Mis espacios de libertad

Por estos días hay dos grandes tendencias en las redes sociales. La primera, con categoría “propia de Facebook”, es la de los bulos y supercherías que nos gusta imaginar y, por tanto, dar por posible: que si señales apocalípticas, que si un plan preconcebido de los iluminatis para alienarnos, que si murciélagos con forma humana, que si el 5G… Ya sabemos de qué va la conspiranoia, mientras menos sabemos de un asunto, más nos complace, mayores senderos se abren a la imaginación. La segunda, “propia de Twitter”, es la trifulca política, no hablo de discusión, sino de matanza, de ir a por todas y a por todos los que piensen diferente.
En ambos casos hay elementos comunes: intransigencia y desdén. A quien discrepa de una opinión mayoritaria en ese ámbito estrecho y precario que es “mi muro”, “mi TL”, mi espacio, se le suele decir que no se entera, aunque no sea con esas palabras. Crees eso porque no tienes amplitud de miras, o porque no has leído a Luc Montagnier, o porque te crees todo lo que te dicen, o porque tienes que desaprender. A una rusa que reside en España, hace unos días le dijeron que cómo sabía ella que el sistema comunista era una mierda. Porque lo viví veinte años, contestó ella. Eso no quiere decir nada, replicaron, tu experiencia personal no es determinante.
Durante estos días, no he tenido muchas cosas que decir, a nadie. Los pocos ratos que me quedan libre entre mi empleo y mis hijos, los he dedicado a observar y escuchar. Lo que voy viendo no es nada halagüeño, en verdad. Sabemos que los momentos difíciles suelen sacar lo peor de las personas, tanto a nivel personal como colectivo. Esta no ha sido la excepción. Pero como estamos en esa época donde lo importante es figurar, donde el símbolo importa más que el significado y el significante, queremos aparentar lo contrario. Esos videos que muestran obras de caridad, bondades extremas, sacrificios insignificantes, alegrías desbordadas, tienen el mismo defecto que las películas porno: todo está demasiado calculado y sólo lo creemos porque necesitamos la emoción artificial. Simular que somos buenos. Como si a alguien le importara. Aparentar que “la gente” -ese eufemismo que utilizamos cuando en realidad queremos decir “los otros”, no yo, como se te puede ocurrir que sea capaz- es mala, es insolidaria, es tonta, es, en fin, reprochable; y por tanto debemos vigilar, fiscalizar, dar el visto bueno, o el malo, a todo lo que ocurre. Otra vez, como si a alguien le importara.
Durante estos días, como he intentado toda mi vida, me he dedicado, además, a reclamar mis espacios de libertad. Tendemos a creer que los derechos que disfrutamos son inamovibles y estarán siempre ahí, que no hay que hacer nada para mantenerlos. Sin embargo, no es así, basta echarle un vistazo histórico a la irrupción de represión a las mujeres en países donde habían gozado de una libertad casi plena, de mojigatería sexual donde se había rozado la total espontaneidad carnal, o la de regímenes totalitarios en sociedades con cierto grado de libertades y derechos. Estamos -o, mejor dicho, estoy- obligado a hacer uso de mi libertad y así saberme digno de ella, capaz de ella.  La política tiende siempre a coartar la libertad, siempre y todo lo que se pueda, un instinto, y en cierto modo es entendible ya que es más sencillo administrar una sociedad de personas afines y similares que otra con grandes diferencias entre los unos y los otros. La política, los políticos, se ponen cachondos en períodos especiales, estados de alarma, de excepción. No hay nada mejor para seguir ese instinto. Todo está justificado, es entendible, se justifica.
En las circunstancias actuales -léase pandemia, muertes, incertidumbre, desconcierto, más muerte- tendemos a aceptar lo que nos ordenan. Los gobiernos coartan la libertad “por nuestro bien”. Se pretende, además, que ni siquiera nos lo cuestionemos, porque es “por nuestro bien”, porque no podríamos valernos por nosotros mismos, porque no somos tan listos y brillantes como ellos, como… los políticos, como los lobbies, como los influencers, como los putos tertulianos de la tele o la radio. E, incluso en estas circunstancias, mi deber es escuchar, intentar entender lo que ocurre a mi alrededor y exigir mi tramo de libertad.



