De eso se trata vivir

Después de muchos años, poco más de 15, para ser exactos, viviendo de cerca el trastorno de espectro autista, no he sido capaz de escribir muchas cosas sobre el tema. Apenas alguna vivencia intimista, como ésta, de hace ya unos años: 

         "Estaba tendido junto a su hijo, le acariciaba la cabeza suavemente mientras canturreaba un lullaby celta.  Desde que era un bebé le tarareaba aquella musiquilla inquietante y melancólica cuando lo hacía dormir. El hombre rondaba ya los 40 años, el niño apenas los seis.
Dejó de cantar, dejó de acariciarle la cabeza y descansó la palma de su mano en la frente del niño. Por un instante creyó que habría una manera, una posibilidad, una certeza. Cerró los ojos y lo pidió: algo así como que allí y entonces pudieran substituirse uno al otro  -quizás sea justo decir que la solicitud era menos comprensible que todo esto-, se le otorgaran a él las trabas que rondaban en la cabeza de su hijo, que lo liberaran de una vez, que los liberaran.
No ocurrió nada."

O como ésta: 

         "Le miró a los ojos y quiso poder estar dentro, entender aquel mundo regido fundamentalmente por la soledad.
No era la soledad ésa de estar solo, de que fuera una hora cualquiera, una hora precisa y grave, y tuviera la certeza de que no existía nadie ni nada más y quisiera acompañar aquella pregunta esperanzada y semicoral de Pink Floyd:
Is there anybody out there?
No, era apenas la soledad de no adivinar de que iba todo aquello, cuál era la ingeniosidad en; la soledad de no saber compartir el gesto ni la alegría ajenos. La de un mundo demasiado complejo (quiero decir simple y directo) dentro de un universo de sutilezas e intenciones arrevesadas.
Creyó que si lo conseguía, si lograba entrar, se toparía con una paz tan drástica y elemental, que subsistiría por siempre desarmado y cómplice."

O un último intento de expresarlo, indirectamente, en la ficción:

        "Con el paso de los días, comprendió que tenía que estarse quieto allí sentado, mirándome. A continuación le sacaba los calcetines, le masajeaba los pies y las piernas. Sonreía, entrecerraba los ojos, el placer más elemental y básico. Cenábamos y dormíamos, abrazados, yo succionando cada ápice de aquella profunda paz que emanaba; él, quizás, reconfortado con la tranquilidad que le otorgaba mi abrazo y la proximidad del sueño."

Y el hecho es que estas pocas frases colman mis necesidades de decir algo al respecto. Porque de aquello que vives tan profundo y tan dentro, por norma general, no necesitas decir mucho. Y de eso se trata vivir.


Apostar

  La mayoría de los asuntos que nos enturbian la existencia son resultado de la equidistancia. Existimos en el punto exacto entre el ser y el no ser. Vivimos sin compromisos, siendo sin ser. Impermeables. Inodoros e insaboros, por tanto. Creo que nos falta apostar por cosas. Jugarnos la comodidad por cosas. Morir por cosas.
He leído esta mañana en un artículo (basado en una tesis doctoral) del Psychology Today que una de cada 5 mujeres en una relación sentimental estable tiene, lo que en el artículo llaman, un backup boyfriend; o sea, una persona con la que mantienen una cierta relación a la que echar mano si la “primera” relación no fructifica o no se desarrolla según lo esperado. Es un ejemplo, hay otros muchos que no atañen a mujeres ni a las relaciones sentimentales. Pero, nos sirve de ejemplo en cuanto a tendencias. Y la tendencia es hacia la cobardía. En el caso que refleja el artículo el temor a que no vaya bien con la relación actual, motiva a ciertas personas a no apostar por ella y a pensar que no vale la pena hacerlo porque si no sale bien, ya hay un “novio de reemplazo”. Miedo y cobardía son una mala mezcla. Y los resultados no suelen ser buenos. Apostar por aquello en lo que creemos no suele asegurar la continuidad ni consecución, pero suele dar mejores resultados que la equidistancia.
Así que, mientras el planeta sigue girando, yo, como humano que soy, deseo que la gente apueste por cosas, por las que cada cual crea importante. O, ya que la “la gente” es un concepto demasiado impreciso y opaco, precisando un poco, desearía que aquellos más cercanos, quienes me quieren o a quienes quiero apuesten por cosas, se jueguen la vida y se satisfagan venciendo la cobardía de la equidistancia. Y yo, yo también quisiera ser capaz.
 
©Osbel Concepción

Votad a Vox

No he hablado mucho de mis filiaciones ideológicas. No existen. Hace tiempo que me proclamé incompetente ideológico. Las ideologías y las religiones son como esa mujer (o ese hombre, que no conozco, cuáles son tus apetencias sexuales) que te hace creer que existe para que te sientas mejor soñando con ella. La ideología es eso que ha inventado alguien para poner barreras entre la persona y su derecho a disentir; eso que sirve para separarnos entre facciones, como si no estuviéramos ya lo suficientemente separados.

Hace poco, habrás oído, un programa de televisión se propuso encontrar en el pueblo de Marinaleda a los votantes de Vox. Marinaleda, para quien no lo sepa, es un pueblo de la provincia de Sevilla donde se ha desarrollado un experimento seudocomunista. Vox, para quien no lo sepa, es un partido político de reciente creación, de extrema derecha, cercano a los postulados de otros partidos populistas de derecha europeos (Forza Italia, Frente Nacional en Francia, Partido de la Libertad en Austria). No sé por qué los realizadores del programa creyeron que eso era una buena idea. No sé, quizás no se dieron cuenta… O quizás lo hicieron sólo porque son hijo de putas.

