Lástima (una ficción)


     ¿Cuánto tiempo había pasado? Apenas unos ocho o nueve meses. Pero parecían años, muchos años.
  Me ocurría con frecuencia, últimamente. Hablar del tiempo. Pensar en el tiempo. Me estaba haciendo viejo. No dicho así, no como un proceso, sino que, de golpe, me estaba haciendo viejo. Un día te quieres comer el mundo, te ves invencible e inmortal -aunque sepas que es una ilusión, y lo sabes de sobra- y un rato después te das cuenta de esos pitidos en el pecho que aumentan en lugar de mitigar, que los dedos meñiques se comienzan a arquear ligeramente y duelen si los fuerzas a estar en el que era su sitio, o que ya te cuesta subir determinada cantidad de escalones. Me había sorprendido varias veces discutiendo conmigo mismo ese asunto de que la duración del tiempo es menor según avanza la vida. Me decía que era algo inexplicable, rayando la superstición, recovecos del cerebro y su inconmensurabilidad; me respondía que seguramente había una explicación natural, muy elemental, que desconocía pero que habría de existir, sin dudas.
  Así que aquella mañana, de pie frente a la máquina de tabaco que no quería aceptar monedas de dos euros, tuve que detenerme a sacar la cuenta. Sólo ocho meses. Ella me vio, pero no giró la cabeza. Miró un par de veces de reojo y siguió agitando el cortado. Me resultó extraño verla allí. No encajaba con los pocos clientes del bar, no era, digamos, su sitio. Me hubiese encajado más en la cafetería que estaba al lado, con su mostrador repleto de pastas y bocadillos y panes de masa madre malteada, de multicereales con centeno, o con semillas de amapolas, centeno, soja, avena. El bar donde estaba lo llevaba un chino y era el tipo de sitio donde si alguien pedía un marie brizard, un anís, incluso un coñac, a las seis y media de la mañana, no se le miraba raro.
  Estaba… diferente. ¿Sabes esas personas que dejas de frecuentar durante años y cuando las vuelves a ver las reconoces, pero son sólo un ápice de aquellos quienes fueron, un vestigio? Ella era un vestigio de aquella otra persona con quien había convivido, un ápice de aquel cuerpo que yo había tocado, de aquel espíritu que llegué a comprender con suficiente precisión. No me refiero a que hubiese envejecido o que no fuera tan atractiva, de hecho, se veía muy bien a pesar de insistir en alisarse un pelo que, de natural, llevaba rizado y casaba mejor con su carácter. Imagina que pudieras coger un objeto cualquiera, descomponerlo a un nivel muy pequeño, subatómico y, una vez descompuesto, rehacerlo. Es posible que, si tuviéramos una tecnología capaz de hacerlo, el objeto volvería a tener la misma apariencia, pero no sería exactamente igual, sería otro objeto. Como en los productos de una cadena de montaje donde se usan la misma materia prima, los mismos accesorios, los mismos procedimientos y ninguno es exacto al otro. Si vas a una tienda cualquiera, verás que quienes se van a comprar, digamos, una cafetera, no cogen la primera de la fila sino que examinan al menos un par, las observan, palpan y se deciden por una. Esas personas no sabrían señalar una sola diferencia entre la cafetera que ha escogido y la que ha desechado, sin embargo saben que son diferentes.
  De un modo similar yo supe aquella mañana que ella era una persona diferente, que posiblemente, de una manera metafórica, la habían descompuesto y rehecho. ¿Quién lo habría hecho? ¿Alguna circunstancia fatal reciente, la recuperación de la seguridad en sí misma, una pena insondable, una alegría irreprimible, algo específico y tangible, o más bien espiritual, el encuentro con su Yo Superior, la revelación de las verdades del péndulo, u otro de esos asuntos en los que solía creer? ¿O sencillamente era una decisión, esa que cargan algunas personas cuando, por un motivo u otro, deciden que ya es suficiente con ser ellos mismos, quieren cambiar, renacer, ser una nueva persona?
  Sali del bar sin comprar mi tabaco. Pero me quedé cerca, en la parada de autobuses de enfrente, intentando pasar desapercibido. La vi terminar su café, pagar y hacerse sitio en una de las tragaperras. Al principio, pensé que echaría un par de monedas para probar suerte y seguiría su camino, pero no tardé en darme cuenta de que se lo tomaba un poco más en serio, que ponía esfuerzos, se contrariaba, hacía un hincapié que trascendía el mero pasatiempo. Estuvo una hora y media frente a la máquina, yo estuve el mismo tiempo dejando pasar autobuses. Encendió un cigarrillo al salir, miró a ambos lados de la acera como si estuviera decidiendo en aquel momento hacia donde iría y se alejó andando de prisa calle arriba.
  Esperé unos minutos y volví a entrar al bar. Le pedí un café con leche al camarero y le pregunta si la mujer que había estado en la tragaperras solía ir habitualmente por allí.
  -Todos los días. Siempre mucho tiempo en la máquina. Nunca ganar nada -me dijo el chino, y sonrió.
  No me gusta sentir lástima, lo considero agenciarse la superioridad, una superioridad falsa y contraproducente que nos hace creer que tenemos derecho a sentirnos mal por otra persona, a veces sin que seamos conscientes de que, posiblemente, en alguna circunstancia, esa persona pueda sentir lo mismo por ti aunque no te creas merecedor de ello. Pero mientras me bebía el café con leche aquella mañana, sentí una lástima tan amplia y confusa que me ahogó y estuvo muy cerca de hacerme brotar una lágrima. Sí, sentí lástima por ella, pero también sentí lástima por las cosas que yo le había hecho, y sentí lástima de mí mismo, y de las cosas que ella me había hecho, y lástima por la ocasión perdida, y por las  oportunidades olvidadas, y lástima por las nuevas personas que habían aparecido o aparecerían en nuestras vidas, la suya y la mía, porque no sabían de lo que éramos capaces ni serían conscientes nunca de la apariencia ingenua que suele tener la maldad.
  Salí en la misma dirección que había tomado ella. Nunca más la volví a ver.