Histeria


 Ese terror a morir. Sin duda, la especie animal más acojonada que podía resultar de la evolución. Y es curioso porque vamos a morir todos, bestialmente, privados de sentidos y control. Nadie sobrevivirá. Persiste esa sensación de que la muerte es algo que le ocurre a los demás, no va con nosotros, mírame como respiro y defeco y voy al gimnasio y tengo preocupaciones, esperanzas. No queremos ser “los demás”, esos seres grisáceos que reposan en las vitrinas de los tanatorios.

  Pero morirse es sencillo. Un día te vas a la cama pensando que ya lavarás los platos cuando te levantes al día siguiente, y no hay día siguiente ni levantarse ni lavar los platos. Un día giras el volante hacia el sitio incorrecto. Un día un vaso sanguíneo de cerebro se rompe, sin que lo puedas prever o evitar. Un día una célula se descontrola, y otra, y otra, se dividen, invaden. Los muertos no sufren la muerte. Los muertos se mueren. Son los vivos los que sufren, extrañan, lloran. El muerto, quien ayer era uno más del grupo, uno de los nuestros, hoy es “los demás”.

  Dicen que a veces hay que tentar a la muerte para sentirse vivos. Una vida triste, les imagino. Van a tirarse en paracaídas, hacer puénting, poner el coche a 200 km por hora en una carretera de doble sentido. Al día siguiente corren a comprar mascarillas y desinfectante, a acaparar, a luchar si fuese necesario por las últimas existencias. Al día siguiente no creen que sea buena idea ir a un bazar chino a comprar tornillos. Al día siguiente los medios informativos del tremendismo logran audiencias increíbles para esta época de Netflix y YouTube, de Twitter y Tinder.

  Uno de los problemas de la ficción es que hay quienes la terminan confundiendo con la realidad. No es algo nuevo. Ahí está Don Quijote. Y aquí estoy yo poniendo a Don Quijote de ejemplo. La ficción de la incertidumbre, hoy cuando la gente ha dejado de tener bases de convicción y, voluntariamente, con toda la libertad de la que disponen, las han cambiado por superchería, imaginación y egolatría, a partes iguales.

  Demasiadas películas y series chorras. Ese alegre temor a los apocalipsis imposibles nos lleva a pensar que podemos controlar algo, identificarnos con los sobrevivientes de The Walking Dead. Nadie se identifica con quien terminó deglutido por el zombi. 
 

Hace tiempo que no sueño con palabras

   Sí, soñaba con palabras, palabras hechas y derechas, de pelo en pubis, cada una con su pasado, sus orígenes, sus épocas boyantes o paupérrimas; un universo en sí mismas. Algunas daban para escribir una novela (si escribir novelas tuviera sentido): sobaco, melifluo, daguerrotipo, urticaria; otras para un relato, de los cortos: jarrón, manguera, orina, cicuta.
 
En ocasiones las palabras me perseguían, en grupos o en solitario, sin que eso condicionara la sensación de abatimiento. Otras veces eran parte de un paisaje: un banco, un árbol, la escultura de una rotonda. Si al menos hubiese soñado con números, pensaba a veces, quizás me habría sido útil para ganarme la lotería. No hay loterías de palabras. Los números tiene su propósito tangible y específico. No hay nada más contundente que una cifra. Hubo 27 muertos, nos cuesta 50 años llegar a adultos, se corrió 7 veces seguidas, aquella tarde cuando era el final de todas las cosas. Números. ¿Para qué sirve una palabra sino para crear confusión?

