De mujeres con hombres

El nombre de Richard Ford siempre me ha sonado a presidente de Estados Unidos, aún cuando de Gerald a Richard haya una distancia considerable. El escritor me asaltó una tarde de hace ya varios años, en una de las bibliotecas madrileñas adonde iba a buscar refugio de mí mismo. Por azar y sin ninguna referencia agarré un libraco del estante que tenía el sospechoso título –por la referencia a una peli de estas apocalípticas y que algunos justifican con lo de “pasar el rato” como si hubiera ratos que no se consideraran parte de la vida, sino algo que debe ocurrir de prisa, un mal trago- de “El día de la independencia”.

“El día de la independencia” -y lo cito como detalle curioso más que como prueba de algo- obtuvo los premios Pullitzer y Pen/Faulkner  y es otro intento quizás de alcanzar esa quimera narrativa norteamericana de escribir la Gran Novela Americana que sueñan –o eso parece- casi todos los escritores de primera línea. Es una buena novela, quizás una gran novela, pero no es el tema de este post. Si la suerte, la oportunidad y el entusiasmo así lo quieren, en algún momento escribiré algo del libro, de Frank Bascombe y sus intentos de resistir al mundo, el mismo Frank Bascombe que antes había sido periodista deportivo y que ahora vende casas, que intenta redimir su paternidad con un viaje con la hija sobreviviente. Ese libro donde “casi” no pasa nada porque la mayoría de las cosas ya han pasado o están por pasar y que es tan delicioso de leer. Sí, algún día habría que escribir de ello y pensar que a alguien le interesaría el asunto.

Decía que me encontré con Richard Ford hace años y por casualidad. Por entonces leí el libro antes mencionado, “El periodista deportivo” y “Rock Spring”. Pero hace un mes o dos, leyendo la novela inédita de un amigo, me acordé de nuevo de él. Lo he pensado bastante, he querido encontrar por qué una cosa me llevó a la otra, pero no encuentro ninguna causa razonable. Ni trama ni estilo ni personajes de la novela de mi amigo hacían referencia a la escritura de Richard Ford. Sin embargo, allí estaba yo, acordándome del norteamericano cuando leía las idas y venidas de un emigrante cubano en Madrid. (No lo cito porque no he tenido ocasión de solicitar permiso, o lo que haya que solicitar en estos casos, pero sí me atrevo a decir que el manuscrito es uno de los libros más cerrados y completos de un par de generaciones de escritores cubanos y que la suya es una voz que seguramente nos deparará alguna agradable sorpresa.)

Recordé a Richard Ford y pensé que era un buen momento para leer algún otro libro suyo, “Acción de Gracia”, por ejemplo, tercera parte de la trilogía de Frank Bascombe. Salí a buscar el libro, pero no lo pude encontrar, así que eché mano a este “De mujeres con hombres” y me he felicitado por tener suerte algún día, aunque no sea aquel cuando juego La Primitiva.

“De mujeres con hombres” es un libro de relatos. Es un libro con tres relatos: “El mujeriego”, “Celos” y “Occidentales”. Los tres cuentos tratan de lo mismo: de las búsquedas, de los fracasos, de los caminos sin salida, del ridículo como actitud inaplazable, de las incongruencias que nos nutren, de las pequeñeces que ligeramente nos contentan o nos deprimen con radicalidad.


En “El mujeriego”, Ford nos adentra en un personaje que todos querríamos evitar llegar a ser, un hombre que en un momento determinado llega a descubrir que ha estado demasiado seguro de sí mismo, que ninguna de las cuestiones que tenía como verdades personales lo son, a quien “se le había ocurrido pensar, por supuesto, que a lo peor lo que era en realidad era un cobarde rastrero y mentiroso sin el coraje suficiente para enfrentarse a una vida en soledad; un hombre que no valía para quedarse solo en un mundo complejo y llenos de las consecuencias de sus propios actos. Aunque éste no dejaba de ser también un modo convencional de entender la vida, otra concepción, y sabía que no debía caer en ella”. Austin se ha creado otro yo alejado de lo que le dice el espejo y de pronto se da de lleno contra él.  Por momentos cree que "su amor por Barbara” –la esposa que le espera en Chicago- “merecía mucho más. Había en él una fuerza demasiado vital, demasiado plena, lo cual quería decir algo, lo cual significaba algo importante y perdurable. Era de esta fuerza -intuía- de la que hablaban las grandes novelas que en el mundo habían sido”. Y mientras se inventa una especie de amor inexplicable por la parisina esquiva que sabemos alejada de los sueños que él parece anisar, residente de otro mundo, otras expectativas, otras verdades. Todo acaba y Ford pone tangencialmente en boca de Austin estas preguntas que alguna vez, quizás, nos hemos hecho: “¿Cómo podía uno poner en orden su vida, causar poco daño y continuar unido  a otras personas? Y, en tal contexto, (…) si estar como fijado  en uno mismo no constituiría sino un malentendido…”.

“Celos”, en apenas 44 páginas, nos presenta a un chico de diecisiete años atrapado en una ruptura familiar inusual y  sus descubrimientos de tantas cosas que siempre estuvieron allí y él nunca supo. Lawrence viaja con su tía Doris a encontrarse con su madre, presencian la muerte de un hombre y conversan y respiran y se descubren. La certidumbre de que ya nada va a ser como antes. “¿Que qué creo yo que va a pasar? Depende del momento que atraviesen y de si existen o no terceras personas. Si tu madre, por ejemplo, tiene un amigo joven y guapo en Seattle o si tu padre tiene una amiga, (…) entonces sí tenemos un problema. Pero si logran aguantar el tiempo suficiente para llegar a sentirse solos, entonces probablemente se arreglarán, aunque me temo que ninguno de los dos quiere aguantar demasiado tiempo”. Y Lawrence sigue descubriendo: que su tía pudo llegarse a casar con su padre, que su tía le puede provocar una erección, que su tía siente celos de su padre, celos que necesita aplacar con aguardiente y que la llevan al tugurio donde presenciarán la muerte a balazos de un hombre con el que habían estado hablando minutos atrás. Lawrence aprende, crece y termina extenuado sabiendo que apenas está comenzando: “al cabo de un rato debí de dejar de respirar durante unos segundos, porque el corazón me empezó a martillear dentro del pecho, y tuve esa sensación que sientes cuando te ahogas y ves que la vida se te escapa por momentos –rápida, velozmente, segundo a segundo-, y tienes que hacer algo para salvarte, pero no puedes, y sólo entonces recuerdas que eres tú quien lo está causando todo, y que sólo tú puedes detenerlo.”

“Occidentales” relata las vivencias de una pareja llegada a un París invernal e inhóspito, que es abandonada por quienes los habían invitado –Matthews esperaba trabajar en la traducción al francés de su novela, vivir el glamur de París de la mano de su editor, sentirse acogido por la bohemia y el recuerdo de tantos y tantos sitios literariamente vividos, verse tentado a quedarse a vivir allí. La ciudad, repleta de turistas alemanes y japoneses y abandonada por los autóctonos en las fiestas navideñas es el marco ideal para lo lúgubre. Matthews repasa la separación de su mujer, el alejamiento de su pequeña hija, la relación inusual que mantiene con Helen –ex alumna, ex enferma de cáncer-, su decisión de dejar la enseñanza para dedicarse a otras cosas, escribir quizás, seguir replicando la inmiscusión en la vida de los demás, en la de su ex mujer, en la de la propia Helen, intuyendo, sabiendo que “la gente, con toda probabilidad, no alberga sentimientos demasiado amables respecto a verse reflejada en las obras de ficción de los demás. Era una cuestión -se daba cuenta- de poder y autoridad: verse usurpado o robado abiertamente por otro, con fines -en el mejor de los casos- no más aviesos que la mera indiferencia.” Helen termina suicidándose en la habitación del hotel mientras él pasea por París. Seguramente es algo que lamenta, pero que no sufre. “De pronto cayó en cuenta de que se le había olvidado comprarle flores. Aquella mañana, durante su paseo, había pensado hacerlo, pero al final no lo había hecho. Otro error; cada vez que pensaba en ello el corazón le empezaba a latir con fuerza.” “Pero había aprendido algo. Había comenzado una nueva época en su vida. Porque sí existían épocas. Era algo incuestionable. Faltaban sólo dos días para Navidad. Al final Helen y él no habían compuesto la canción. Y sin embargo, extrañamente, todo habría acabado para Navidad”.

Los tres relatos son fiel muestra de la obra de Ford. En la dicotomía de ganar por knock out o por puntos -símil pugilístico atribuido a Hemingway-, Ford vence por puntos, por muchos puntos, por puntos que van cayendo palabra tras palabra, frase tras frase, en esa victoria ya lograda de convertir lo que parecería trivial en una balsa de razonamientos, tristeza reprimida, enfrentamiento a la realidad de quiénes y qué somos.

