente, para captar un sentido de lo que fue en otro tiempo la «britanidad»”.

La religión cristiana “duró porque era una hermosa mentira… una tragedia con un final feliz”, y aún así extraña el sentido de propósito y creencia que él descubre en el Requiem de Mozart o las esculturas de Donatello. “Echo de menos al Dios que inspiró la pintura italiana y las vidrieras francesas, la música alemana y las salas capitulares inglesas, y esos cúmulos de piedra derruidos en unos acantilados celtas que fueron en otro tiempo almenaras simbólicas en medio de la oscuridad y la tormenta.” Barnes no se siente reconfortado por la terapéutica religión contemporánea, “el cielo seglar moderno de la realización personal: el desarrollo de la personalidad, las relaciones que ayudan a definirnos, el empleo que da prestigio…, la acumulación de hazañas sexuales, las visitas al gimnasio, el consumo de cultura. Todo esto contribuye a la felicidad, ¿no?... ¿No? Es el mito que hemos elegido.”

Así que Barnes de vuelve contra el estricto régimen de la ciencia. Todos estamos muriendo. Incluso el sol se está muriendo. El Homo Sapiens evoluciona hacia una especie a quien no le importaremos nada, de modo que nuestro arte y nuestra literatura y nuestra erudición caerán en el olvido total. Todos los escritores se convertirán en escritores no leídos. Y la humanidad morirá y los escarabajos gobernarán el mundo. Un hombre puede temer su muerte, pero, de cualquier modo, ¿qué es él? Sencillamente un montón de neuronas. El cerebro es una masa de carne y el alma no es más que “un cuento que el cerebro se cuenta a sí mismo”. La individualidad es una ilusión. Los científicos no encuentran una evidencia física del “yo”, es algo de lo que nos hemos convencido a nosotros mismos. No producimos pensamientos, los pensamientos nos producen a nosotros. “Ese «yo» al que tanto apreciamos sólo existe propiamente dicho en la gramática.” Despojados de la narrativa cristiana, admiramos un paisaje que, a pesar de ser fascinante, no ofrece nada que se pueda llamar esperanza. (Barnes se refiere a la “desesperanza americana” con particular desdén.)

“No hay separación entre «nosotros» y el universo.” Somos simplemente materia, cosas. “El individualismo —el triunfo de los artistas y científicos librepensadores— nos ha conducido a un estado de autoconciencia en el que ahora nos consideramos unidades de obediencia genética.”

Todo cierto, en su medida, quizás, pero, ¿y qué? Barnes es un novelista y lo que insufla vida a este libro y lo que hace que el lector siga adelante es el afecto por las personas que entran y salen, la abuela Scoltock en su cardigan tejido a mano leyendo el Daily Worker y apoyando a Mao Tse Tung, mientras el abuelo veía “Songs of Praise” (programa de la BBC en el aire desde 1962 de carácter musical religioso) en la televisión, hacía trabajos de carpintería, cultivaba dalias y mataba gatos con una maquina verde que les retorcía el cuello, atornillada al marco de la puerta. El hermano mayor, profesor de filosofía, que cría llamas en su jardín y le gusta usar pantalones cortos, zapatos de hebilla y chaleco bordado. Quizás seamos sólo unidades de obediencia genética, pero nos encanta mirarnos unos a otros. Barnes nos cuenta que guarda en un cajón las cosas de sus padres, todo, los álbumes de recortes,  cartillas de racionamiento, tarjetas de puntuación de criquet, sus listas de felicitaciones navideñas, los certificados de matrimonio y de defunción, un álbum de fotos de 1913 titulado “Escenas de carreteras y caminos”, viejas postales (“Llegamos aquí sanos y salvos y, exceptuando los bocadillos de jamón, el viaje nos ha gustado”). Los lectores sencillos degustan estos dulces regalos del detalle. No negamos la inevitabilidad de la extinción, pero no podemos evitar que nos guste esa postal.

“La sabiduría consiste en parte en no fingir más, en desechar el artificio… Y hay algo infinitamente conmovedor cuando un artista, en la vejez, adopta la simplicidad… El lucimiento forma parte de la ambición; pero ahora que somos viejos tengamos el sosiego de hablar con sencillez”. Y eso hace. En esta meditación sobre la muerte revive, en golpes cortos y seguros, a sus padres Albert y Kathleen.