Durante unos meses soñé recurrentemente con la palabra “falsa farsa”. Sí, sé que en realidad son dos. Sin embargo, en mi sueño eran una. Soñaba que despertaba y había alguien junto a mí en la cama. La podía tocar, sentir su calor al tacto. Cuando uno sueña que despierta, pero sigue dormido, en realidad, es un recurso del cerebro para ensanchar la verosimilitud. Falsa-farsa, en alguna ocasión, se me insinuaba, ya sabes, se acercaba, aceleraba la respiración, olía a feromonas a la desbandada. Pero ya la examinaba sin aclararme cómo se podía follar con una palabra, cuál era el agujero correcto para cada cosa, dónde estaban los puntos erógenos en aquellos ángulos, en aquellas separaciones entre letras.

Definitivamente, tenía su encanto aquello de soñar con palabras. Aunque no fueran sueños que se pudieran compartir. Uno no puede ir por ahí contando que anoche, en un sueño, me quise follar una palabra que en realidad eran dos. Me pasa con la mayoría de las cosas. Habría que dar explicaciones y todo el mundo debería saber, a estas alturas, que no me gusta dar explicaciones de mi vida, ni de mis sueños.

Tenía su encanto aquello. Pero ya no sueño con palabras. Ni con nada.



Leer está sobrevalorado, baby

  Hace algún tiempo, conversando con mi amigo H, estuvimos de acuerdo en que, si hubiésemos dedicado para hacer negocios de cualquier índole (como me bienaconsejaba mi padre) apenas la mitad del tiempo y las energías utilizados para leer, nos habría ido mejor en la vida. Y ello nos hizo caer en la cuenta de que leer está sobrevalorado.
  Gorky escribió: "todo lo que hay de bueno en mí, se lo debo a los libros". Es una frase que se cita con frecuencia. Incluso he encontrado a un profesor de literatura que pretende que sus alumnos lo interioricen como una máxima vital. Sin embargo, es un enunciado de mierda. Aunque sea de Gorky (quien, ya que tocamos el tema, llevó una vida casi miserable). Imagino a su padre dándole collejas y diciéndole, ¿ah, sí? ¿quieres decir todo, todo, todo lo bueno? ¿ni una pizca se lo deberías agradecer a tu familia, tus amigos, a lo que te enseñó tu abuela? ¿no había nada bueno en nosotros, ingrato de los cojones?
  Somerset Maugham escribió: “Adquirir el hábito de la lectura y rodearnos de buenos libros es construirnos un refugio moral que nos protege de casi todas las miserias de la vida”. Nope. Leer no nos protege de las miserias de la vida, no nos protege del desamor, ni de la avaricia, ni de la pérdida de un ser querido, ni de un ataque terrorista, ni de la persecución del prestamista, ni de la impotencia de no poder dar de comer a tus hijos, ni de la traición, ni del suicidio (más bien incite, en algún caso), ni de la soledad… Creo que no hace falta seguir. La lectura proporciona un "refugio", sí, pero más como escape de la realidad, como procrastinación de aquellas cosas importantes, de esas en las que nos jugamos la vida.
  “Cuando oigo que un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él” (Nicolás de Avellaneda). / “El libro es fuerza, es valor, es alimento; antorcha del pensamiento y manantial del amor" (Rubén Darío). / “Leemos para saber que no estamos solos" (William Nicholson). / "No hay disfrute como la lectura" (Jane Austen). / "El que ama la lectura, tiene todo a su alcance" (William Godwin).
Una simple búsqueda nos devuelve miles de frases de este tipo. Frases pomposas, exageradas, arrogantes, snobs. Ejemplos infinitos. Básicamente: escritores ensalzando su producto, regodeándose, elevando a categoría divina lo que ellos hacen. Para ver a personas admiradas por su talento o inteligencia expresarse de manera tan imprecisa y poco racional, hay que buscar en comentarios similares sobre cuestiones como la religión, el amor o la política. Comparten una forma de abordarse desde el entusiasmo incondicional, la simplificación y la hipérbole tanto como una manera simple de convencer a los demás, como a nosotros mismos.
Podríamos cantarlo, como si fuera un viejo blues: leer está sobrevalorado, baby, oh yeah.
Leer está bien, pero depende de qué se lea, cómo se lea, quién lo lea.
-Leer está bien, cariño, pero la vida es asombrosa, aunque no leas.



