Las personas, usted, yo, hemos dicho alguna vez esa frase, hemos insistido, hemos implorado, dejado claro que lo más que nos gusta de X es su sinceridad. Y el reverso, detestamos a Z porque es un mentiroso incorregible, porque no es capaz de decir nunca la verdad, a pesar de haber llegado a implorárselo.
El engaño, más bien sentirse objeto de engaño, es una situación penosa, ultrajante, nos duele más por nuestro orgullo, nuestra exposición al escarnio aunque sea éste a la escala del salón de casa, que por la victoria en cuestión de honestidad que obtenemos sobre el mentiroso.
Nos gusta la verdad, decimos, pero en realidad nos gusta una cuota de verdad, una parte de ella, la que nos viene bien, la que no traspase la frontera de lo apropiado, lo justo, lo humano, lo tolerable.
Porque ocurre, con asiduidad, que la verdad es un peso demasiado difícil de manejar, y que nos lleva a increpar: ¿qué necesidad tenías de decírmelo? Dime la verdad, pero un poquito, sólo un poquito; así, como estribillo de guaracha.
Párese frente a ese compañero de trabajo que habla de la verdad, etc., párese delante de él y dígale la verdad: no eres nada de eso que te crees, sino un tío al que ha dejado su mujer, que vive solo y enganchado a las webs de porno gratis. Y si eso no es suficiente, recuérdele que tiene halitosis y que no se lava las manos al salir del lavabo. Párese frente a su esposa y dígale que ya no le gusta tener sexo con ella. Párese frente a su mejor amigo y dígale que cada día le parece más gilipollas. Párese frente a su jefe inmediato, o frente al jefe de su jefe, o frente al siguiente en el organigrama y dígale…, dígale la verdad.
La verdad es una gran mentira. Nos aterra, en realidad no queremos saber nada de ella, acaso de la mentira disfrazada de verdad que deseamos escuchar. Es por eso que siempre aconsejo a quienes lo quieran escuchar: antes de hacer una pregunta, ten seguridad de que quieres conocer la respuesta.
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