Ventanas


           En aquellas madrugadas interminables cuando había demasiados asuntos y el sueño se entretenía con imposibles, y con una figura que paseaba por la calle, y con las sirenas que iban a encontrarse con aquel suceso del que no sabría nunca nada; sólo a veces, se acercaba hasta la ventana, encendía un cigarrillo y miraba aunque no pudiera ver (la ventana solía ser una pantalla oscura y vacía, una pared que separaba, igual que todos los detalles que habían cavado la trinchera entre los dos). En ocasiones creía verla, la imaginaba, intuía su olor al otro lado. Mirar a la ventana era un alivio, una incitación a seguir dando pasos mientras pudiera. Así que pisaba la colilla y regresaba a casa. Y dormía.

Primavera



        Tienes esos sueños de mierda, sueños mediocres, y plomizos, y distantes, insondables, imprecisos. Ningún sueño supera ésto (ahora, vives y mueres, mueres y vives, sucesivamente, hasta la depauperación). La mediocridad no es un criterio que provenga de los demás, es una condición vital, de la que sólo tú eres consciente, esa muerte, esa consciencia de ser la versión desabrida del yo, la inexactitud en aquel otro sueño, el de aquel veinteañero con hambre que leía a la luz de una vela. Eres capaz de creerte capaz de cualquier cosa, hasta ese momento cuando descubres tu cobardía más básica. Cuando no seas capaz de saber quién eres, es hora de parar y averiguarlo, dijiste una tarde a la sombra de una ceiba. Has llegado allí, gastado, como aquel adolescente que amaba y se consumía en el concepto, en la ubicación y explicación del sentimiento. Y eso basta, o debería. Ahonda. Siéntate en tu trono de papel hasta que la policía y los jueces y el carcelero vuelvan a tocar a tu puerta, en esa danza triste de la compostura. Escoge un bando, aunque sea el de los sin bandos. Termina las guerras que has comenzado. No vivas. O no mueras.

La niña de A. C.

        A. C. es escritor. Su ficha dice también que es psicólogo y periodista; que lleva toda su vida inmerso en el estudio de las tradiciones sobrenaturales de los aztecas e intentando juntar esta información, que para él debe ser certera, con la psicología standard o académica. Ha colaborado habitualmente con revistas esotéricas y científicas –aunque de todo debe haber por ahí, incluído revistas esoterico-científicas, imagino que en este caso se refieran a revistas esotéricas y revistas científicas, así, por separado- y ha publicado más de cincuenta libros. “Curar con las manos (guía práctica)”, por ejemplo, o: “Flores de Bah, una terapia de las emociones”, o: “Comprender y usar los sueños: respuestas clave y diccionario de interpretación”. Decir que sus libros se venden como churros sería quizás una exageración. Sin embargo, el cómputo de los beneficios de su trabajo le permite llevar una vida desahogada entre España y su natal México.