“Yacía en un cuarto pequeño y limpio, con una cruz en la pared; estaba, en efecto, en un carro, con la cabeza vuelta hacia mí… Parecía, bueno, muy muerta: con los ojos cerrados y la boca entreabierta, más abierta en la comisura izquierda que en la derecha, lo que era muy típico de ella: con un cigarrillo colgado de la comisura derecha, mientras hablaba por el otro lado… Le toqué la mejilla varias veces y luego la besé en el flequillo. ¿Estaba tan fría porque había estado en el congelador o porque es natural que los muertos estén tan fríos?... «Bravo, mamá», le dije en voz baja. Efectivamente, había muerto «mejor» que mi padre. Él había sobrellevado una serie de ataques y su decadencia se prolongó durante años; ella había pasado del primer ataque a la muerte de una forma en conjunto más rápida y eficiente.” Entre sus cosas descubre una botella de vino de licor y un pastel de cumpleaños intacto.

No sé cómo le irá a en nuestro esperanzado país, con la cara triste del autor en la portada, pero rezaré por su éxito comercial. Es un libro hermoso y divertido, que resuena en mi cabeza.


Texto original Aquí

Pensando en el día en que no esté

Hoy es uno de esos “días de”; uno que me toca de cerca y tiene, por tanto, connotaciones diferentes a los demás. Porque pasa, por supuesto, que las cosas son importantes depende desde donde se miren.

Y sí, quería escribir algo sobre el autismo, pero: 1- me doy cuenta que tendría que decir demasiadas cosas, que esta entrada sería un extenso soliloquio del que no sacaríamos nada en claro, que no tengo la habilidad para decir lo que querría, que quizás tampoco le interese a usted, por demás; y 2- que hace ya algún tiempo escribí en este mismo espacio lo siguiente: 

Estaba tendido junto a su hijo, le acariciaba la cabeza suavemente mientras canturreaba un lullaby celta.  Desde que era un bebé le tarareaba aquella musiquilla inquietante y melancólica cuando lo hacía dormir. El hombre rondaba ya los 40 años, el niño apenas los seis.
Dejó de cantar, dejó de acariciarle la cabeza y descansó la palma de su mano en la frente del niño. Por un instante creyó que habría una manera, una posibilidad, una certeza. Cerró los ojos y lo pidió: algo así como que allí y entonces pudieran substituirse uno al otro  -quizás sea justo decir que la solicitud era menos comprensible que todo esto-, se le otorgaran a él las trabas que rondaban en la cabeza de su hijo, que lo liberaran de una vez, que los liberaran.
No ocurrió nada.

Y creo que es una de las notas más sinceras que he escrito jamás, y que en ella se dice todo, o sea, nada.

Y eso es suficiente, o más bien todo lo que sería justo decir, todo de lo que soy capaz este "día de", este día que me obliga a pensar, por una vez, en el día en que no esté.

Vencerás dragones

Crear y almacenar

En el siglo que hasta hace poco llamábamos el siglo pasado, allá por 1899, en Garden Valley, un poblado de Idaho, nació James Charles Castle. Básicamente se le cataloga como artista autodidacta y su trabajo se desarrolló desde plataformas diversas: ilustraciones realizadas con papel desechado, imágenes de tiras cómicas, dibujos, montajes, encuadernación...

Durante décadas trabajó -aunque quizás él no mantenía el mismo concepto de trabajo relacionado con la creación que compartimos la mayoría- en el cobertizo de los pollos, sin comodidad alguna, y en absoluta libertad. Allí terminó cientos de piezas que su familia llamaba Dreamhouses -complicadas construcciones con materiales como cuerdas viejas, envases de leche, papeles de colores, pedazos de cartón-; aquí y allá las iba almacenando con extremo cuidado y atención. Una visión especial donde personas, animales, libros, mesas, puertas o ropas tenían la misma relevancia y guardaban un balance preciso.

Durante unos seis meses asistió a la Escuela para Sordos y Ciegos de Idaho, donde fue rechazado por considerar que el intento de instruirlo era una pérdida de tiempo. El resto de su vida la pasó dentro de los límites de su casa familiar y la oficina de correos que administraban sus padres. Aún cuando algunos allegados alentaban su tendencia a la creación artística, Castle insistía en aislarse y rehuir el exterior de manera casi violenta.