Aún cuando los personajes principales de los relatos son hombres, el destino y la propia importancia de ellos están marcados por mujeres; esas mujeres que les superan siempre en autenticidad, madurez y paciencia.

De ahí quizás el título.

La verdad en ninguna parte


Como hijo de un sistema totalitario, barahúnda inexplicable en la que nací y de la que tardé demasiado en escapar, hubo ciertos tópicos de los que me colgué y que provocan que ahora  mire a mi yo de veinte años atrás con esa ternura lastimera. 

Y uno de estos tópicos era el periodismo. Esa fuerza, ese cuarto poder, la representación dramatúrgica del reportero que muere mientras intenta captar una foto definitiva, el investigador que se sumerge en escándalos que cambiarán la historia, el columnista fiel, sino a la verdad, tema peliagudo, al menos a la sinceridad.

Sin embargo, siempre he tenido un defecto –no el único, por suerte-: soy un tipo curioso. 

Y es así como uno sabe que el reportero arriesga su vida por una foto exclusiva que redundará en su cuenta bancaria, o en su prestigio, que una cosa lleva a la otra, y viceversa; que el investigador se sumerge hasta que toca el asunto que molesta a su grupo mediático, su apoyo ideológico, a quienes ponen la pasta y regresa a la superficie empeñado en que se note su enfado; el columnista que manipula su sinceridad y dice una cosa si escribe para X, otra si escribe para Y, o le pasa por encima, porque el objeto es un amigo, es un buen tío o sencillamente le cae bien, un día se tomó un café con él, digamos, en la cafetería del Congreso.

Los periodistas –ya sé que las generalidades agreden, pero son necesarias y llevan implícitas excepciones- ocupan el segundo lugar de mi lista de despreciables. Es muy fácil comprarlos. Y no es que no se pueda comprar a un albañil o un ingeniero, sino que la repercusión es mayor, tanta como sus deseos de pasar por servidores de la verdad, independientes, sinceros, desinteresados, etc.. 


(Por cierto, los primeros de la lista son los escritores, se quieren más y se les compra con mayor facilidad; algunos se convierten incluso en ideólogos o banderas de esa idea que les paga.)

Por tanto, me echo unas risas conmigo mismo cada vez que escucho los plañidos de ciertos entornos cuando cierran un periódico o un canal de televisión despide a cuarenta periodistas. Y las risas no me las provoca el despido en sí, al final, son currantes que tendrán que comer, pagar el colegio de sus hijos, comprarles zapatos; sino la diferenciación que querrían hacer ver: no es lo mismo cerrar un fábrica que un periódico: el derecho a la información, la democracia, la imparcialidad, todas estas cosas que olvidaron mientras el periódico salía a diario gritando su defensa a un partido político, su odio a otro.

Y la verdad en ninguna parte.

Visotsky y Milián


El día que me entero que ha muerto Teófilo Stevenson, me acuerdo de Visotsky, de una noche de televisión; de Tuto, carpintero a quien un coche arrastraría 45 metros hacia la muerte una tarde, del olor a alcohol de la sala de su casa y mis gritos jalonando los suyos porque otra vez el ruso le estaba ganando a Teófilo. 


Me acuerdo de Ángel Milián, de quien siempre han dicho que era tan bueno como Stevenson, pero con peor suerte, y así debe ser, porque aunque Stevenson ha muerto relativamente joven -a mí los sesenta me siguen pareciendo un buen momento para morirse- alcoholizado y medio escondido por el régimen que tanto cantó sus victorias, Milián murió hace ya años, en la década de los noventa: “Parece ser que Milián seguía siendo bravo y pegó a un muchacho, que se vengó esperándole en la calle con un cuchillo. Al menos eso es lo que se cuentan”.

Así son las cosas: Se muere el triunfador y uno se acuerda de los perdedores.

Entrevista a Martin Amis

Traducido por The Galimatías
The Guardian, 1 de enero de 2010

Stephen Moss


Martin Amis es el novelista más discutido en el Reino Unido, en gran parte, sospecho, porque casi nadie lo lee. Hace unos días, poco después de mi entrevista con Amis, me encontré con un vecino, hombre culto, y le pregunté qué pensaba de su obra. Había leído uno de sus libros hacía años –ni siquiera recordaba por qué no le había gustado-, pero sí sabía todo sobre el escándalo y las acaloradas discusiones motivadas por esas declaraciones de Amis donde se refería a un "tsunami de plata" donde los ancianos decrépitos deberían ser exterminados. Por cosas como esta es que el Amis polémico oscurece la labor del Amis escritor, ese que esta semana publica su novela número doce: “La viuda embarazada”.

Amis vive en una casa grande aunque no ostentosa, en el norte de Londres. La comparte con su esposa, la escritora Isabel Fonseca, y sus hijas Fernanda y Clio. Su padre, Kingsley, tuvo una casa en la misma calle -compartida en el alcohólico final de su vida con su primera esposa (la madre de Amis) y el tercer marido de ésta.

Cuando llegué, Amis bebía una cerveza y buscó otra para mí. Me sorprendió la frialdad con que trataba a la fotógrafa y pensé que quizás fuera por haber sido fotografiado ya demasiadas veces. Todo lo que pidió –la falta de relación entre los dos terminó con un flash de la cámara- es que no le fotografiara echado hacía atrás ya que le hacía parecer arrogante.

Amis tiende a arrastrar las palabras y a hablar en fragmentos, trozos de pensamiento: describe el alboroto que rodea a la publicación de un libro como epifenómenos. ¿Qué debemos hacer con esa loca visión suya del tsunami de plata?

          Habrá una población de ancianos dementes, algo así como una invasión de terribles inmigrantes, apestando restaurantes, bares y tiendas... Debería haber una cabina en cada esquina donde lograr un brebaje y una medalla por decir adios.

En Google se pueden encontrar más de 137 000 resultados de la búsqueda Amis más eutanasia. Después, cuando la tormenta fue tomando fuerza, declaró que lo había dicho en tono satírico.

En el fondo, como él mismo admite, es un novelista humorístico, y también algo que podríamos denominar un polemista humorístico. "Es la manera en que se perciben estas cosas", dice cuando le recuerdo aquella tormenta en los medios de comunicación en los noventa, cuando el estado de su dentadura y los enfrentamientos con Julian Barnes eran los principales temas de discusión en los ambientes literarios.


                 Nunca se tiene en cuenta el contexto; pero andar extremando el cuidado con todo lo que digo o censurándome es algo que no me interesa. No era una ataque a los viejos –no falta mucho para que yo mismo lo sea- y creo que me arriesgué a caer en complicaciones de tipo legal, pero mantengo la idea básica: es necesario tener un medio para poner fin a la vida.

Si se leyera la descripción de los últimos años de Kingsley que aparece en su libro “Experiencia” (Anagrama, 2000), se podría entender el temor de Amis. Recuerda a su padre, intelectualmente aniquilado y sentado frente a la máquina de escribir, tecleando una y otra vez la palabra "gaviotas”. Le teme a su propia decadencia como escritor.

Amis comenzó “La viuda embarazada” poco después de la publicación de su muy mutilada novela “Perro amarillo” en 2003. Previó un libro extenso y lo describió como "absolutamente autobiográfico". "La novela fue una lucha terrible", dice.

                Luché con él durante cuatro años. Las primeras cien páginas lucían bien, parecían funcionar, pero era sólo en lo referente a la técnica y las artimañas narrativas, no por la historia que quería contar. Me di cuenta que no funcionaba la Semana Santa del año anterior, en Uruguay –su mujer Isabel Fonseca tiene ascendencia uruguaya- estando de vacaciones. Leí lo que tenía escrito y pensé: está completamente muerto, inerte. Tuve un par de semanas terribles, luego volví sobre ello y me di cuenta que en realidad allí había dos libros.

Se dedicó a separarlos. En éste hay mucho de relaciones sexuales (al menos de confabulaciones para tener relaciones sexuales) y poco de literatura. El segundo libro, al que le queda aún algún tiempo y que saldrá después de una novela satírica llamada State of England, tendrá mucho de literatura y poco de sexo. El sexo y la literatura, es justo decir, han sido los principales temas de Amis, aunque el orden de importancia ha fluctuado a lo largo de los años.