Lástima (una ficción)


     ¿Cuánto tiempo había pasado? Apenas unos ocho o nueve meses. Pero parecían años, muchos años.
  Me ocurría con frecuencia, últimamente. Hablar del tiempo. Pensar en el tiempo. Me estaba haciendo viejo. No dicho así, no como un proceso, sino que, de golpe, me estaba haciendo viejo. Un día te quieres comer el mundo, te ves invencible e inmortal -aunque sepas que es una ilusión, y lo sabes de sobra- y un rato después te das cuenta de esos pitidos en el pecho que aumentan en lugar de mitigar, que los dedos meñiques se comienzan a arquear ligeramente y duelen si los fuerzas a estar en el que era su sitio, o que ya te cuesta subir determinada cantidad de escalones. Me había sorprendido varias veces discutiendo conmigo mismo ese asunto de que la duración del tiempo es menor según avanza la vida. Me decía que era algo inexplicable, rayando la superstición, recovecos del cerebro y su inconmensurabilidad; me respondía que seguramente había una explicación natural, muy elemental, que desconocía pero que habría de existir, sin dudas.
  Así que aquella mañana, de pie frente a la máquina de tabaco que no quería aceptar monedas de dos euros, tuve que detenerme a sacar la cuenta. Sólo ocho meses. Ella me vio, pero no giró la cabeza. Miró un par de veces de reojo y siguió agitando el cortado. Me resultó extraño verla allí. No encajaba con los pocos clientes del bar, no era, digamos, su sitio. Me hubiese encajado más en la cafetería que estaba al lado, con su mostrador repleto de pastas y bocadillos y panes de masa madre malteada, de multicereales con centeno, o con semillas de amapolas, centeno, soja, avena. El bar donde estaba lo llevaba un chino y era el tipo de sitio donde si alguien pedía un marie brizard, un anís, incluso un coñac, a las seis y media de la mañana, no se le miraba raro.
  Estaba… diferente. ¿Sabes esas personas que dejas de frecuentar durante años y cuando las vuelves a ver las reconoces, pero son sólo un ápice de aquellos quienes fueron, un vestigio? Ella era un vestigio de aquella otra persona con quien había convivido, un ápice de aquel cuerpo que yo había tocado, de aquel espíritu que llegué a comprender con suficiente precisión. No me refiero a que hubiese envejecido o que no fuera tan atractiva, de hecho, se veía muy bien a pesar de insistir en alisarse un pelo que, de natural, llevaba rizado y casaba mejor con su carácter. Imagina que pudieras coger un objeto cualquiera, descomponerlo a un nivel muy pequeño, subatómico y, una vez descompuesto, rehacerlo. Es posible que, si tuviéramos una tecnología capaz de hacerlo, el objeto volvería a tener la misma apariencia, pero no sería exactamente igual, sería otro objeto. Como en los productos de una cadena de montaje donde se usan la misma materia prima, los mismos accesorios, los mismos procedimientos y ninguno es exacto al otro. Si vas a una tienda cualquiera, verás que quienes se van a comprar, digamos, una cafetera, no cogen la primera de la fila sino que examinan al menos un par, las observan, palpan y se deciden por una. Esas personas no sabrían señalar una sola diferencia entre la cafetera que ha escogido y la que ha desechado, sin embargo saben que son diferentes.
  De un modo similar yo supe aquella mañana que ella era una persona diferente, que posiblemente, de una manera metafórica, la habían descompuesto y rehecho. ¿Quién lo habría hecho? ¿Alguna circunstancia fatal reciente, la recuperación de la seguridad en sí misma, una pena insondable, una alegría irreprimible, algo específico y tangible, o más bien espiritual, el encuentro con su Yo Superior, la revelación de las verdades del péndulo, u otro de esos asuntos en los que solía creer? ¿O sencillamente era una decisión, esa que cargan algunas personas cuando, por un motivo u otro, deciden que ya es suficiente con ser ellos mismos, quieren cambiar, renacer, ser una nueva persona?
  Sali del bar sin comprar mi tabaco. Pero me quedé cerca, en la parada de autobuses de enfrente, intentando pasar desapercibido. La vi terminar su café, pagar y hacerse sitio en una de las tragaperras. Al principio, pensé que echaría un par de monedas para probar suerte y seguiría su camino, pero no tardé en darme cuenta de que se lo tomaba un poco más en serio, que ponía esfuerzos, se contrariaba, hacía un hincapié que trascendía el mero pasatiempo. Estuvo una hora y media frente a la máquina, yo estuve el mismo tiempo dejando pasar autobuses. Encendió un cigarrillo al salir, miró a ambos lados de la acera como si estuviera decidiendo en aquel momento hacia donde iría y se alejó andando de prisa calle arriba.
  Esperé unos minutos y volví a entrar al bar. Le pedí un café con leche al camarero y le pregunta si la mujer que había estado en la tragaperras solía ir habitualmente por allí.
  -Todos los días. Siempre mucho tiempo en la máquina. Nunca ganar nada -me dijo el chino, y sonrió.
  No me gusta sentir lástima, lo considero agenciarse la superioridad, una superioridad falsa y contraproducente que nos hace creer que tenemos derecho a sentirnos mal por otra persona, a veces sin que seamos conscientes de que, posiblemente, en alguna circunstancia, esa persona pueda sentir lo mismo por ti aunque no te creas merecedor de ello. Pero mientras me bebía el café con leche aquella mañana, sentí una lástima tan amplia y confusa que me ahogó y estuvo muy cerca de hacerme brotar una lágrima. Sí, sentí lástima por ella, pero también sentí lástima por las cosas que yo le había hecho, y sentí lástima de mí mismo, y de las cosas que ella me había hecho, y lástima por la ocasión perdida, y por las  oportunidades olvidadas, y lástima por las nuevas personas que habían aparecido o aparecerían en nuestras vidas, la suya y la mía, porque no sabían de lo que éramos capaces ni serían conscientes nunca de la apariencia ingenua que suele tener la maldad.
  Salí en la misma dirección que había tomado ella. Nunca más la volví a ver.