Hasta aquí lo que tengo que contar sobre A.C., hasta aquí estas referencias a las que nunca habría llegado de no ser por una noticia que recaló un día entre otros cables voceados en los medios noticiosos.

O quizás falte un último dato, A.C. tiene una hija. Una hija que nació en 1979, también en México, aunque la mayor parte de su vida la ha pasado en Europa donde adquirió la ciudadanía española. Cuando nació, su padre le debe haber regalado unos colgantes con las piedras más preciosas que se pudo permitir. Sin dudas fue una niña hermosa, dulce, el orgullo de sus padres, tan inteligente, tan pequeña, con tantas ganas de aprenderlo todo, desde comer correctamente un helado hasta manipular el tenedor, el cuchillo.

Ella no se hizo escritora ni psicóloga ni periodista y quizás para A.C. supuso una leve decepción, leve y superada cuando pensó en lo que el mismo pregonaba en sus escritos, cosas que incluían palabras como alma, recóndito, interior. Aventurándonos en más supuestos, diremos que quizás su padre  le enseñara a nombrar cosas, palabras que al crecer no podía recordar ni siquiera de manera vaga, pero que de niña repetía constantemente porque ella sabía que a él le hacía especial ilusión escucharlas: teotl, tlajtolli, toltekayotl, kauitl…

Ella no se hizo escritora ni psicóloga ni periodista. Más bien el último trabajo que se le conocía era en una heladería de su propiedad, esa donde días un día la policía encontró los cadáveres de dos hombres descuartizados y ocultos bajo cemento. De cómo terminó viviendo en Austria y abriendo allí una heladería –desde mi desconocimiento: no me parece el mejor de los sitio para abrir una heladaría- es algo que desconozco, que ni siquiera me interesa recrear.

La heladera, la hija de A.C., confesó los dos asesinatos. La detuvieron en la estación de trenes de Udine, en la región de Friuli Venezia Giulia, Italia. La policía italiana informó que aunque les habían reportado desde Austria que era una ciudadana española, en el pasaporte constaba México como lugar de nacimiento. Un policía dijo además, a través de su cuenta de twitter, que la reclusa pasa gran parte del tiempo repitiendo una letanía, algo así como: teotl, tlajtolli, toltekayotl, kauitl, machilistli, tlatsotsonalli, xochikuikatl, tokaitl...


Don DeLillo: Submundo

Traducido por Yomar Glez
Tomado de www.nytimes.com


Por Michiko Kakutani

Una década después de los sucesos del 11 de septiembre, vale la pena releer la excelente novela de Don de Lillo "Submundo" para apreciar cómo en ella el autor logra capturar la extrañeza surreal de la vida en la segunda mitad del siglo 20 y consigue a su vez anticipar el hundimiento de Estados Unidos en la ola del terror y en la exigencias propias del nuevo milenio.

La novela –la portada original llevaba una imagen de las Torres Gemelas rodeadas de niebla y amenazando una pequeña iglesia- se centra en los años de la guerra fría. Pero su retrato de la vida bajo la sombra de una bomba atómica -esa cosa "que han traído" al mundo y que "omnibula la mente"- es inmediatamente transpolable. Como hizo tan astutamente en las novelas anteriores, DeLillo describe una América esclava de la celebridad, la tecnología y los medios de comunicación, un país afectado por la paranoia y la confusión, un país en el que no hay límites para el poder del dinero, y "la violencia es más fácil ahora, está desarraigada, fuera de control, sin medida".

A pesar de que "Submundo" gira entorno a las experiencias de Nick Shay -un personaje que comparte la infancia en el Bronx y la educación católica del escritor-, desarrolla  un retrato panorámico de Estados Unidos a través de las vidas entrecruzadas de decenas de personajes, famosos y oscuros: aficionados al béisbol y fanáticos de las conspiraciones, buscavidas, timadores, empresarios, científicos y artistas. La novela se mueve desde las calles de Nueva York a los suburbios y al desierto de Nuevo México, saltando atrás y adelante e incluyendo un espacio temporal que abarca desde los años cincuenta hasta los noventa; de modo que logra sugerirnos cómo las vidas privadas y los sucesos públicos, lo personal y lo colectivo, pueden converger con fuerza explosiva.