Afirma que “La viuda embarazada” tiene poco de autobiográfico, pero pocos le creen. La revista Private Eye, desde luego, no. En una divertida parodia de la última edición, lo identifican con Keith Mart, el personaje central, y dicen tener fe en que algún día pueda escribir una novela ligeramente convincente. Mientras tanto, The Telegraph ha ido en busca de Gloria Beautyman, la mujer sexualmente voraz que acosa a Keith en el baño compartido del castillo italiano en el que los personajes pasan el verano de 1970. El periódico propone como candidatas a un grupo de novias de juventud del escritor, incluidas Tina Brown, Emma Soames, Julie Kavanagh y Angela Gorgas. Amis lo niega:

                    Esa es la manera más rudimentaria de leer el libro, pero es más bien culpa mía al decir que iba a ser totalmente autobiográfico. Sólo le ha dado a Keith mi estatura y mi año de nacimiento: 1.70 metros y 1949, es todo. Y las cuestiones referentes a mi hermana.

Su hermana Sally era alcohólica y murió en el año 2000, con 46 años, y, según una cruel frase de Amis en referencia a sus últimos años de vida, era "patológicamente promiscua". En “La viuda embarazada”, Sally renace como la hermana menor de Keith, Violeta: una mujer dolida, bebedora habitual, siempre envuelta en relaciones violentas y desesperanzadas. Amis alguna vez explicó el caso de Sally como víctima de la liberación sexual de los años 60; su madre tomó distancia de ese razonamiento y también él parece reconocer que era demasiado simplista.
                 Mi hermana se habría esforzado en cualquier sociedad. Todo lo que la revolución sexual hizo por su destino fue ofrecerle un entorno y un estilo peculiares."

¿Y siente que le falló en algún modo?

                 Hasta cierto punto sí. Debí dedicarle más horas, lo siento así. Mi hermano -Philip, artista, un año mayor que Amis- dedicó muchas más que yo; mi madre puso infinitamente mucho más que yo; y mi padre en realidad tenía cierta dependencia de ella por esa época. De todos modos, no reaccionó ante nadie. Me sentía bien cuando le daba algo de dinero que le servía para salir de algunos problemas o poner parches en su vida, pero todo indicaba que cualquier cosa que no fuera dedicarle todo no habría significado gran diferencia.

Amis cree que el libro puede ser atacado por grupos feministas, esencialmente porque en él se sugiere que la revolución sexual posibilitó que las mujeres empezaran a comportarse de manera contraria a su propia naturaleza, convirtiéndolas en chicos arrogantes (el adjetivo más común en la novela para designarlas) y narcisistas. Sin embargo, insiste en que ha escrito un libro feminista.



               Yo he sido una feminista convencido desde los 80. En Nueva York, Gloria Steinem fue capaz de convencerme en un solo día. Y lo logró utilizando una única figura retórica, una muy eficaz: sólo invierte los sexos: ¿qué pasaría si los hombres tuvieran la menstruación, qué si los hombres fueran quienes tuvieran los niños? Es incontestable.


Lo que le defiende es un "arreglo digno" entre hombres y mujeres. Antes de los años 60 las mujeres eran en gran parte ciudadanos de segunda clase confinados al hogar. Luego se liberaron, económica y sexualmente -una revolución que produjo mucha ganancia y alguna pérdida.

           Todas las decisiones difíciles recaían en las mujeres. Los hombres no tenían necesidad de cambiar. Sólo estaban ligeramente al tanto de que se estaba produciendo un cambio y se preguntaban cómo iba a ir. Pero las mujeres tenían un papel difícil. Hubo una fase igualitaria, que es la que ocurre en la época cuando se desarrolla el libro y en la que ambos sexos eran iguales –esa era la ridícula ortodoxia. Pero creo que las chicas no tenían otro modelo que el de los hombres, así que comenzaron a comportarse como hombres y aún siguen haciéndolo. Algunas lo afrontaron bien, otras no, sus corazones no estaban por la labor.

En un pasaje de la novela, Keith se encuentra con Rita cuatro décadas después del verano de 1970 y le pregunta si finalmente había tenido los diez hijos que entonces decía querer. "Creo que me olvidé de eso", dice y rompe a llorar. Amis dice que entre las mujeres de su generación

             había un montón de Ritas que pusieron mucho énfasis en la recreación y el entretenimiento, que no se casaron ni tuvieron hijos.

Amis, sin embargo, se empeña en asegurar que no pretende atacar los años 60, la revolución sexual ni la emancipación de la mujer. Más bien, lo que intenta señalar es que todas las revoluciones transcurren en etapas y producen víctimas.

Desvincular la realidad y la ficción en “La viuda embarazada” mantendrá ocupados durante meses a los escrutadores literarios. Rob Henderson, gran amigo y ex compañero de piso que finalmente terminó en la cárcel y murió en 2002, está inmortalizado como Kenrik, el alter ego hermoso, iletrado y amoral de Keith. El poeta Ian Hamilton es Neil Darlington. Hay muchos ecos de la vida ficcional de Keith en las memorias de Amis publicadas el año 2000. Entonces, ¿es autobiográfica o no?

             Los únicas figuras que se puedan asociar a personas reales es porque esas personas están muertas. Esa fue la regla.

¿Es Keith aquello en lo que se podría haber convertido Amis si hubiera conservado su empleo en la agencia de publicidad J. Walter Thompson en lugar de decantarse por la carrera literaria? Keith, aspirante a poeta, hace lo contrario: opta por la publicidad y la liquidez inmediata.

              Hay un poco de eso.

¿Por qué, después de haber rastreado en su vida tan conmovedoramente en “Experiencia” -el divorcio de sus padres, la muerte de su padre, el descubrimiento de que su prima Lucy Partington había sido una de las víctimas de Fred West-, vuelve al tema desde la ficción? Amis habla sobre el crecimiento vital que se descubre a partir de los cincuenta años. “Hay una presencia enorme e insospechada dentro de tu ser", dice en “La viuda embarazada”, “como un continente por descubrir.” Quería recorrer una ruta a través de este tema.

             Pensé que podría haber una forma narrativa de tratarlo, pero fue un gran error. John Banville me dijo que era imposible, y así fue.

Salvo que, a pesar de las protestas de Amis, lo que ha aparecido remite estrechamente a vida. La parodia de Private Eye es graciosa porque contiene una verdad.

La imagen que más se retiene de Martin Amis es la del chico malo de la literatura con un cigarrillo colgado a sus gruesos labios, algo así como el Mick Jagger de la narrativa. Sin embargo, cuando uno lee “Experiencia” siente toda su vulnerabilidad. Allí describe cómo se sentía en el funeral Lucy Partington, en el verano de 1994.

              Yo nunca había experimentado la miseria y la inspiración en una combinación tan pura. Mi cuerpo se constreñía a mi corazón.

En “La viuda embarazada”, Keith no se realiza como poeta porque no es capaz de conectar pensamiento y emoción,  “la década de broma” de los años 70 había arrasado al sentimiento. Amis está fascinado por la forma en que él mismo ha cambiado desde principios de los 90, época en la que admite tuvo su crisis de madurez. En su forma más simple: descubrió la pureza del amor, el amor sin ego -la esencia de esa "experiencia de la transfiguración"- en el funeral de su prima. Las mujeres y los reconocimientos de los primeros años se convirtieron en redentores.

Hoy el escritor aparenta ser totalmente feliz con Fonseca, como un reflejo de la dicha que encuentra Keith con su tercera esposa Conchita. Mientras hablo con él llegan sus hijas, llaman a la puerta de salón y le muestran con orgullo un gatito que llevan como un premio en una sábana blanca. La interrupción dura sólo unos minutos -son unas niñas educadas, casi adolescentes que hablan con acento americano-, y disfruto la escena, el recordatorio de que incluso los grandes escritores tienen sus rutinas y deberes familiares.

Este es su segundo matrimonio. El primero fue con Antonia Phillips, con quien tuvo dos hijos que ya tienen más de veinte años, y terminó en 1993. Tiene además otra hija, Delilah, nacida tras de un breve romance con Lamorna Seale, en 1974 y con quien no tuvo ninguna relación hasta que cumplió 19 años. Delilah tuvo un hijo en 2008, lo que conviertió a Amis en abuelo -"es tan poco cool”. También está en contacto con la hija de Sally, Catherine, que fue adoptada desde muy pequeña porque Sally era incapaz de cuidar de ella. La vida de Amis es más densa de lo que cualquiera de sus novelas podría aspirar a ser.

The Bookseller
describe “La mujer embarazada” como un regreso a la forma.

                    ¿Qué es esa mierda del regreso? Nunca se había ido. Regresar a la forma se va a convertir en una especie de slogan, a no ser que se vaya al otro extremo y digan “una nueva escalada de la decadencia”.

Hay que pasar por encima de esas cosas, le digo.

                  Estoy harto de pasarle por encima a las cosas. Siempre he estado pasando por encima.