Se le declaró retrasado por unos, loco por otros, pero lo cierto es que desde niño su fascinación por las formas lo llevó al arte como una manera de expresión que escasamente encontraba receptores. Sin dudas, James no era mentalmente deficiente o no educable. Ni siquiera era mudo como se creía porque podía, por ejemplo, vocalizar. Los términos que se usaron para catalogar al singular artista durante muchos años no eran del todo correctos. Quizás de haber vivido en estos días a James Castle se le habría diagnosticado un Trastorno de Espectro Autista, como sugieren algunos especialistas. "Estoy convencido", dice Trusky, descubridor y estudioso de su figura, "y así lo respalda la comunidad médica que ha analizado la vida y obra de James, que el suyo fue el típico y recurrente caso de autista con un talento especial y extraordinario.”

Con paciencia y laboriosidad fue experimentando con los puntos de vista y la ilusión de la perspectiva en sus dibujos. En un pedazo de cartón arrancado de una caja de cerillas, por ejemplo, podía dibujar el camino que atravesaba Garden Valley; al otro lado del mismo cartón recreaba el lado opuesto del primer paisaje. La oposición topográfica, la oposición dentro del mismo objeto, del mismo objeto.

Como le suele ocurrir a muchos outsider o artistas autodidactas que viven más allá de los límites o la aceptación, las difíciles circunstancias de su vida pueden incluso minimizarse sin que ello empequeñezca la importancia o popularidad de su trabajo.

La obra de James Castle cuenta con legiones de admiradores, estudiosos y seguidores; importantes museos de todo Estados Unidos -el American Folk Art Museum, el Museo de Arte Moderno, el Museo Whitney de Arte Americano, el Instituto de Arte de Chicago, entre muchos otros- incluyen extensas colecciones de sus obras. Otros museos de todo el mundo, sus curadores y públicos, hacen fila y esperan pacientemente para exhibir sus obras.


James Charles Castle murió en 1977.

Entrevista a Cormac McCarthy (El cowboy favorito de Hollywood)

Traducido por The Galimatías
Tomado de The Wall Street Journal
20 de noviembre de 2009

Por John Jurgensen 


 El escritor Cormac McCarthy suele rehuir las entrevistas, sin embargo, no puede ocultar que le entusiasma conversar. La semana pasada el novelista se sentó junto a nosotros en el frondoso jardín del hotel Menger. La conversación, en la que también participó John Hillcoat, director de la película “La carretera”, basada en la novela homónima, se extendió hasta tarde y a la cena en un restaurante cercano.
McCarthy ha venido hasta aquí desde su casa cerca de Santa Fe para visitar a Tommy Lee Jones. El actor dirige y protagoniza junto a Samuel L. Jackson un filme basado en la obra de teatro de McCarthy “The Sunset Limited” que se emitirá próximamente por HBO.



    Cuando vende los derechos de sus libros, ¿suele tener contratos que le permitan supervisar el guión, o es algo que queda fuera de su alcance?
No. Vendes los derechos y te vas a casa a descansar. No te puedes inmiscuir en los proyectos de otras personas.

    Cuando fue por primera vez al set donde se filmaba “La carretera”, ¿descubrió mucha diferencia entre lo que vio y lo que tenía en mente sobre la novela?
Imagino que mi noción de lo que ocurría en "La carretera" tiene poco que ver con sesenta u ochenta personas y un montón de cámaras. El director Dick Pearce y yo hicimos una película en Carolina del Norte hace treinta años y ya entonces pensé que aquello era un infierno y me pregunté cómo era alguien capaz de hacer aquello. Así que me levanté, tomé un poco de café, anduve de aquí para allá, leí un poco, escribí unas pocas palabras y miré por la ventana.

    Pero, ¿no encuentra algo atractivo en el proceso de creación grupal, en comparación con el solitario acto de escribir?
Sí, te resulta extremadamente atractivo evitarlo a toda costa.

    Cuando hablaba con John sobre “La carretera”, ¿en algún momento intentó presionarle para que aclarara qué había causado la catástrofe de la historia?
Mucha gente me lo ha preguntado, pero no lo sé, no tengo opinión sobre eso. En el Instituto Santa Fe hay científicos de muchas disciplinas y algunos geólogos dicen que a ellos les parece el choque de un meteorito. Pero en realidad podría haber sido cualquier cosa: actividad volcánica, una guerra nuclear. No es importante en realidad. La cuestión es qué hacer en una situación similar. La última vez que el cráter de Yellowstone entró en erupción, toda Norteamérica estuvo bajo un manto de cenizas de 30 cm de grosor. Quienes han buzeado en el lago Yellowstone cuentan que en el fondo hay un montículo que ya tiene cerca de 30 metros de altura y que parece como si aquello estuviera continuamente latiendo. De personas diferentes obtenemos respuestas diferentes, pero no hay previsión posible, la próxima vez que suceda puede ser dentro de cuatro mil años o el próximo jueves. Nadie lo sabe.