Los lectores que se sientan intimidados por las más de 800 páginas de la novela, prueben al menos leer el prólogo: una impresionante pieza de aproximadamente 50 páginas donde se relata la experiencia de 35 000 personas viendo el famoso partido de béisbol del 3 de octubre de 1951, cuando los Gigantes vencieron a los Dodgers y ganaron el título de las Grandes Ligas -un juego que se celebró el mismo día en que la Unión Soviética detonaba su bomba atómica y que marcaba un nuevo giro letal de la guerra fría. Este prólogo es una valiente muestra de los poderes literarios de DeLillo y logra por sí sólo impulsar al lector hacia el resto de esta novela deslumbrante y clarividente.

Artículo original en inglés Aquí.

Richard Ford: Canadá

    Tengo un problema con Richard Ford: sigue siendo uno de mis tres o cuatro escritores contemporáneos favoritos. Compre Canadá el día nueve de marzo y el 12 ya lo había terminado. Uno de esos libros que uno querría que siguieran eternamente, seguir y seguir con la prosa segura y esa manera tan especial de contar grandes asuntos como si no pasara nada.
    Los personajes de Ford son gente normal, si es que la gente normal existe. Excepto en algunos relatos donde se puede encontrar algún profesor o escritor, podrían ser tus vecinos o alguien a quien conoces, con sus peculiaridades, brillos y pobrezas. La trilogía que incluye “El periodista deportivo”, “El día de la Independencia y “Acción de gracias”, está repleta de antihéroes y sus actos, y de infinitas y muy complejas relaciones familiares. “Incendios” y “Canadá” ahondan en esas relaciones familiares, se puede decir que son el centro argumental de las novelas, incluso más que en la trilogía.
    Canadá se divide en dos partes -realmente tres, pero la tercera tiene apenas 20 o treinta paginas y se las podía haber ahorrado-, la primera donde relata la vida familiar en   Great Falls, las ansias preadolescentes de Nick y su hermana melliza Berner, los hechos que llevan a Bev, padre de ambos, licenciado de la fuerza aérea, a pensar que atracar un banco puede llegar a ser una buena idea y a permitir que su esposa se enrolara en ello. (No tema, nada de esto es eso que ahora llaman spoiler, de hecho, el propio autor lo revela en la primera página y, además, eso no es lo importante.) La segunda parte, una vez separada la familia, narra las vicisitudes de Nick en una población canadiense adonde va a parar gracias a la planeada intervención de su madre. Nick crece de prisa y sabe que se enfrenta al mundo solo, con ayudas y traspiés, con traiciones y fidelidades, solo ante un mundo trastocado y ante sí mimo, transformado y fortalecido, fiel a unas pocas cosas y desinteresado por cuestiones que hasta hace muy poco parecían trascendentales e inviolables.
    Sin dudas Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon son considerados las grandes figuras de la narrativa estadounidense contemporánea -aunque yo sea más de los dos primeros. Si yo pudiera modificar ese canon, incluiría a Ford antes que a cualquiera de sus contemporáneos. 
    Y me quedaría muy a gusto.

De eso se trata vivir

Después de muchos años, poco más de 15, para ser exactos, viviendo de cerca el trastorno de espectro autista, no he sido capaz de escribir muchas cosas sobre el tema. Apenas alguna vivencia intimista, como ésta, de hace ya unos años: 

         "Estaba tendido junto a su hijo, le acariciaba la cabeza suavemente mientras canturreaba un lullaby celta.  Desde que era un bebé le tarareaba aquella musiquilla inquietante y melancólica cuando lo hacía dormir. El hombre rondaba ya los 40 años, el niño apenas los seis.
Dejó de cantar, dejó de acariciarle la cabeza y descansó la palma de su mano en la frente del niño. Por un instante creyó que habría una manera, una posibilidad, una certeza. Cerró los ojos y lo pidió: algo así como que allí y entonces pudieran substituirse uno al otro  -quizás sea justo decir que la solicitud era menos comprensible que todo esto-, se le otorgaran a él las trabas que rondaban en la cabeza de su hijo, que lo liberaran de una vez, que los liberaran.
No ocurrió nada."