Se podría llegar a pensar que no le interesa la aprobación crítica o del público, o la falta de reconocimiento de los jurados de los premiso Booker, pero sería muy alejado de la verdad. Recuerda las reseñas de Pero Amarillo como especialmente amargas y lo asemeja a tener la gripe durante una semana. Cuando le recuerdo el famoso ataque del novelista Tibor Fisher al libro –“'Perro amarillo' no es malo al estilo de no es muy bueno o ligeramente decepcionante. Es malo de modo absoluto, es como cuando sorprenden a tu tío favorito masturbándose en el patio del colegio"-, la ira de Amis es evidente.

                  Todo lo que Tibor Fischer hizo fue dejar claro que se podía decir absolutamente cualquier cosa sobre este libro. No fue sólo una reseña. Cualquiera que pudiera sostener un lápiz quería intentarlo. Espero que no haya otro momento como aquel en mi vida.

Amis asegura que en los noventa se convirtió en aquel de quien se podía decir cualquier cosa. Su divorcio, el cambio de quien fuera su agente por mucho tiempo Pat Kavanagh por otro que trabaja desde Nueva York, Andrew "el chacal" Wylie, el consecuente desencuentro con Julian Barnes, esposo de Kavanagh, y el exagerado adelanto solicitado por el libro The Information (supuestamente para pagar el arreglo de sus problemas dentales); todo esto combinado lo convirtió en una celebridad literaria, un objetivo a derribar. Su fascinación con el 11-S y el deseo de dar argumentos contra el terrorismo –en 2006 declaró al Times que la comunidad musulmana tendría que sufrir hasta que solucionaran sus cuestiones internas- hicieron que su figura fuera aún más célebre y controvertida. ¿Por qué regresa con tanta frecuencia a los sucesos de 11 de septiembre?

                      Nunca creí que un hecho de tal magnitud ocurriera en mi vida.

Ve al islam como una forma de tiranía, similar al Nacismo que trató en Time´s Arrow y el estalinismo que atacó en Koba  the Dread. Ha sido acusado de dar un giro a la derecha (“convirtiéndose en su padre” es la expresión que usan sus críticos), pero lo niega y asegura que lo que describía en The Experience –izquierda libertaria del centro- se mantiene.

En ocasiones sus incursiones en todo tipo de controversia genera más calor que luz, pero esto puede ser, según él mismo, el rol democrático del novelista.

                      Cada vez estoy más sorprendido por lo diferentes que son el novelista y el poeta. Ahí está el soneto “El novelista”, de Auden. Los poetas ‘arrasan como húsares’, pero el trabajo del novelista es estar con lo aburrido, lo feo, lo sucio. Desde su ser, tanto como le sea posible, entiende los males de todos. Para ser novelista debes convertirte en todos y los poetas nunca llegan a salir de sí mismos.

Me pregunto si Amis, como su padre, nunca ha escrito poesía.

                      He escrito y publicado un par de poemas. Siempre que Kingsley creía que se me iba de las manos, me decía: ‘no acabo de ver ese primer libro de poemas, lo intento, pero no lo veo; es muy desconcertante’.

Texto original en inglés: Aquí 

Philip Roth: La contravida

Lo enlatado triunfa. Y lo hace incluso en los márgenes literarios -incluso en los márgenes que pretenden trascender hacia la literatura como arte.

Al leer a Philip Roth, no obstante, la percepción literaria se aleja de los grandes consejos enlatados -léase escuelas, cursos, talleres, etc. Philip Roth es uno de los pocos narradores originales y sinceros que queda escribiendo por ahí. Su obra se basa o transcurre dentro del “tema judío”-ya sea de manera directa (“Operación Shylock”) o indirecta (“Me casé con una comunista”). Precisamente el principal reparo que personalmente pongo a la obra de Roth es que por momentos llega a ser “demasiado judío”, aún cuando a través de sus personajes, él mismo se declara no religioso -pero lo judío no está ligado solamente a la religión.

“La contravida” -como otras novelas de su (o de uno de ellos) alter ego, Nathan Zuckerman- se desarrolla también en una ambiente judío o de lo judaico. Aún cuando ni Nathan ni su hermano Henry son presentados al lector como religiosamente comprometidos, la obra en su desplazamiento Newark - Israel - Nueva York - Inglaterra, va representando cada vez con mayor fuerza la condición judía de los personajes: Henry termina discípulo de la cara más radical del sionismo; Nathan Zuckerman llega a enfrentarse a su mujer goy, “gentil”, por la posibilidad de que su hijo pueda ser bautizado en lugar de circuncidado.


Gran parte de la temática de “La contravida” se centra en las contradicciones y esencias del judaísmo y Roth nos las muestra recorriendo todos los espectros posibles desde la violencia y el alegato razonado, hasta la conducta del propio Zuckerman, pasando por el joven que encuentra en el muro de las lamentaciones y que en esa parte de la novela tan descabellada que es "Intermedio" pretende secuestrar el avión en favor de una absurda reivindicación.

Sin embargo, este libro, como la mayoría de las novelas de Roth trasciende el hecho particular y se va a explorar asuntos de esos a los que se les imputa la categoría de trascendentales. Para generalizarlo, con esa tendencia que tenemos hacia la simplificación de las complejidades, “La contravida” explora las posibilidades vitales, sus constantes y probabilidades; incluso desborda los límites de la verosimilitud con una contundencia inusual.

En la primera parte de la novela se relata el funeral de Henry Zuckerman, que ha fallecido en una operación a la que se ha arriesgado con el fin último de recuperar la potencia sexual y poder seguir viviendo su aventura. Henry, sus secretos, sus recuerdos, desfilan ante nosotros desde el punto de vista de Nathan, el hermano escritor y emotivamente peligroso.

En la segunda parte, no obstante, no encontramos con que Nathan es enviado a Israel en busca de su hermano, que ha sobrevivido a la misma compleja operación y se ha marchado definitivamente a “Judea”, a un asentamiento israelí en las proximidades de Hebrón.

No hay, entremedio, antes o después, aclaración o solicitud de comprensión alguna. El autor no pide disculpas, no se inventa ninguna rama salvadora en el precipicio, no ve la necesidad de redimirse. Sencillamente plantea las situaciones de esta manera, nos dice así es como son las cosas, o así podrían haber sido, estrictamente de las dos maneras: Henry ha muerto; Henry ha sobrevivido.

Pasado el primer momento de extrañeza no nos sentimos alarmados, ni siquiera levemente contrariados. Comprendemos que así debía ser contada esta historia, que así tenía que ser contada.

En la cuarta y quinta partes de la novela Roth gira un poco más la tuerca: Nathan Zuckerman padece una enfermedad coronaria y vive una relación platónica con María. No pueden tener sexo porque los medicamentos que toma le provocan impotencia y la única salida posible a esta situación es someterse a una operación para remediar la dolencia. Las misma situación en la que antes se nos ha presentado a Henry; la motivación sexual idéntica que Nathan -el otro Nathan, el que hubiese sido si ocurriera todo como en la primera parte de la novela- reprocharía a su hermano.

Nathan Zuckerman muere y Henry, que sigue residiendo en Newark con su familia y a cargo de su clinica dental, soporta el funeral, el panegírico literario leído por el editor -después se descubrirá que ha sido escrito por el propio Nathan-, las frases y reproches de algunos asistentes. A la salida del funeral Henry logra colarse en el apartamento de su hermano previo soborno a una casera hidrocefálica y esquiva. Descubre allí que Nathan ha estado escribiendo sobre él, sobre ellos y conscientemente destruye el manuscrito -a día de hoy no he encontrado a nadie que haya quedado satisfecho con la literaturación de su propia identidad-, sabedor como es de que no hay ninguna posibilidad de que se publique, de que llegue a la vista de la gente, que anden sus vergüenzas pululando por las ciudades, apiladas en librerías, bibliotecas y centro comerciales. Mientras, el lector está al tanto de todo desde hace doscientas páginas atrás. Ya hemos leído lo que Henry destruye, por lo que sufre, suda, miente. Y Henry se nos presenta del mismo modo que Nathan lo ha referido en varias partes del libro: apocado, vencido; y ésta la derrota definitiva.

Roth nos recuerda el sinfín de posibilidades que nos brinda la existencia. Y más, recuerda que existe una ironía universal e inmanejable que tuerce, juega con las realidades, las exprime: nadie sabe que esperar después de la siguiente esquina. Henry y Nathan intentan reponerse de la impotencia, arriesgan y mueren. Pero, nos plantea Roth, en caso de que hubieran sobrevivido: Henry bien podría olvidar completamente el motivo que lo había llevado a arriesgar su vida -recuperar algunas jornadas sexuales con la asistenta de la clínica-; Nathan haber comprendido que María, su esposa, era demasiado diferente a él como para que ambos se amoldaran al otro y terminaran viviendo la eterna vida feliz con la que habían soñado y por lo que había llegado a arriesgar todo.

