Sé que ese hombre va a morir.
Para ser exactos, ya ha muerto, hace quizás un año, dos. Para mí es como si estuviera ocurriendo ahora.
Debe rondar los 55 años de edad, tiene el pelo blanco, tupido, y su cara… Su cara no expresa nada, vacía, no sé si ha sido así siempre, si fue de por sí un hombre inexpresivo o es consecuencia de la situación, de los calmantes que se tomó esta mañana o resultado de esta noche sin dormir, imaginando cómo ocurriría todo, llorando o vacío de lágrimas. Me he acercado tanto como he podido. He intentado suponer, escuchar algo en su rostro. Al fin y al cabo es lo más cercano que he estado a eso de hablar con los muertos.
Trae algo en sus manos, quizás unos papeles, una carta, una justificación; y una cuerda que se me antoja demasiado corta, demasiado fina, la cuerda menos apropiada, podría parecer.
Intenta atarla a la parte superior de la puerta. Se detiene porque pasa algo, alguien, un posible salvador, un posible incordio. Que siempre hay gente por ahí que la jode creyendo que nos salva.
No puede, la puerta no parece una decisión acertada. Y pienso: esperanza. Aunque sepa que va a morir, que ya ha muerto, respiro, siento cierto brote de alivio.
Ahora lo pierdo. Se las apaña para subirse sobre algo e intuyo que está atando la cuerda al techo. Veo, presiento más bien, un zapato. En el aire. Se balancea como si levitara.
Y aparto la mirada porque en este preciso momento ese hombre se está muriendo, se muere, se ha muerto.
Y yo seguiré pensando en ello, una semana, dos semanas, mientras miro por la ventana, mientras fumo y noto lo bien que ha quedado el patio o como crece el limonero. Estos 75 segundos suyos de los que me he apropiado.
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