Ventanas


           En aquellas madrugadas interminables cuando había demasiados asuntos y el sueño se entretenía con imposibles, y con una figura que paseaba por la calle, y con las sirenas que iban a encontrarse con aquel suceso del que no sabría nunca nada; sólo a veces, se acercaba hasta la ventana, encendía un cigarrillo y miraba aunque no pudiera ver (la ventana solía ser una pantalla oscura y vacía, una pared que separaba, igual que todos los detalles que habían cavado la trinchera entre los dos). En ocasiones creía verla, la imaginaba, intuía su olor al otro lado. Mirar a la ventana era un alivio, una incitación a seguir dando pasos mientras pudiera. Así que pisaba la colilla y regresaba a casa. Y dormía.

Primavera



        Tienes esos sueños de mierda, sueños mediocres, y plomizos, y distantes, insondables, imprecisos. Ningún sueño supera ésto (ahora, vives y mueres, mueres y vives, sucesivamente, hasta la depauperación). La mediocridad no es un criterio que provenga de los demás, es una condición vital, de la que sólo tú eres consciente, esa muerte, esa consciencia de ser la versión desabrida del yo, la inexactitud en aquel otro sueño, el de aquel veinteañero con hambre que leía a la luz de una vela. Eres capaz de creerte capaz de cualquier cosa, hasta ese momento cuando descubres tu cobardía más básica. Cuando no seas capaz de saber quién eres, es hora de parar y averiguarlo, dijiste una tarde a la sombra de una ceiba. Has llegado allí, gastado, como aquel adolescente que amaba y se consumía en el concepto, en la ubicación y explicación del sentimiento. Y eso basta, o debería. Ahonda. Siéntate en tu trono de papel hasta que la policía y los jueces y el carcelero vuelvan a tocar a tu puerta, en esa danza triste de la compostura. Escoge un bando, aunque sea el de los sin bandos. Termina las guerras que has comenzado. No vivas. O no mueras.

La niña de A. C.