Lo enlatado está de moda, triunfa, pero la literatura -el arte- no tiene límites.

Julian Barnes: El sentido de un final


Traducido por Yomar Glez
tomado de www.nytimes.com
16 de octubre de 2011
por Michito Kakutami

Si hay temas comunes en la escritura de Julian Barnes, desde su obra maestra de 1985 “El loro de Flaubert” hasta “La historia del mundo en 10 capítulos y medio” (1989), “Amor, etc.”, y colecciones recientes como “Pulse” (2011), es el carácter esquivo de la verdad, la subjetividad de la memoria y la relatividad de todo conocimiento. Mientras que sus primeros libros examinaban nuestra limitada capacidad para comprender a otras personas y otras épocas, su última novela, "El sentido de un final" (The Sense of an Ending) –ganadora del  Premio Man Booker en 2011- analiza las formas en que la gente distorsiona o adapta el pasado en un esfuerzo por desmitificar su propia vida.


Del mismo modo que hiciera su contemporáneo Kazuo Ishiguro en “Lo que queda del día” (The Remains of the Day), Barnes echa mano a un narrador no fiable para sustanciarlo –y en ambos casos podría parecer que inspirados en el clásico de Ford Madox Ford "El buen soldado". Como en algunas de sus obras anteriores, en "El sentido de un final" (el título está tomado de una obra de teoría literaria del crítico Frank Kermode) se pueden hallar frecuentes referencias filosóficas, y uno encuentra la satisfacción a través de la inteligencia más que de la emoción. Sin embargo, Barnes se las arregla para crear un  genuino suspense con una especie de relato psicológico de detectives. No solo queremos saber como el narrador, Tony Webster, reescribe su propia historia -y de paso descubre lo que ocurrió realmente 40 años atrás-, sino que también queremos entender esa necesidad  de hacerlo.

A sus 60 años Tony se  ha convencido de haber logrado un estado mental de paz y   tranquilidad, aún cuando nunca haya tenido ninguna de las grandes aventuras que de niño alguna vez soñó tener, aventuras similares a las que leía en los libros. El recuento de su juventud –que transcurre en la primera mitad de la novela- subraya la torpeza y represión que él y sus amigos de la secundaria experimentaban cuando se trataba de relacionarse con chicas: "¿Pero no eran los años 60? Sí, pero sólo para algunas personas y sólo en algunas partes de Inglaterra”.

En este punto, los recuerdos de Tony parecen bastante sencillos. Tony recuerda que veía a Adrian Finn, su compañero de colegio, como un "buscador de la verdad" y un modelo de sofisticación intelectual. Adrian, el brillante, el lector de Camus, fue a Cambridge mientras Tony asistía a una universidad menos distinguida donde además tuvo una relación con una enigmática mujer llamada Verónica Ford. Después de que finalizara esta relación, Adrian le escribió a Tony pidiendo su permiso para salir con Verónica. Entonces, de repente, a los 22, Adrian se suicidó y dejó una nota aclarabdo su decisión filosófica de elegir la muerte sobre la vida.

En cuanto a Tony, fue a trabajar como administrador artístico, se casó con una mujer razonable llamada Margaret, tuvieron una hija llamada Susie, y después de doce años logró un divorcio amistoso. Dice que admira a Adrian por tener el coraje de actuar según sus convicciones, mientras que él optó por el orden y la seguridad: "Yo reciclo, limpio y decoro mi casa para mantener su valor. He hecho mi testamento; y los negocios con mi hija, yerno, nietos y ex-esposa están, cuando menos, resueltos".

Tony recibe una misteriosa carta de un bufete de abogados donde le informan que una Sarah Ford –la madre de Verónica- le ha dejado algo en su testamento: un legado de 500 libras y, extrañamente, el diario de Adrian, que de alguna manera había llegado a sus manos. Este hecho remueve hasta los cimientos la certeza y el aburrimiento de la vida de Tony. Cuando Tony intenta que le entreguen el diario, se entera que Veronica se niega a dárselo –y todo esto conduce a una serie de intercambios crípticos con Verónica que lo hacen cuestionarse sus sentimientos por ella y, por tanto, la veracidad de todo lo que ocurrió hace tantas décadas.

¿Hasta qué punto nos engaña -y se engaña a sí mismo- con su explicación simplista de un triángulo amoroso entre él, Verónica y Adrián? ¿Ha idealizado el suicidio de Adrian, o utilizó el propio Adrian la explicación filosófica como la racionalización de un acto motivado por impulsos más oscuros, más desesperados? ¿Es Verónica la  culpable de la muerte de Adrian, o es una especie de víctima? Al sugerir estas preguntas Julian Barnes obtiene un resumen de las diferentes etapas en la vida de Tony y plantea muchas de las mismas cuestiones -edad, tiempo y mortalidad- que ya ha plantado de manera más emocional en libros recientes como "Pulse" y "La mesa limón "(2004).

Hay algo vagamente condescendiente sobre el retrato que de Tony hace el autor, lo presenta como un tonto miope, pasivo y agresivo a la vez, de modo que al lector le resulta difícil no enojarse con él. Y Barnes concluye la historia de Tony con un arrebato violento que se percibe más como un artificio narrativo que como una revelación  inevitable.

Barnes logra un resultado ágil, sin embargo, al desmenuzar la vida de su personaje a la vez que muestra cómo Tony ha rearmado su pasado con el fin de crear un personaje con el que poder vivir. Al hacer esto pone de relieve la manera en que la gente trata de borrar o editar sus locuras de juventud y desilusiones, convirtiendo los acontecimientos reales en anécdotas, y esas anécdotas en ficción.

"Me parece que esto puede ser una de las diferencias entre la juventud y la edad", dice Tony, "cuando somos jóvenes, imaginamos el futuro para nosotros mismos, cuando somos viejos, inventamos pasados diferentes a los demás."


Artículo original Aquí

Jonathan Franzen: Freedom (Libertad)

Traducido por The Galimatías
Tomado de www.nytimes.com

15 de agosto de 2010
Por Michito Kakutami
Freedom, la nueva novela de Jonathan Franzen pone sobre la mesa todas las herramientas literarias de su autor y su habilidad para abrir, al mejor estilo de Updike, una ventana a través de  la  que se nos muestre la vida de la clase media americana. Aquí, además de haber creado una familia inolvidable para la literatura, Frazen completa su evolución de sátiro apocalíptico que se burla de las dificultades sociales, políticas y económicas de su país, a una especie de realista del siglo XIX especialmente turbado por la vida pública y privada de sus personajes.

Mientras que en su primera novela, “Ciudad veintisiete”, Frazen bebe directamente de las narrativas de Thomas Pynchon y Don DeLillo para conseguir esa imagen lóbrega y lluviosa de una futurista ciudad de St. Louis; su éxito de 2001 “Las correcciones” señalaba la determinación de escribir una especie de “Los Buddenbrooks” americana y así ser capaz de evocar la contemporaneidad estadounidense –optando no por una épica transitoria o caricaturizada sino sabiendo deconstruir una historia familiar y ofreciéndonos un amplio retrato nacional  a la par que se aproximaba el materialismo de los años 90. 


En “Las correcciones”, Frazen descubre su voz más dinámica y aplaca esa tendencia suya a la pontificación sociológica. Sin embargo la novela es una especie de híbrido en el que los instintos satíricos y la visión misántropa del mundo parecen reñidos con su nuevo intento de crear personajes tridimensionales. Por momentos, parece que el autor quisiera exagerar la importancia de los símbolos reflejados en las experiencias de sus personajes, ya que les atribuye casi todas las corrupciones posibles: de la hipocresía a la vanidad, de la paranoia a la intriga maquiavélica.

En las páginas iniciales de “Freedom”, Frazen nos presenta a los miembros de la familia Berglund como a una sucesión de criaturas desagradables que asustan y perturban a los vecinos de St. Paul. Walter Berglund, conocido por su “bondad”, es un padre y esposo débil que fluctúa entre la pasividad y la agresividad, que se enorgullece de sus ideales de amor a la naturaleza y al mismo tiempo trabaja en una malvada compañía de carbón. Su esposa Patty, también de dulzura aparente, es una fiera de muy mal carácter que constantemente le riñe a Walter y quien inexplicablemente acuchilla las nuevas ruedas de nieve de su vecino. Joey, el hijo adolescente y engreído, se siente tan desgraciado en su hogar que termina yéndose a vivir con la familia de su novia a una casa vecina.