    ¿Qué tipo de asuntos le suelen preocupar?
Si uno toma en cuenta cuestiones sobre las que vienen hablando algunos científicos, se da cuenta que en los próximos cien años el ser humano posiblemente siquiera será reconocible. Podríamos ser parcialmente máquinas o tener implantes computarizados. Implantar un chip en el cerebro que contenga, por ejemplo, la información almacenada en todas las bibliotecas del mundo, es algo posible y no sólo en teoría. Como me han dicho quienes saben de estos temas: se trata sólo de dar con las conexiones apropiadas. Pues bien, éste es uno de esos problemas que se suelen venir a la cama conmigo.

    “La carretera” es una historia de amor entre padre e hijo donde nunca se dice “te quiero”.
Así es. No se me ocurrió nada más que añadir a esa historia. Muchos de los parlamentos que hay allí son conversaciones entre mi hijo John y yo reproducidas textualmente. Eso quiero decir cuando comento que es coautor del libro. Muchas cosas que dice el chico de la novela son parlamentos de John. John dice: Papá, ¿qué harías si yo muriera? Desearía morir también, le contesto. ¿Para poder estar conmigo?, pregunta él. Sí para poder estar contigo. Sólo una conversación.

    ¿Por qué no firma ejemplares de “La carretera”?
Existen ejemplares firmados del libro, pero todos pertenecen a mi hijo. De modo que cuando cumpla 18 años podrá venderlos e irse a Las Vegas o adónde prefiere. Esas son los únicos ejemplares firmados del libro.

    ¿Y cuántos ejemplares son?
Doscientos cincuenta. Alguna vez he recibido cartas de libreros o personas relacionados con el mundo del libro donde me sugieren que tienen un ejemplar de “La carretera” firmado por mí. Solamente les contesto: No, no tienes ese ejemplar.

    ¿Cómo fue la relación con los hermanos Cohen cuando trabajaban en “No es país para viejos”?
Nos vimos y conversamos un par de veces. Son gente inteligente y con mucho talento. Como pasa con John, no necesitaron mucha ayuda de mi parte para hacer una película.

    "Todos los hermosos caballos” también fue llevada al cine. ¿Le satisfizo lo que se obtuvo en esa ocasión?
Pudo haber salido mejor. Tal como lo veo hoy, quizás se pudo haber editado mejor y haberlo convertido en una película bastante buena. El director creyó que podría poner todo el libro en pantalla. Es imposible, tienes que escoger aquella parte de la historia que te interesa. Así que él hizo esta película de cuatro horas de duración y se dio cuenta que para poder exhibirla tendría que llevarla a dos.

    ¿El tema de la extensión es aplicable también a los libros? ¿Un libro de mil páginas resulta, de algún modo, demasiado?
Para el lector moderno sí. Aparentemente la gente sólo lee libros de cualquier extensión si son de misterio o policiacos, en esos casos, mejor cuando más extensos. No se volverán a escribir libros de 800 páginas como se hacía cien años atrás y hay que habituarse a ello. Si crees que podrás escribir algo como “Los hermanos Karamazov” o como “Moby Dick”, adelante, pero nadie lo va a leer. No importa lo bueno que sea o lo agudos que sean los lectores. La intenciones y los cerebros son diferentes.

    Se dice que “Meridiano de sangre” es imposible de llevar al cine por la oscuridad y la violencia que recorren el argumento.
Eso es una tontería. El hecho de que sea una historia cruda y llena de sangre no tiene relación con que se pueda o no llevar al cine. Ese no es el asunto. El asunto es que sería verdaderamente difícil y requeriría una gran imaginación y mucho valor. Pero la recompensa podría llegar a ser extraordinaria.

    ¿De qué modo la noción del paso del tiempo y de la muerte incide en su obra?
El futuro cada vez es más corto y uno lo sabe. En los últimos años sólo he tenido deseos de trabajar y de estar con mi hijo. Oigo que la gente se va de vacaciones y pienso: ¿de vacaciones? No tengo ningún deseo de viajar. Mi día perfecto es cuando me puedo sentar en una habitación con unas cuartillas en blanco. Es el cielo, es oro. Todo lo demás es una pérdida de tiempo.