        A. C. es escritor. Su ficha dice también que es psicólogo y periodista; que lleva toda su vida inmerso en el estudio de las tradiciones sobrenaturales de los aztecas e intentando juntar esta información, que para él debe ser certera, con la psicología standard o académica. Ha colaborado habitualmente con revistas esotéricas y científicas –aunque de todo debe haber por ahí, incluído revistas esoterico-científicas, imagino que en este caso se refieran a revistas esotéricas y revistas científicas, así, por separado- y ha publicado más de cincuenta libros. “Curar con las manos (guía práctica)”, por ejemplo, o: “Flores de Bah, una terapia de las emociones”, o: “Comprender y usar los sueños: respuestas clave y diccionario de interpretación”. Decir que sus libros se venden como churros sería quizás una exageración. Sin embargo, el cómputo de los beneficios de su trabajo le permite llevar una vida desahogada entre España y su natal México.

Hasta aquí lo que tengo que contar sobre A.C., hasta aquí estas referencias a las que nunca habría llegado de no ser por una noticia que recaló un día entre otros cables voceados en los medios noticiosos.

O quizás falte un último dato, A.C. tiene una hija. Una hija que nació en 1979, también en México, aunque la mayor parte de su vida la ha pasado en Europa donde adquirió la ciudadanía española. Cuando nació, su padre le debe haber regalado unos colgantes con las piedras más preciosas que se pudo permitir. Sin dudas fue una niña hermosa, dulce, el orgullo de sus padres, tan inteligente, tan pequeña, con tantas ganas de aprenderlo todo, desde comer correctamente un helado hasta manipular el tenedor, el cuchillo.

Ella no se hizo escritora ni psicóloga ni periodista y quizás para A.C. supuso una leve decepción, leve y superada cuando pensó en lo que el mismo pregonaba en sus escritos, cosas que incluían palabras como alma, recóndito, interior. Aventurándonos en más supuestos, diremos que quizás su padre  le enseñara a nombrar cosas, palabras que al crecer no podía recordar ni siquiera de manera vaga, pero que de niña repetía constantemente porque ella sabía que a él le hacía especial ilusión escucharlas: teotl, tlajtolli, toltekayotl, kauitl…

Ella no se hizo escritora ni psicóloga ni periodista. Más bien el último trabajo que se le conocía era en una heladería de su propiedad, esa donde días un día la policía encontró los cadáveres de dos hombres descuartizados y ocultos bajo cemento. De cómo terminó viviendo en Austria y abriendo allí una heladería –desde mi desconocimiento: no me parece el mejor de los sitio para abrir una heladaría- es algo que desconozco, que ni siquiera me interesa recrear.

La heladera, la hija de A.C., confesó los dos asesinatos. La detuvieron en la estación de trenes de Udine, en la región de Friuli Venezia Giulia, Italia. La policía italiana informó que aunque les habían reportado desde Austria que era una ciudadana española, en el pasaporte constaba México como lugar de nacimiento. Un policía dijo además, a través de su cuenta de twitter, que la reclusa pasa gran parte del tiempo repitiendo una letanía, algo así como: teotl, tlajtolli, toltekayotl, kauitl, machilistli, tlatsotsonalli, xochikuikatl, tokaitl...


Don DeLillo: Submundo

Traducido por Yomar Glez
Tomado de www.nytimes.com


Por Michiko Kakutani

Una década después de los sucesos del 11 de septiembre, vale la pena releer la excelente novela de Don de Lillo "Submundo" para apreciar cómo en ella el autor logra capturar la extrañeza surreal de la vida en la segunda mitad del siglo 20 y consigue a su vez anticipar el hundimiento de Estados Unidos en la ola del terror y en la exigencias propias del nuevo milenio.

La novela –la portada original llevaba una imagen de las Torres Gemelas rodeadas de niebla y amenazando una pequeña iglesia- se centra en los años de la guerra fría. Pero su retrato de la vida bajo la sombra de una bomba atómica -esa cosa "que han traído" al mundo y que "omnibula la mente"- es inmediatamente transpolable. Como hizo tan astutamente en las novelas anteriores, DeLillo describe una América esclava de la celebridad, la tecnología y los medios de comunicación, un país afectado por la paranoia y la confusión, un país en el que no hay límites para el poder del dinero, y "la violencia es más fácil ahora, está desarraigada, fuera de control, sin medida".