Estos apuntes a modo de farsa, sin embargo,  apenas se proponen mostrar el modo en que un extraño percibiría las características y rutinas de los personajes. Como ya ocurría en “Las correcciones”, Frazen tiende a incidir demasiado en emociones como la ira o la depresión. En Freedom las sufren la mayoría de los personajes, quienes a su vez las justifican con injusticias y desprecios que alguna vez sufrieron de manos de sus padres.

A medida que se desarrolla, la novela ahonda en la mente de cada uno y los va mostrando como seres humanos y no como estereotipos Nietzscheanos fácilmente divididos en las categorías “duros” (desvergonzados y ambiciosos) o “suaves” (blandengues y lloricas); nunca simples presas exacerbados por rencores añejos, sino gente confundida, perdida, capaces de modificar sus comportamientos e, incluso, trascender.

Llegamos a entender la relación entre Walter -serio y siempre deseoso de agradar, el buen soldado que se estremece de ira contenida- y Patty -atleta colegial convertida en ama de casa que mitiga la sensación de inutilidad y pérdida con alcohol y sarcasmo. Conocemos a Richard, el mejor amigo de Walter, músico encantador y obsesivo mujeriego, de quien Patty se enamoró décadas atrás y con quien tendría más tarde una aventura.

La continuas alusiones a “La guerra y la paz” que sugieren algún tipo de paralelismo entre el triángulo amoroso Walter-Richard-Patty y el de Pierre-Andrei-Natasha del clásico de Tolstoi resultan alegremente presuntuosas; no obstante, Frazen logra descubrir con eficacia la evolución de las relaciones entre sus tres personajes principales, así como la dinámica entre Walter, Patty y sus dos hijos Joey y Jessica. Es capaz de comprender y mostrar los improvisados juegos emocionales que pueden surgir en las familias y las rampas y escaleras psicológicas que pueden aflorar en sus vidas cuando menos lo esperan.

Desde el inicio de su carrera con “Ciudad veintisiete”, Frazen persigue con ambición poder escribir una Gran Novela Americana capaz de captar un estado mental nacional y este nuevo libro no es una excepción. Su propio título anuncia el tema que se moverá con intensidad dentro de la prosa: qué significa la libertad en el contexto de las responsabilidades familiares y de las creencias ideológicas; hasta dónde alcanza el desarraigo y la desintegración familiar esa libertad podría provocar.

Pero no es su leitmotiv ni su argumento enrevesado y dikensiano lo que le otorga su peso a esta novela y mantiene la atención del lector, sino sus personajes y la habilidad de encontrar el absurdo de la vida contemporánea (al estilo de David Foster Wallace) en donde “el planeta  se calienta como una tostadora” o la gente usa tarjetas de crédito para comprar un paquete de chicles  o un perrito caliente (“el dinero en efectivo es realmente anticuado”), donde la guerra entre partidos parece tener el propósito de acabar con el país y los blogs con opiniones desmedidas, desquiciadas o incendiarias se celebran y reconocen como genuinas expresiones del descontento colectivo.

A través de una prosa visceral y lapidaria, Frazen nos muestra como sus personajes luchan por guiarse dentro de un mundo de artilugios tecnológicos y costumbres siempre cambiantes, cómo intentan resolver la ecuación que se plantea entre sus expectativas de vida y la gris realidad, entre sus ideales políticos y las urgencias personales. Es capaz de ir desde la comedia adolescente (el incidente de Joey cuando accidentalmente se traga su anillo de compromiso justo antes de unas vacaciones con la chica de sus sueños) hasta la tragedia (lo que le ocurre a la asistente y nueva  amante de Walter cuando se embarca sola en un viaje a la región carbonífera de Virgina). Frazen demuestra su habilidad para sostener un espejo frente a las personas que habitan su lóbrego mundo mientras traza un retrato de sus turbias vidas interiores.

En sus trabajos anteriores, Frazen tendía a imponer la aparente visión mecanicista y cínica de sus personajes respecto al mundo, amenazaba con convertirlos en meros peones del autor guiados por imperativos naturales básicos. Esta vez, al haber creado individuos dentro de su conflicto, capaces de ir contracorriente y de escoger su propio destino, ha escrito su novela más profunda hasta el momento, una novela que resulta a la vez apremiante biografía de una familia disfuncional y retrato indeleble de nuestros tiempos.

La chingada

Uno de los cuentos que más me ha impresionado es el de Ambrose Bierce titulado “Un suceso en el puente del riachuelo del búho”. Lo leí temprano, quizás por eso: “Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del Puente del Búho”, terminaba. (También he de decir que uno de los libros que más me impresionó mientras lo leía era de Bulgakov, “El maestro y Margarita”; y que ambos, cuento y novela, releídos años después, como suele ocurrir, me decepcionaron: ellos seguían siendo los mismos, yo no.)


No había ninguna referencia aparte de una breve cita biográfica en aquella antología del cuento norteamericano de Rodríguez Feo, aquella donde muchos de nosotros (de los míos, iba a poner) descubrimos un universo narrativo acogedor y diáfano, una manera de contar antigua y a la vez novedosa. Años después supe más de Ambrose Bierce, de sus aventuras, de Molly Day, de sus hijos muertos, de sus heridas de guerra y de su desaparición, de un fragmento de la carta que dejara a sus familiares antes de partir rumbo a México, en 1913: “Si oyes que he sido colocado contra un muro de piedra mexicano, (…) entiende que pienso que esa es una manera muy buena de salir de esta vida. Supera a la ancianidad, la enfermedad, la caída por las escaleras de la bodega. Ser un gringo en México. ¡Eso sí es eutanasia!”.

A partir de ahí sólo hubo un paso para que tuviera en mis manos “Gringo viejo”, la novela de Carlos Fuentes.

Tantas vueltas para hablar de Carlos Fuentes, me digo. Sí, porque hace apenas dos días leí en diario El País una entrevista de la que destaqué una frase que me hizo recordar a Ambrose Bierce, al gringo viejo, a Peyton Farquhar, a las cosas éstas en las que uno piensa sobre la vida y la muerte, ese exceso de melancolía que tanto mal hace a más de uno: "No hay reglas. El hecho es que cuando se llega a cierta edad, o se es joven o se lo lleva a uno la chingada."

Entrevista a David Foster Wallace

Traducido por The Galimatías
Por Laura Miller  
      La apariencia mesurada y de empollón de David Foster Wallace contradice abiertamente la imagen –sin afeitar, pañuelo en la cabeza- de sus fotos publicitarias. Incluso un novelista hipster tendría que ser muy serio y disciplinado para producir un libro de 1.079 páginas en tres años. "La broma infinita," la gigante segunda novela de Wallace, yuxtapone la vida en una academia de tenis de élite con las luchas de los habitantes de un centro de rehabilitación, todo en un contexto futuro cercano en el que los EE.UU., Canadá y México se han fusionado, Nueva Inglaterra del Norte se ha convertido en un gran vertedero de residuos tóxicos; y todo, desde los automóviles privados hasta el nombre de los años están patrocinados por empresas. Ambiciosa, llena de jerga y en ocasiones excesivamente enamorada de la prodigiosa inteligencia de su autor, "La broma infinita", no obstante, tiene suficiente lastre emocional para evitar que zozobre. Siempre hay algo raro y estimulante en un autor contemporáneo que pretende capturar el espíritu de su época. (…)


¿Cuáles eran sus pretensiones cuando comenzó a escribir este libro?
Quería hacer algo triste. Había hecho algunas cosas divertidas y otras algo más densas, intelectuales, pero nunca había hecho algo triste. Y quería que no hubiese protagonistas. La otra banalidad era que deseaba hacer algo realmente estadounidense, algo acerca de lo que es vivir en los Estados Unidos en este fin de milenio.

¿Y cómo es?

Hay algo particularmente triste al respecto, algo que no tiene mucho que ver con las circunstancias físicas, o con la economía, o con cualquiera de las otras cosas de las que se habla en las noticias. Es más como una tristeza al nivel del estómago. Lo veo en mis amigos y en mí mismo. Una especie de perdición. No sé si es algo que le ocurre sólo a mi generación.

Parte de la prensa que ha escrito sobre La broma infinita aborda el papel que desempeña Alcohólicos Anónimos en la historia. ¿Cómo se conecta AA con el tema de la novela?