O como ésta: 

         "Le miró a los ojos y quiso poder estar dentro, entender aquel mundo regido fundamentalmente por la soledad.
No era la soledad ésa de estar solo, de que fuera una hora cualquiera, una hora precisa y grave, y tuviera la certeza de que no existía nadie ni nada más y quisiera acompañar aquella pregunta esperanzada y semicoral de Pink Floyd:
Is there anybody out there?
No, era apenas la soledad de no adivinar de que iba todo aquello, cuál era la ingeniosidad en; la soledad de no saber compartir el gesto ni la alegría ajenos. La de un mundo demasiado complejo (quiero decir simple y directo) dentro de un universo de sutilezas e intenciones arrevesadas.
Creyó que si lo conseguía, si lograba entrar, se toparía con una paz tan drástica y elemental, que subsistiría por siempre desarmado y cómplice."

O un último intento de expresarlo, indirectamente, en la ficción:

        "Con el paso de los días, comprendió que tenía que estarse quieto allí sentado, mirándome. A continuación le sacaba los calcetines, le masajeaba los pies y las piernas. Sonreía, entrecerraba los ojos, el placer más elemental y básico. Cenábamos y dormíamos, abrazados, yo succionando cada ápice de aquella profunda paz que emanaba; él, quizás, reconfortado con la tranquilidad que le otorgaba mi abrazo y la proximidad del sueño."

Y el hecho es que estas pocas frases colman mis necesidades de decir algo al respecto. Porque de aquello que vives tan profundo y tan dentro, por norma general, no necesitas decir mucho. Y de eso se trata vivir.


Apostar

  La mayoría de los asuntos que nos enturbian la existencia son resultado de la equidistancia. Existimos en el punto exacto entre el ser y el no ser. Vivimos sin compromisos, siendo sin ser. Impermeables. Inodoros e insaboros, por tanto. Creo que nos falta apostar por cosas. Jugarnos la comodidad por cosas. Morir por cosas.
He leído esta mañana en un artículo (basado en una tesis doctoral) del Psychology Today que una de cada 5 mujeres en una relación sentimental estable tiene, lo que en el artículo llaman, un backup boyfriend; o sea, una persona con la que mantienen una cierta relación a la que echar mano si la “primera” relación no fructifica o no se desarrolla según lo esperado. Es un ejemplo, hay otros muchos que no atañen a mujeres ni a las relaciones sentimentales. Pero, nos sirve de ejemplo en cuanto a tendencias. Y la tendencia es hacia la cobardía. En el caso que refleja el artículo el temor a que no vaya bien con la relación actual, motiva a ciertas personas a no apostar por ella y a pensar que no vale la pena hacerlo porque si no sale bien, ya hay un “novio de reemplazo”. Miedo y cobardía son una mala mezcla. Y los resultados no suelen ser buenos. Apostar por aquello en lo que creemos no suele asegurar la continuidad ni consecución, pero suele dar mejores resultados que la equidistancia.
Así que, mientras el planeta sigue girando, yo, como humano que soy, deseo que la gente apueste por cosas, por las que cada cual crea importante. O, ya que la “la gente” es un concepto demasiado impreciso y opaco, precisando un poco, desearía que aquellos más cercanos, quienes me quieren o a quienes quiero apuesten por cosas, se jueguen la vida y se satisfagan venciendo la cobardía de la equidistancia. Y yo, yo también quisiera ser capaz.
 
©Osbel Concepción

Votad a Vox

No he hablado mucho de mis filiaciones ideológicas. No existen. Hace tiempo que me proclamé incompetente ideológico. Las ideologías y las religiones son como esa mujer (o ese hombre, que no conozco, cuáles son tus apetencias sexuales) que te hace creer que existe para que te sientas mejor soñando con ella. La ideología es eso que ha inventado alguien para poner barreras entre la persona y su derecho a disentir; eso que sirve para separarnos entre facciones, como si no estuviéramos ya lo suficientemente separados.

Hace poco, habrás oído, un programa de televisión se propuso encontrar en el pueblo de Marinaleda a los votantes de Vox. Marinaleda, para quien no lo sepa, es un pueblo de la provincia de Sevilla donde se ha desarrollado un experimento seudocomunista. Vox, para quien no lo sepa, es un partido político de reciente creación, de extrema derecha, cercano a los postulados de otros partidos populistas de derecha europeos (Forza Italia, Frente Nacional en Francia, Partido de la Libertad en Austria). No sé por qué los realizadores del programa creyeron que eso era una buena idea. No sé, quizás no se dieron cuenta… O quizás lo hicieron sólo porque son hijo de putas.