    ¿Y cómo afecta ese tic-tac de reloj a su trabajo? ¿Hace que quiera escribir historias más cortas o por el contrario más extensas y complejas?
No me interesa escribir relatos o cuentos. Cualquier cosa que no ocupa años de tu vida ni te lleva a pensar en el suicidio no es algo que merezca la pena hacer.

    Los últimos cinco años han resultado muy productivos para usted. ¿Ha tenido períodos de sequía en su escritura?
No creo que haya períodos productivos y otros improductivos. Es una percepción que tiene la gente por lo que se publica. El días más ocupado puede utilizarse en observar a unas hormigas que transportan migas de pan. Alguien le preguntó a Flannery O`Connor por qué escribía y ella contestó: “porque es algo que hago bien”. Y creo que esa es la respuesta adecuada. Si eres bueno haciendo algo es muy difícil abstenerte de hacerlo. Hablando con personas muy mayores que han vivido bien, la mitad de ellos coincide en que lo más significativo en su vida ha sido la extraordinaria suerte que han tenido. Y cuando oyes esto sabes que es la verdad. No es que menosprecien el talento o el saber hacer. Puedes tener ambas cosas y no lograr nada.

    ¿Podría contarme algo del libro que prepara, algo del argumento o los lugares donde ocurre?
No se me da muy bien hablar sobre eso. La mayor parte ocurre en New Orleans en los años ochenta. Es acerca de un chico y su hermana. Cuando el libro comienza ella ya se ha suicidado y vemos cómo el va lidiando con eso. Ella es una chica muy interesante.

    Algunos críticos han hecho notar que muy pocas veces profundiza en personajes femeninos.
Este libro trata en detalle el personaje de una mujer joven. Hay alguna escena interesante que atraviesa el libro y se acerca al pasado. Planeaba escribir sobre una mujer de 50 años de edad. Creo que nunca seré lo suficientemente competente para hacer algo así, pero en algún momento hay que intentarlo.

    Usted nació en Rhode Island y se crió en Tennesse, ¿cómo terminó en el suroeste?
Terminé en el suroeste porque sabía que nadie había escrito sobre esta zona. Aparte de Coca-Cola, lo otro universalmente conocido de esa región son los indios y los cowboys. Puedes aparecer en un pueblo de las montañas mongolas que allí sabrán decirte algo de los cowboys. Pero en doscientos años nadie se ha tomado el tema con seriedad. Pensé que sería un buen tema. Y así fue.

    Se crió bajo los preceptos de la iglesia católica irlandesa.
Sí, un poco. No era un asunto demasiado importante. Los domingos íbamos a la iglesia. Ni siquiera recuerdo una conversación sobre ese tema.

    ¿El dios con el que creció es el mismo a quien el personaje de “La Carretera” cuestiona y maldice?
Podría ser. Me resulta interesante la visión espiritual de la vida y realmente considero que es significativa. Pero, ¿soy una persona espiritual? Me gustaría serlo. No hablo de encontrar una vida después de la muerte o ese tipo de cosas, sino sólo en el aspecto de ser mejor persona. Tengo amigos del Instituto, personas realmente brillantes con un trabajo duro, buscando soluciones a problemas complejos. Ellos mismos suelen decir que es más importante ser buena persona que ser una persona brillante. Y yo estoy de acuerdo con eso.

    Ya que “La carretera” trata de un asunto tan personal, ¿tuvo dudas de lo que iba a encontrar en la adaptación al cine?
No, había visto la película de John, “The Proposition”, conocía su reputación y creí que seguramente haría un buen trabajo. Además, tengo a la mejor agente. Ella no sería capaz de vender el libro a no ser que tuviera confianza. No es sólo cuestión de dinero.

    ¿Empezó “No es país para viejos” como un guión?
Sí, lo escribí como guión. Se lo mostré a alguna gente y no parecieron interesados. De hecho, llegaron a decirme que jamás funcionaría. Años después lo saqué y lo convertí en novela. No me tomó mucho tiempo. Estuve en los premios de la academia con los hermanos Cohen. Tenían una mesa llena de premios antes de que terminara la noche. Uno de los primeros que les entregaron fue el de mejor guión. Ethan se volvió hacia mí y me dijo: bueno, yo no hice nada, pero el premio me lo quedo.