Esa tristeza sobre la que trata el libro y por la que yo estaba pasando, era un verdadero tipo de tristeza americana. Yo soy blanco, de clase media-alta, obscenamente bien educado, he tenido mucho más éxito profesional de lo que legítimamente podía esperar y aún así andaba a la deriva. Muchos de mis amigos compartían todo lo anterior. Algunos estaban profundamente enganchados a las drogas, otros se habían convertido en adictos al trabajo de manera increíble. Iban a bares de solteros cada noche. Se pude representar de veinte maneras diferentes, pero es la misma cosa.
Algunos de ellos terminaron yendo a AA. Yo no pretendía escribir mucho sobre lo de AA, pero sabía que quería tener drogadictos y sabía que debería haber un centro de rehabilitación. Fui a un par de reuniones con estos chicos y pensé que aquello era tremendamente poderoso. Esa parte del libro suponía fuera lo suficientemente vívida para que pareciera real, pero también suponía que encontraría una respuesta a la perdición y a por qué las cosas que haces para mejorar no son suficientes. Tocar fondo con las drogas y el trabajo de AA fue lo más crudo lo que pude encontrar para tratar esos asuntos.
Tengo la sensación de que muchos de nosotros, estadounidenses de grupos sociales privilegiados con poco más de 30 años, tenemos que encontrar una manera de deshacernos de chiquilladas y enfrentarnos a asuntos como la espiritualidad y los valores. Probablemente el modelo de AA no es la única manera de hacerlo, pero me parece uno de los más enérgicos. Los personajes tienen que luchar con el hecho de que el sistema de AA les enseña cosas bastante profundas a través de sus tópicos aparentemente simplistas.
Es un asunto delicado para quienes tienen cierta cultura, para quienes, para ser mercenario, está dirigido éste libro. Quiero decir que esto es caviar para el lector habitual de narrativa. Particularmente sentí rechazo al principio. ¡Algo como One Day at a Time!(*) ¡Del año 1977 y protagonizado por Bonnie Franklin! Pero al parecer, algo importante en lo que respecta a la adicción es que necesitan tanto la droga que cuando se la quitan desean morir. Y es tan horrible que la única manera de enfrentarlo sea construir un muro en medianoche y no mirar por encima de él. Algo tan banal y reductor como One Day at a Time permitió a estas personas caminar a través del infierno, que es en lo que consisten los seis primeros meses de desintoxicación. Fue algo verdaderamente sorprendente.
La intelectualización y la estetización de los principios y valores en este país es una de las cosas que ha eviscerado a nuestra generación. Mis padres me enseñaron que era realmente muy importante no mentir. Ok, entendido. Digo que sí, pero realmente no lo siento. Así hasta que llego a tener 30 años y me doy cuenta de que cuando le mienta a una persona, a la vez dejaré de confiar en ella. Siento dolor, estoy nervioso, me siento solo y no logro responder por qué. Entonces me doy cuenta: “Tal vez la manera de hacer frente a esta realidad sea no mentir". La idea de que algo tan sencillo y, en realidad, tan poco interesante desde el punto de vista estético -que pasa por encima a criterios interesantes y complejos- pudiera en realidad alimentar y nutrir mucho más que otras cosas, me parece que es algo que nuestra generación tendría que tomar en cuenta.

¿Está tratando de encontrar significados similares en la cultura pop que suele abordar? Ese tipo de cosas puede ser visto como salidas simplemente ingeniosas, o superficiales.

Siempre me he visto como una persona realista. Recuerdo que me peleaba con mis profesores sobre este asunto. El mundo en que yo vivo consta de 250 anuncios al día y un número incalculable de opciones de entretenimiento, la mayoría de los cuales están subvencionados por empresas que quieren vender productos. La manera en que el mundo interactúa con mis terminaciones nerviosas está ligada a cosas que unos tíos con parches de cuero en los codos considera pop o triviales o efímeras. Yo uso una buena cantidad de “material pop” en mi ficción, pero lo que quiero decir no es nada diferente a lo que la gente quiere decir cuando escribe sobre los árboles y los parques y la necesidad que tenían hace 100 años de andar hasta el río para conseguir agua. Es sólo la textura del mundo en que vivimos.

¿Cómo es ser un narrador joven hoy en día? ¿Cómo empezar, cómo lograr construirse una carrera, etc.?

Personalmente, creo que es un momento realmente fantástico. Tengo amigos que no coinciden. La ficción literaria y la poesía están realmente marginadas hoy en día. Pero hay una falacia en la que caen algunos, el viejo tópico de que el público es tonto; el público prefiere mantenerse en ese nivel de profundidad; pobres de nosotros, estamos marginados a causa de la TV, la gran hipnosis, bla, bla. Pueden sentarse y organizar esas orgías de lástima, pero por supuesto que es una sandez. Si una forma de arte es marginada es porque no se está comunicando con la gente. Lo más fácil es llegar a considerar que la gente a las que te diriges es demasiado estúpida para entenderlo, pero esa me parece la salida más simple.
Si el escritor sucumbe a la idea de que el público es demasiado estúpido, entonces hay dos resultados posibles. El número uno es el vanguardismo, donde se tiene la idea de que se está escribiendo para otros escritores y por tanto no se preocupan de hacerlo de manera más accesible o relevante. Se preocupan por que sea estructural y técnicamente innovador, apropiadas referencias intertextuales, que parezca inteligente. En realidad, no se le presta atención a si comunica o no con un lector a quien sí le importa esa sensación en el estómago, que es la razón por la cual leemos. Está también el otro extremo, los retazos de ficción groseros, cínicos y comerciales hechos de manera superficial -esencialmente televisión en páginas de libro- que manipulan al lector y disponen asuntos grotescos de manera puerilmente fascinante.
Lo raro es que estos dos bandos luchan entre sí cuando en realidad ambos provienen de lo mismo, del desprecio por el lector, de la idea de que la marginación de la literatura actual es culpa del lector. Vale la pena intentar hacer cosas que tengan algo de la riqueza, el desafío, la emoción y la dificultad intelectual de las vanguardias, cosas que permiten que el lector se enfrente a los asuntos planteados en lugar de ignorarlos, y que a la vez sean agradables de leer. El lector nota que alguien le está hablando en vez de estar ensayando varias poses.
Parte de ello tiene que ver con vivir en una época en la que hay muchísimas formas de ocio disponible, ocio real, y en averiguar cómo la ficción va a marcar su territorio en una época así. Se puede intentar encontrar qué produce la magia de la ficción, esa magia que no está en otros tipos de arte y entretenimiento. Se puede intentar averiguar cómo la narración puede conectar con el lector, gran parte de cuya sensibilidad se ha formado con la cultura pop, sin que simplemente se convierta en un poco más de basura en la máquina de la cultura pop. Es increíblemente difícil y confuso y asusta, pero es efectivo. Ninguna otra generación ha enfrentado un ocio comercial tan amplio y tan hábil. Eso es lo que significa ser un escritor hoy en día. Creo que es con mucho el mejor momento para vivir, y probablemente también sea el mejor momento para ser escritor. Esto no quiere decir que sea el más fácil.

¿Qué cree que sea lo especialmente mágico de la ficción?

¡Oh, señor, esto podría ocuparnos un día entero! Bueno, la primera línea de ataque para contestarle es la soledad existencial en el mundo real. No sé lo que estás pensando, no se cómo es estar dentro de ti ni tú sabes lo que es estar dentro de mí. En la ficción creo que de cierta manera podemos saltar por encima de ese muro. Pero eso es sólo el primer nivel, porque la idea de intimidad emocional o mental con un personaje es una ilusión o artificio creado por el escritor. Hay otro nivel: una obra narrativa es también una conversación; se establece una relación entre el lector y el escritor que es muy extraña, muy complicada y muy difícil de explicar. Una obra narrativa puede o no transportarte y hacerte olvidar que estás sentado en una silla. Hay libros del tipo estrictamente comercial y hay tramas fascinantes que también pueden hacer eso; pero no logran hacerte sentir menos solo.
Hay una especie de despertar, de sorpresa. Alguien, al menos por un momento, tiene el mismo sentimiento o ve algo de la misma manera que tú. No sucede todo el tiempo. Pueden ser breves destellos o llamas, pero se siente de vez en vez. Te sientes acompañado -intelectual, emocional y espiritualmente. Te sientes humano y acompañado, como si estuviera tomando parte de una conversación profunda y trascendente. Y esto sólo ocurre con la ficción y la poesía.

¿Para usted qué escritores logran estas sensaciones?

