Uno de los cuentos que más me ha impresionado es el de Ambrose Bierce titulado “Un suceso en el puente del riachuelo del búho”. Lo leí temprano, quizás por eso: “Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del Puente del Búho”, terminaba. (También he de decir que uno de los libros que más me impresionó mientras lo leía era de Bulgakov, “El maestro y Margarita”; y que ambos, cuento y novela, releídos años después, como suele ocurrir, me decepcionaron: ellos seguían siendo los mismos, yo no.)
No había ninguna referencia aparte de una breve cita biográfica en aquella antología del cuento norteamericano de Rodríguez Feo, aquella donde muchos de nosotros (de los míos, iba a poner) descubrimos un universo narrativo acogedor y diáfano, una manera de contar antigua y a la vez novedosa. Años después supe más de Ambrose Bierce, de sus aventuras, de Molly Day, de sus hijos muertos, de sus heridas de guerra y de su desaparición, de un fragmento de la carta que dejara a sus familiares antes de partir rumbo a México, en 1913: “Si oyes que he sido colocado contra un muro de piedra mexicano, (…) entiende que pienso que esa es una manera muy buena de salir de esta vida. Supera a la ancianidad, la enfermedad, la caída por las escaleras de la bodega. Ser un gringo en México. ¡Eso sí es eutanasia!”.
A partir de ahí sólo hubo un paso para que tuviera en mis manos “Gringo viejo”, la novela de Carlos Fuentes.
Tantas vueltas para hablar de Carlos Fuentes, me digo. Sí, porque hace apenas dos días leí en diario El País una entrevista de la que destaqué una frase que me hizo recordar a Ambrose Bierce, al gringo viejo, a Peyton Farquhar, a las cosas éstas en las que uno piensa sobre la vida y la muerte, ese exceso de melancolía que tanto mal hace a más de uno: "No hay reglas. El hecho es que cuando se llega a cierta edad, o se es joven o se lo lleva a uno la chingada."
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