    Para novelas como “Meridiano de sangre” llevó a cabo una extensa investigación, ¿qué tipo de investigación realizó para “La carretera”.
No sé. Solamente conversar con gente sobre cómo serían las cosas en diferentes situaciones catastróficas. Hablaba con mi hermano Dennis sobre ese espantoso escenario de fin del mundo y coincidíamos en que la población se dividiría en pequeñas tribus y que cuando no quedara nada terminarían comiéndose unos a otros. Sabemos que es algo cierto y demostrado.


    En relación con “La carretera”, ¿ha recibido muestras o reacciones de padres?

Tengo varias cartas similares de seis personas diferentes. Una de Auatralia, otra de Alemania, de Inglaterra. Todas ellas me lo relatan de manera parecida: comencé a leer el libro después de la cena y lo terminé a las 03:45 de la mañana siguiente; tuve que levantarme, correr escaleras arriba, despertar a mis hijos y quedarme allí, sentado junto a ellos, solamente abrazándolos.os en cuenta una cosa: nada nos garantiza sobrevivir a este minuto, la sobrevivencia es obra del azar.

Artículo original en inglés:  Aquí

Eso de amarnos

El espíritu cristiano –y no sólo católico, por cierto-, esa quimera de occidente más bien falsa, mencionada y repetida, poco creíble, confluye con otras ideologías religiosas en un acercamiento casi despiadado al concepto del amor.

En lengua española al menos, la palabra amor tiene una connotación hiperbólica, algo así como  querer con exageración; además de acarrear más de una connotación sexual. De ese modo, una sentencia del tipo “amaros los unos a los otros” requiere, cuando menos, unos minutos de consideración.

"El rapto de Proserpina" (detalle), Gian Lorenzo Bernin

"Va contra natura amar a todo el mundo indiscriminadamente", decían los guionistas de House en boca del doctor. Porque se sabe que amar a una única persona es extenuante, y cuando el amor se cura, uno se suele sentir liberado. No poseemos la energía suficiente para amar a, pongamos, todos los miembros de la familia. La extenuación de mantener esa intensidad de cariño nos mataría.

¿Cómo podemos, entonces, amar a todo el mundo, indiscriminadamente?

No podemos. No se puede amar a diez, cien, siete personas y conservar el juicio.

Sin embargo, sí es relativamente sencillo odiar a diez, cien, mil personas. El odio se nos ha presentado como una emoción mucho más sencilla y fiel.

El sentimiento gremial de la sociedad, el sentido de pertenencia a algún grupo es siempre en contraposición a otros: a otro equipo de fútbol, otra clase social, otra raza, otra ideología, otra estética, otro nivel cultural…

Si, por otra parte, con la frase la intención real fue –eh, que todo es posible-: “follaos los unos a los otros”, podemos considerarlo un predicamento masivamente secundado.

Y no es que involucionemos, flagelémosnos lo mínimo, sino que la cosa siempre ha funcionado así. 

Al menos hoy está bien visto que la gente amague con aparentar que se quiere. Incluso parecemos dispuestos a hacer como que nos amamos unos a otros, que nos amamos con todo el odio del que somos capaces.

75 segundos

Sé que ese hombre va a morir.

Para ser exactos, ya ha muerto, hace quizás un año, dos. Para mí es como si estuviera ocurriendo ahora.

Debe rondar los 55 años de edad, tiene el pelo blanco, tupido, y su cara… Su cara no expresa nada, vacía, no sé si ha sido así siempre, si fue de por sí un hombre inexpresivo o es consecuencia de la situación, de los calmantes que se tomó esta mañana o resultado de esta noche sin dormir, imaginando cómo ocurriría todo, llorando o vacío de lágrimas. Me he acercado tanto como he podido. He intentado suponer, escuchar algo en su rostro. Al fin y al cabo es lo más cercano que he estado  a eso de hablar con los muertos.

Trae algo en sus manos, quizás unos papeles, una carta, una justificación; y una cuerda que se me antoja demasiado corta, demasiado fina, la cuerda menos apropiada, podría parecer. 

Intenta atarla a la parte superior de la puerta. Se detiene porque pasa algo, alguien, un posible salvador, un posible incordio. Que siempre hay gente por ahí que la jode creyendo que nos salva.