De los clásicos, hay varios que siempre retornan: "La oración fúnebre" de Sócrates; la poesía de John Donne; la poesía de Richard Crashaw; algunas cosas de Shakespeare; las cosas más breves de Kyats; Schopenhauer; "Las meditaciones metafísicas" y "El discurso del método" de Descartes; "Prolegómenos a toda metafísica futura" de Kant; "Las variedades de la experiencia religiosa" de William James; "Tractatus" de Wittgenstein; "Retrato del artista adolescente" de Joyce; Hemingway -en particular las cosas de Italia de "En nuestro tiempo"; Flannery O'Connor; Cormac McCarthy; Don DeLillo; AS Byatt; Cynthia Ozick –sus cuentos, especialmente uno llamado "Levitación"-; cerca del 25 por ciento de Pynchon; Donald Barthelme, sobre todo una historia llamada "El globo", que fue la primera historia que leí que me hizo querer ser escritor; Tobias Wolf; las mejores cosas de Raymond Carver -la más cocnocidas-; Steinbeck, cuando no está golpeando su tambor; el 35 por ciento de Stephen Crane; "Moby Dick"; "El Gran Gatsby".
Y, Dios mío, no hay poesía: Phillip Larkin, probablemente más que nadie, Louise Gl&uumlck, Auden.

¿Y entre sus colegas?

Está el asunto del "gran hombre blanco”. Hay por lo menos cinco de nosotros que están por debajo de los 40 años, son de raza blanca, miden más de seis pies y usan gafas. Está Richard Powers, que vive sólo a unos 45 minutos de mí y a quien he conocido recientemente. William Vollman, Jonathan Franzen, Donald Antrim, Jeffrey Eugenides, Rick Moody. La persona que más atención me despierta ahora mismo es George Saunders, cuyo libro "Guerracivilandia en ruinas" acaba de salir. A.M. Homes: no creo que sus historias largas sean perfectas, pero cada par de páginas hay algo que acaba por emocionarte. Kathryn Harrison, Mary Karr, a quien se conoce por "El club del mentiroso" (The Liar's Club), pero es también poeta y creo que la mejor poeta entre las menores de 50 años. Una mujer llamada Cris Mazza. Rikki Ducornet, Carole Maso. "Ava", de Carole Masó -un amigo mío lo leyó y dijo que le dio una erección del corazón.

Hábleme de su experiencia en la enseñanza.

Me contrataron para enseñar escritura creativa, cosa que no me agrada.
Hay material para emplear dos semanas en personas que no hayan escrito más de 50 cosas aún y siguen estando en fase de aprendizaje. Después de ese tiempo se vuelve más una cuestión de gestionar las impresiones subjetivas de varias personas sobre cómo decir la verdad sin tirar abajo el ego de alguien.
Disfruto enseñando a nuevos estudiantes, se reciben una gran cantidad de estudiantes de zonas rurales que no están ligados a la cultura y a quienes no les agrada leer. Han crecido considerando la literatura algo seco, irrelevante, sin gracia, como el aceite de hígado de bacalao. Se logra mostrarles cosas algo más contemporáneas –hay uno con el que habitualmente trabajamos en la segunda semana, un cuento llamado "Una muñeca real", de A.M. Homes, del libro "La seguridad de los objetos", y que narra la relación de un niño con una muñeca Barbie. Es brillante, y en una mirada superficial de la historia, resulta demasiado retorcido, enfermo, fascinante y, por tanto, realmente interesante para personas de 18 que cinco o seis años atrás estuvieron jugando con muñecas o fueron sádicos con sus hermanas. Es muy reconfortante ver a estos chicos despertar, darse cuenta que leer literatura es a veces difícil, pero que merece la pena y les puede dar cosas que no podrían conseguir en ninguna otra parte.

¿Cómo ve las reacciones sobre la extensión de su libro? ¿Es la extensión algún tipo de provocación o buscaba un efecto o conclusión en particular?

Sé que es arriesgado porque forma parte de la cuestión de exigir al lector –exigencias que comienzan desde el aspecto monetario. Otra parte es que las editoriales odian los libros de muchas páginas porque les dejan menos ganancias. El papel es muy caro. Si la extensión parece gratuita, como le pareció a la encantadora señora japonesa del New York Times, entonces a alguna gente se le despierta la ira. Y soy consciente de todo ello. El manuscrito que entregué tenía 1.700 páginas, de estas se eliminaron alrededor de 500. O sea, la editorial no se limitó a comprar el libro y distribuirlo sino que fue editado concienzudamente. Fui hasta Nueva York y todo. Si parece una novela caótica, me parece bien, pero todo lo que hay en ella está puesto a propósito. Estoy en una excelente posición emocional para aceptar todas las críticas respecto a la extensión y si la gente cree que esa extensión es gratuita, es porque el libro falla. En todo caso la gratuidad no es porque no tuviera deseos de trabajar o de hacer los cortes necesarios.
Es un libro raro. No se mueve de la forma en que se suelen mover los libros. Tiene muchísimos personajes. Creo que tiene al menos la intención de ser divertido y fascinante, lo suficiente al menos para ir pasando una página tras la otra. Así que no considero que esté haciendo sufrir al lector, ya sabes, “Aquí tienes esta cosa super difícil y de una inteligencia imposible. Jódete. A ver si es verdad que lo puedes leer”. Sé que hay libros de ese tipo y son libros que me cabrean mucho.

¿Qué le hizo elegir una academia de tenis para contraponerlo al centro de rehabilitación?

Yo quería hacer algo relacionado con el deporte, con la idea de la obtención de una meta que en algo se asemeja a una adicción.

Hay personajes que se preguntan si la obsesión por la competencia vale la pena.

Probablemente ocurre en casi todos los ambientes. Me doy cuenta en algunos de mis alumnos. Eres un joven escritor, admiras a un escritor mayor y deseas llegar a esa posición. Imaginas que toda la energía que ha dejado tu envidia, de alguna manera ha sido trasladada, y queda una sensación de que ser envidiado es una buena sensación si se parte de la base que la envidia es un sentimiento muy fuerte.
Puedes creer que escribiendo lograrás una imaginaria meta relacionada con el prestigio más que con la escritura en sí. Esa idea de dar todo de ti para alcanzar una especie de anillo de bronce suele ser una típica enfermedad americana, así como creer que ese anillo hará que la gente sienta algo por ti. ¿Y la gente se pregunta por qué se siente alienado, solitario y estresado?
El tenis es un deporte del que conozco lo suficiente como para encontrarlo hermoso y poder encontrarle algún significado. Lo bueno de esto es que la revista Tennis quiere hacer algo sobre mí. A lo mejor algún día pueda jugar con los profesionales.

8 de marzo, 1996


(*) Serie de TV (1975-1984). 209 episodios. Popular serie norteamericana de los años setenta que trataba de una madre soltera que intentaba sacar adelante a sus hijas y progresar en su carrera profesional.


Texto original en inglés
Aquí

Rendir cuenta a los espejos

En 1943, a raíz de que renunciara de su empleo en el Servicio Oriental de la BBC y comenzara a trabajar como columnista y editor en el semanario Tribune, apenas unos días después de la muerte de su madre, George Orwell se entrevistó con un joven periodista irlandés llamado Patrick S. Baldwell. La entrevista tuvo lugar en la casa del escritor, una apartamento de planta baja en Mortimer Crescent, en el barrio de Kilburn. En su libro “Seven Inches of Glory”, publicado en 1957, S. Baldwell cuenta los pormenores del encuentro. El libro es aburrido hasta la pesadilla, fundamentalmente porque pretende rellenar 145 páginas con las referencias a un encuentro que duró, como refiere el propio autor, 17 minutos.

S. Baldwell aprovecha su oportunidad para dar su opinión sobre la postguerra londinense, se interna en retratos de personajes pintorecos –como el de una anciana sucia y desdentada que vendía té en la calle, té caliente que preparaba en toscas cazerolas y servía en cantimploras del ejército-, cuela aquí y allí referencias a su propias hazañas y las vida que salvó durante los bombardeos alemanes. Creo que Patrick S. Baldwell no publicó ningún otro libro y, hasta donde ha sido posible investigar, no ejerció durante mucho tiempo el periodismo y se dedicó al magisterio.


Sin embargo, dio fe de una frase que pone en boca de Orwell –y por tanto, aunque la frase no sea especialmente brillante, le otorga cierto esplendor aprovechable- y que recuerdo hoy, no sé por qué, como tampoco logro desentrañar por qué ni con qué objetivo reproduzco aquí  -y malcito de memoria porque el libro (regalo de un librero inglés que tenía su librería en Lloret de Mar como si el pueblo para algunos fuera una extensión continental de las islas británicas) tomó rumbo propio en una de mis múltiples mudanzas.

“Le debo todo a quienes me precedieron, incluso a muchos de mis comtemporáneos. Sin embargo, eso no quiere decir que me vea obligado a rendir pleitecías de ningún tipo, ni a los unos ni a los otros. Mis obras, mis actos en general, y yo nos debemos a nosotros mismos y sólo rendimos cuenta a los espejos.”