Sí, soñaba con palabras, palabras hechas y derechas, de pelo en pubis, cada una con su pasado, sus orígenes, sus épocas boyantes o paupérrimas; un universo en sí mismas. Algunas daban para escribir una novela (si escribir novelas tuviera sentido): sobaco, melifluo, daguerrotipo, urticaria; otras para un relato, de los cortos: jarrón, manguera, orina, cicuta.
En ocasiones las palabras me perseguían, en grupos o en solitario, sin que eso condicionara la sensación de abatimiento. Otras veces eran parte de un paisaje: un banco, un árbol, la escultura de una rotonda. Si al menos hubiese soñado con números, pensaba a veces, quizás me habría sido útil para ganarme la lotería. No hay loterías de palabras. Los números tiene su propósito tangible y específico. No hay nada más contundente que una cifra. Hubo 27 muertos, nos cuesta 50 años llegar a adultos, se corrió 7 veces seguidas, aquella tarde cuando era el final de todas las cosas. Números. ¿Para qué sirve una palabra sino para crear confusión?
Durante unos meses soñé recurrentemente con la palabra “falsa farsa”. Sí, sé que en realidad son dos. Sin embargo, en mi sueño eran una. Soñaba que despertaba y había alguien junto a mí en la cama. La podía tocar, sentir su calor al tacto. Cuando uno sueña que despierta, pero sigue dormido, en realidad, es un recurso del cerebro para ensanchar la verosimilitud. Falsa-farsa, en alguna ocasión, se me insinuaba, ya sabes, se acercaba, aceleraba la respiración, olía a feromonas a la desbandada. Pero ya la examinaba sin aclararme cómo se podía follar con una palabra, cuál era el agujero correcto para cada cosa, dónde estaban los puntos erógenos en aquellos ángulos, en aquellas separaciones entre letras.
Definitivamente, tenía su encanto aquello de soñar con palabras. Aunque no fueran sueños que se pudieran compartir. Uno no puede ir por ahí contando que anoche, en un sueño, me quise follar una palabra que en realidad eran dos. Me pasa con la mayoría de las cosas. Habría que dar explicaciones y todo el mundo debería saber, a estas alturas, que no me gusta dar explicaciones de mi vida, ni de mis sueños.
Tenía su encanto aquello. Pero ya no sueño con palabras. Ni con nada.
Durante unos meses soñé recurrentemente con la palabra “falsa farsa”. Sí, sé que en realidad son dos. Sin embargo, en mi sueño eran una. Soñaba que despertaba y había alguien junto a mí en la cama. La podía tocar, sentir su calor al tacto. Cuando uno sueña que despierta, pero sigue dormido, en realidad, es un recurso del cerebro para ensanchar la verosimilitud. Falsa-farsa, en alguna ocasión, se me insinuaba, ya sabes, se acercaba, aceleraba la respiración, olía a feromonas a la desbandada. Pero ya la examinaba sin aclararme cómo se podía follar con una palabra, cuál era el agujero correcto para cada cosa, dónde estaban los puntos erógenos en aquellos ángulos, en aquellas separaciones entre letras.
Definitivamente, tenía su encanto aquello de soñar con palabras. Aunque no fueran sueños que se pudieran compartir. Uno no puede ir por ahí contando que anoche, en un sueño, me quise follar una palabra que en realidad eran dos. Me pasa con la mayoría de las cosas. Habría que dar explicaciones y todo el mundo debería saber, a estas alturas, que no me gusta dar explicaciones de mi vida, ni de mis sueños.
Tenía su encanto aquello. Pero ya no sueño con palabras. Ni con nada.
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