No puede, la puerta no parece una decisión acertada. Y pienso: esperanza. Aunque sepa que va a morir, que ya ha muerto, respiro, siento cierto brote de alivio.

Ahora lo pierdo. Se las apaña para subirse sobre algo e intuyo que está atando la cuerda al techo. Veo, presiento más bien, un zapato. En el aire. Se balancea como si levitara.

Y aparto la mirada porque en este preciso momento ese hombre se está muriendo, se muere, se ha muerto.

Y yo seguiré pensando en ello, una semana, dos semanas, mientras miro por la ventana, mientras fumo y noto lo bien que ha quedado el patio o como crece el limonero. Estos 75 segundos suyos de los que me he apropiado.

Memoria

A partir de cierta edad, establecida alrededor de los cuarenta años, si usted se hiciera un riguroso análisis, podría comprobar que su cuerpo está compuesto en un 80% de memoria. Sus órganos dejan de necesitar oxigeno, proteínas, etc. y requieren para su buen funcionamiento una cantidad determinada de esa sustancia.

La memoria, con todos sus defectos, es en determinados momentos de la vida, una especie de salvación, un sustento. Eso de ayudarnos a creer que alguna vez estuvimos vivos, más vivos, o vivos en una manera diferente de vida, pongamos.

Tengo recuerdos muy precisos de cosas que ocurrieron cuando tenía seis años, de un rayón que tenía la pizarra de mi clase de primer grado o de unos determinados pendientes que tenía mi maestra con nombre de personaje de García Márquez: Arcadia México. Sin embargo, de algunas cosas que ocurrieron hace poco, en estado de sobriedad, no está de más decir, apenas logro recordar algún detalle. Y otras, esas de la bruma, esas que uno no puede precisar con exactitud si ocurrieron o no: una nevada matutina en Buffalo, New York; un paseo por el parque España en Rosario, Argentina, en primavera…


Todo esto viene porque hace un par de días me enganché concienzudamente a un disco: Led Zeppelin Rematers. Y estuve recordando una época: mediados de la década del 80.

Mi primo y yo, caracterizados como Bon Scott y John Bonham, respectivamente, nos pateábamos las fiestas de la ciudad con la ilusoria esperanza de que nos pusieran alguna canción de Led Zeppelin o de AC/DC. No ocurría, aunque suplicáramos, aunque sacáramos la maltrecha cinta del bolsillo, aunque pidiéramos por lo menos una de las lentas. Nos miraban como lo que éramos: gente rara. Ellos seguían con sus cosas, que por algo eran sus fiestas, invariablemente escuchando a Van Van, Roberto Carlos y Camilo Sexto.

Bon Scott y John Bonham habían muerto cinco años atrás, cada uno por su lado, pero nosotros no lo sabíamos, ni siquiera necesitábamos saberlo.

Regresábamos entonces a casa del uno o del otro y poníamos la cinta y escuchábamos como posesos, una y otra vez: Good Times Bad Times, Dazed and Confused, Whole Lotta Love, Ramble On, Celebration Day, Immigrant Song, Black Dog, The Battle of Evermore, D'yer Mak'er, No Quarter, Kashmir… Movíamos la cabeza, así en silencio, como afligidos y achacosos. Creo que éramos unos tristes rockeros felices.

Con el tiempo mi primo comenzó a escuchar AC/DC sólo en la intimidad, y yo andaba por ahí diciendo que me gustaban cosas como Enya o Loreena McKennitt. Pasaron los noventas, la primera década de los 2000, y uno hasta puede llegar a sentir cierta nostalgia autocompasiva si por algún sitio escucha mencionar a Van Van, Roberto Carlos o Camilo Sexto.

Y un día, sin previo aviso, de camino al trabajo, incluso podría haber llegado a mover la cabeza rapada, así en silencio, como afligido, como achacoso.

Es que tengo cuarenta años. Y dos. Y dos.

El soldado búlgaro

En 1935, Theodor Ramdom, un carpintero que sirvió en la I Guerra Mundial, se aventuró a escribir unas memorias sobre su participación en la guerra y, en general, sobre su vida, antes y después de ser llamado a filas. El libro se titulaba "Band Saw" –en realidad se titula, porque aún existe, en una redición del año 1997 de la editorial galesa Bloodaxe, habitualmente centrada en la publicación de libros de poesía.