No creo que Vox traiga nada bueno para España. Pero tampoco creo que Podemos traiga nada bueno. Y ya puestos, ni el PP, ni el PSOE, ni Batasuna, ni Esquerra Repúblicana… Los políticos son ese mal que tenemos que soportar. Si te gustan las citas, querido Diario, aquí tienes una de Ambrose Bierce: "Política, sustantivo. Una lucha de intereses disfrazada de competición de principios. El manejo de los asuntos públicos para el beneficio privado" (Politics, noun. A strife of interests masquerading as a contest of principles. The conduct of public affairs for private advantage). Le creería más a un político que me dijera que lo es para aumentar su capital, para crear contactos de los que beneficiarse, para saciar su ego, por su propio bien, en resumen; que a otro que nos haga creer que se hizo político por el bien común, para hacer un país mejor, para luchar contra las injusticias, etcétera.

De cualquier modo, si queréis votar, votad. A quién queráis. En libertad. Aunque otros os digan que esto está bien o está mal. Aunque os intenten señalar, aunque se ofendan. ¡Que se jodan! Nadie decide por ti. Ni en política, ni en ninguna otra cosa.

La libertad cada día es más escasa, y los políticos (y sus jaleantes huestes y los bienpensantes y los ofendiditos) se esfuerzan cada día por coartarla un poquito más. Por eso, defiendo que cada cual haga valer esa libertad de la mejor manera posible, lo mejor que pueda o le dejen. No sólo en cuanto a la política, pero también en ella. Así que: sed comunistas, liberales, nacionalistas, independistas, españolistas, sed de izquierada o de derecha, si es lo que os apetece. Sed libres y respetad la libertad de los demás. Votad. O no votéis. Quemad banderas. Dedid que los Borbones son una rémora o defendedlos. Sed libres. Defended vuestro derecho a serlo. 

© Yomar González

Los hombres que no mataban a las mujeres

  He estado pensando en si había alguna manera de calcular las personas con quienes he tenido algún trato más o menos cercano durante mi vida. Compañeros de colegio, de trabajo, amigos del barrio, maestros, tíos, primos... Y también me preguntaba si se podía calcular algún aproximado de cuántas de ellas son hombres. No puedo calcularlos, pero han sido muchos, algunos miles, por lo menos.
He conocido hombres mentirosos, manipuladores, ladrones, borrachos, adictos al juego, adictos a la cocaína, adictos al sexo; he conocido hombres cegados por la rabia, por el odio, por el desamor; he conocido hombres traicioneros, cobardes, patéticos; tontos, poco razonables, violentos, misóginos; incluso conocí hombres que habían asesinado a otros hombres.
Sin embargo, de todos ellos, jamás me encontré con uno que hubiese matado a una mujer.
Querido Diario, no. Los hombres no matan a las mujeres. Hay hombres que matan mujeres. Como hay hombres que matan hombres. Como hay mujeres que matan hombres. Como hay mujeres que matan mujeres. Sí, el sexo masculino tiende más a la violencia, responde más a los instintos básicos de esa especie animal que somos. Los hombres son menos inteligentes, razonan menos, son diferentes, a peor seguramente, que las mujeres, Pero, los hombres no matan a las mujeres. Hay hombres que descargan sus frustraciones de la peor manera. Hay hombres que van más allá de la cobardía. Hay hombres enfermos. Hay instituciones carcomidas por el buenismo. Hay leyes de mierda. Hay gente que vive en un mundo de rosas, donde la gente sonríe y te tiende la mano. Hay gente que cree que la cárcel es una escuela y no un castigo. Hay gente que dice "pero es un ser humano y tienes derechos...". Hay gente que llora cuando no hay remedio.
Las generalizaciones les van muy bien a los razonamientos simples, aúpan eslóganes, alientan causas, pero son irreales. Los curas no son pedófilos. La enfermeras no son putas. Los colombianos no son narcotraficantes. Los rusos no son alcohólicos. Los brasileños no juegan bien al fútbol. Los hombres no matan a las mujeres.
Y aunque lo sigan repitiendo, no es verdad.