A pesar de que "Submundo" gira entorno a las experiencias de Nick Shay -un personaje que comparte la infancia en el Bronx y la educación católica del escritor-, desarrolla  un retrato panorámico de Estados Unidos a través de las vidas entrecruzadas de decenas de personajes, famosos y oscuros: aficionados al béisbol y fanáticos de las conspiraciones, buscavidas, timadores, empresarios, científicos y artistas. La novela se mueve desde las calles de Nueva York a los suburbios y al desierto de Nuevo México, saltando atrás y adelante e incluyendo un espacio temporal que abarca desde los años cincuenta hasta los noventa; de modo que logra sugerirnos cómo las vidas privadas y los sucesos públicos, lo personal y lo colectivo, pueden converger con fuerza explosiva.

Los lectores que se sientan intimidados por las más de 800 páginas de la novela, prueben al menos leer el prólogo: una impresionante pieza de aproximadamente 50 páginas donde se relata la experiencia de 35 000 personas viendo el famoso partido de béisbol del 3 de octubre de 1951, cuando los Gigantes vencieron a los Dodgers y ganaron el título de las Grandes Ligas -un juego que se celebró el mismo día en que la Unión Soviética detonaba su bomba atómica y que marcaba un nuevo giro letal de la guerra fría. Este prólogo es una valiente muestra de los poderes literarios de DeLillo y logra por sí sólo impulsar al lector hacia el resto de esta novela deslumbrante y clarividente.

Artículo original en inglés Aquí.

Richard Ford: Canadá

    Tengo un problema con Richard Ford: sigue siendo uno de mis tres o cuatro escritores contemporáneos favoritos. Compre Canadá el día nueve de marzo y el 12 ya lo había terminado. Uno de esos libros que uno querría que siguieran eternamente, seguir y seguir con la prosa segura y esa manera tan especial de contar grandes asuntos como si no pasara nada.
    Los personajes de Ford son gente normal, si es que la gente normal existe. Excepto en algunos relatos donde se puede encontrar algún profesor o escritor, podrían ser tus vecinos o alguien a quien conoces, con sus peculiaridades, brillos y pobrezas. La trilogía que incluye “El periodista deportivo”, “El día de la Independencia y “Acción de gracias”, está repleta de antihéroes y sus actos, y de infinitas y muy complejas relaciones familiares. “Incendios” y “Canadá” ahondan en esas relaciones familiares, se puede decir que son el centro argumental de las novelas, incluso más que en la trilogía.
    Canadá se divide en dos partes -realmente tres, pero la tercera tiene apenas 20 o treinta paginas y se las podía haber ahorrado-, la primera donde relata la vida familiar en   Great Falls, las ansias preadolescentes de Nick y su hermana melliza Berner, los hechos que llevan a Bev, padre de ambos, licenciado de la fuerza aérea, a pensar que atracar un banco puede llegar a ser una buena idea y a permitir que su esposa se enrolara en ello. (No tema, nada de esto es eso que ahora llaman spoiler, de hecho, el propio autor lo revela en la primera página y, además, eso no es lo importante.) La segunda parte, una vez separada la familia, narra las vicisitudes de Nick en una población canadiense adonde va a parar gracias a la planeada intervención de su madre. Nick crece de prisa y sabe que se enfrenta al mundo solo, con ayudas y traspiés, con traiciones y fidelidades, solo ante un mundo trastocado y ante sí mimo, transformado y fortalecido, fiel a unas pocas cosas y desinteresado por cuestiones que hasta hace muy poco parecían trascendentales e inviolables.
    Sin dudas Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon son considerados las grandes figuras de la narrativa estadounidense contemporánea -aunque yo sea más de los dos primeros. Si yo pudiera modificar ese canon, incluiría a Ford antes que a cualquiera de sus contemporáneos. 
    Y me quedaría muy a gusto.