Remito a este libro en particular porque en estos días he recordado una anécdota que se narra ahí. Se trata de la narración de una batalla en la que las tropas británicas cargaron apenas sin municiones contra el enemigo y que finalizó en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, bayoneta contra bayoneta:

“El sargento dio un grito desgarrador cuando uno de los nuestros lo detuvo. No quedaba ningún enemigo, pero el sargento seguía blandiendo el fusil, atacando con fiereza, lanzando andanadas de ira al aire. Cuando reconoció al soldado que se le había acercado pidió perdón y se arrodilló apoyado en su fusil. De la bayoneta colgaban restos de tejidos humanos, su barba tenían un raro aspecto, como de lodo, lodo rojo."
"Estuvimos alrededor de aquel puente cuatro días más. Soportamos el olor de los enemigos muertos mientras comíamos, reíamos o soñábamos con volver a casa. Cuando llegó la orden de seguir camino, al pasar por una pequeña colina, apreciamos el paisaje que dejábamos atrás. Cientos y cientos de cadáveres, cada cual en una pose diferente: dignos, ridículos, todos sorprendidos por una de nuestras balas o nuestras bayonetas."
"Entonces escuchamos unos gritos que surgían de entre los muertos y vimos una mano que se movía allá. El sargento y otros dos hombres se acercaron y cuando regresaron trajeron un herido a hombros. Era un soldado búlgaro que había logrado sobrevivir a nuestra acampada de cuatro días, a las heridas que tenía en el pecho, al hambre, la sed y la desesperación. Muchos soldados se disputaban ya la oportunidad de rematarlo, pero el sargento les dejó claro que respondía por la vida de aquel hombre. Quienes lo habíamos visto matar a decenas de ellos unos días atrás no comprendimos el celo con el que el sargento custodió la vida del soldado búlgaro. El sargento no dijo nada hasta mucho rato después. Dijo: si no hacemos lo necesario para que este hombre siga con vida, jamás me lo perdonaré. Esta vida servirá para que, un día, logre sentirme un buen hombre de nuevo.”


Días atrás, en medio de una conversación quizás demasiado subida de tono, he intentado decir que nadie es bueno ni malo, que todos somos un poco de lo uno y un poco de lo otro, en dependencia de quién lo contemple o a qué situación sea abocado. Sin embargo, mi interlocutor me dijo que parara de decir tonterías. Y yo me callé, no porque creyera que fuera una tontería sino porque sabía que no lo iba a entender, no quería, no podía verse enmarcado en la posibilidad de figurar como una persona que, en determinada circunstancia, puede comportarse de manera horrible.

Es el poco favor que la sensiblería –y no confundir, por favor, con sensibilidad- y todos los lugares comunes que vienen aparejados, le están haciendo padecer a nuestra época. La amalgama de símbolos fútiles que nos transmitimos a diario unos a otros, ha hecho que lo socialmente aceptado o reconocido como bueno se convierta en una representación particular de cada cual, o del grupo al que creemos pertenecer. Yo (nosotros), los buenos; ustedes, ellos, los malos. Ñoñería colectiva. Eso de poner el grito en el cielo por lo malo que son los demás, por la injusticia que padecemos, nosotros tan buenos, tan leales, tan justos.

Lamento echarle a perder la merienda, pero le aseguro que usted, tanto como yo, es un gran hijo de puta. No quiero decir que lo sea en general, a todas horas, sino que cuando la ocasión así lo determina usted sabe ser tan mala personas como eso sea posible.

Lo único que marca alguna ligera diferencia, es que algunos, de vez en vez, intentan salvar una vida que les redima, que les permita soñar con volver a ser, algún día, una buena persona.

Al final


©Miguel Rubial (http://miguelruibal.blogspot.com.es/)

Malos tiempos, dicen.

El pesimismo como talega que nos obligan a cargar; y no a cagarlo de cualquier manera: se debe mostrar cierta compostura, cierto know how.

Paradojicamente, a la vez, el pesimismo está mal visto, roza ser objeto del escarnio. Es admirable no serlo y sonreír ante los problemas, y susurrar karma, energía/pensamiento/sentimientos positivos. Al fin y al cabo, ¿a quién le podría agradar ir por ahí con un pesimista, ducharse, preparar la cena, reírse, hacer planes?

A la larga todo saldrá bien, dices.

¿La muerte?

No, hombre, no, quiero decir...

La muerte es el final, es "a la larga".

Al final todo saldrá bien, dices tú sin fuerza, sin ánimo de polemizar, agarras tu talega y te marchas, for good.