A partir de cierta edad, establecida alrededor de los cuarenta años, si usted se hiciera un riguroso análisis, podría comprobar que su cuerpo está compuesto en un 80% de memoria. Sus órganos dejan de necesitar oxigeno, proteínas, etc. y requieren para su buen funcionamiento una cantidad determinada de esa sustancia.
La memoria, con todos sus defectos, es en determinados momentos de la vida, una especie de salvación, un sustento. Eso de ayudarnos a creer que alguna vez estuvimos vivos, más vivos, o vivos en una manera diferente de vida, pongamos.
Tengo recuerdos muy precisos de cosas que ocurrieron cuando tenía seis años, de un rayón que tenía la pizarra de mi clase de primer grado o de unos determinados pendientes que tenía mi maestra con nombre de personaje de García Márquez: Arcadia México. Sin embargo, de algunas cosas que ocurrieron hace poco, en estado de sobriedad, no está de más decir, apenas logro recordar algún detalle. Y otras, esas de la bruma, esas que uno no puede precisar con exactitud si ocurrieron o no: una nevada matutina en Buffalo, New York; un paseo por el parque España en Rosario, Argentina, en primavera…
Todo esto viene porque hace un par de días me enganché concienzudamente a un disco: Led Zeppelin Rematers. Y estuve recordando una época: mediados de la década del 80.
Mi primo y yo, caracterizados como Bon Scott y John Bonham, respectivamente, nos pateábamos las fiestas de la ciudad con la ilusoria esperanza de que nos pusieran alguna canción de Led Zeppelin o de AC/DC. No ocurría, aunque suplicáramos, aunque sacáramos la maltrecha cinta del bolsillo, aunque pidiéramos por lo menos una de las lentas. Nos miraban como lo que éramos: gente rara. Ellos seguían con sus cosas, que por algo eran sus fiestas, invariablemente escuchando a Van Van, Roberto Carlos y Camilo Sexto.
Bon Scott y John Bonham habían muerto cinco años atrás, cada uno por su lado, pero nosotros no lo sabíamos, ni siquiera necesitábamos saberlo.
Regresábamos entonces a casa del uno o del otro y poníamos la cinta y escuchábamos como posesos, una y otra vez: Good Times Bad Times, Dazed and Confused, Whole Lotta Love, Ramble On, Celebration Day, Immigrant Song, Black Dog, The Battle of Evermore, D'yer Mak'er, No Quarter, Kashmir… Movíamos la cabeza, así en silencio, como afligidos y achacosos. Creo que éramos unos tristes rockeros felices.
Con el tiempo mi primo comenzó a escuchar AC/DC sólo en la intimidad, y yo andaba por ahí diciendo que me gustaban cosas como Enya o Loreena McKennitt. Pasaron los noventas, la primera década de los 2000, y uno hasta puede llegar a sentir cierta nostalgia autocompasiva si por algún sitio escucha mencionar a Van Van, Roberto Carlos o Camilo Sexto.
Y un día, sin previo aviso, de camino al trabajo, incluso podría haber llegado a mover la cabeza rapada, así en silencio, como afligido, como achacoso.
Es que tengo cuarenta años. Y dos. Y dos.
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