No creo que Vox traiga nada bueno para España. Pero tampoco creo que Podemos traiga nada bueno. Y ya puestos, ni el PP, ni el PSOE, ni Batasuna, ni Esquerra Repúblicana… Los políticos son ese mal que tenemos que soportar. Si te gustan las citas, querido Diario, aquí tienes una de Ambrose Bierce: "Política, sustantivo. Una lucha de intereses disfrazada de competición de principios. El manejo de los asuntos públicos para el beneficio privado" (Politics, noun. A strife of interests masquerading as a contest of principles. The conduct of public affairs for private advantage). Le creería más a un político que me dijera que lo es para aumentar su capital, para crear contactos de los que beneficiarse, para saciar su ego, por su propio bien, en resumen; que a otro que nos haga creer que se hizo político por el bien común, para hacer un país mejor, para luchar contra las injusticias, etcétera.

De cualquier modo, si queréis votar, votad. A quién queráis. En libertad. Aunque otros os digan que esto está bien o está mal. Aunque os intenten señalar, aunque se ofendan. ¡Que se jodan! Nadie decide por ti. Ni en política, ni en ninguna otra cosa.

La libertad cada día es más escasa, y los políticos (y sus jaleantes huestes y los bienpensantes y los ofendiditos) se esfuerzan cada día por coartarla un poquito más. Por eso, defiendo que cada cual haga valer esa libertad de la mejor manera posible, lo mejor que pueda o le dejen. No sólo en cuanto a la política, pero también en ella. Así que: sed comunistas, liberales, nacionalistas, independistas, españolistas, sed de izquierada o de derecha, si es lo que os apetece. Sed libres y respetad la libertad de los demás. Votad. O no votéis. Quemad banderas. Dedid que los Borbones son una rémora o defendedlos. Sed libres. Defended vuestro derecho a serlo. 

© Yomar González

Los hombres que no mataban a las mujeres

  He estado pensando en si había alguna manera de calcular las personas con quienes he tenido algún trato más o menos cercano durante mi vida. Compañeros de colegio, de trabajo, amigos del barrio, maestros, tíos, primos... Y también me preguntaba si se podía calcular algún aproximado de cuántas de ellas son hombres. No puedo calcularlos, pero han sido muchos, algunos miles, por lo menos.
He conocido hombres mentirosos, manipuladores, ladrones, borrachos, adictos al juego, adictos a la cocaína, adictos al sexo; he conocido hombres cegados por la rabia, por el odio, por el desamor; he conocido hombres traicioneros, cobardes, patéticos; tontos, poco razonables, violentos, misóginos; incluso conocí hombres que habían asesinado a otros hombres.
Sin embargo, de todos ellos, jamás me encontré con uno que hubiese matado a una mujer.
Querido Diario, no. Los hombres no matan a las mujeres. Hay hombres que matan mujeres. Como hay hombres que matan hombres. Como hay mujeres que matan hombres. Como hay mujeres que matan mujeres. Sí, el sexo masculino tiende más a la violencia, responde más a los instintos básicos de esa especie animal que somos. Los hombres son menos inteligentes, razonan menos, son diferentes, a peor seguramente, que las mujeres, Pero, los hombres no matan a las mujeres. Hay hombres que descargan sus frustraciones de la peor manera. Hay hombres que van más allá de la cobardía. Hay hombres enfermos. Hay instituciones carcomidas por el buenismo. Hay leyes de mierda. Hay gente que vive en un mundo de rosas, donde la gente sonríe y te tiende la mano. Hay gente que cree que la cárcel es una escuela y no un castigo. Hay gente que dice "pero es un ser humano y tienes derechos...". Hay gente que llora cuando no hay remedio.
Las generalizaciones les van muy bien a los razonamientos simples, aúpan eslóganes, alientan causas, pero son irreales. Los curas no son pedófilos. La enfermeras no son putas. Los colombianos no son narcotraficantes. Los rusos no son alcohólicos. Los brasileños no juegan bien al fútbol. Los hombres no matan a las mujeres.
Y aunque lo sigan repitiendo, no es verdad.



Fotos y ensaladas

   Una mujer caminaba a mi lado ayer. Sostenía una fiambrera en su regazo, acomodada entre las tetas y uno de sus brazos. Le sonó el teléfono y, cuando fue a buscarlo en el bolsillo de sus vaqueros, la fiambrera se le deslizó, cayó a la acera y el contenido se esparció. Me gustan las ensaladas, principalmente mirarlas, cuando han tenido el buen gusto de mezclar convenientemente la gama de colores vegetales, de tal modo que, aunque no te gusten las ensaladas, termines diciendo que es bonito. 

-Justo estaba pensando que tenía hambre -dijo la mujer. Por un momento creí que me lo decía a mí, pero no, no necesitaba ningún interlocutor, se lo había dicho a sí misma, o a la otra ella que le acompañaba, como a mí el otro yo, o a ti el otro tú.

Pensé que se pondría a llorar allí, en plena acera, a la vista de tanto extraño como pulula por estas ciudades del mundo. Se había puesto de rodillas ante la fiambrera ladeada, como si prepara para un rezo o adoración. Sólo estaba mirando con detenimiento su comida y, quizás, pensando de nuevo en su hambre de las 14:05.

Y entonces (tendría que haber puesto aquí “en un inesperado giro de los acontecimientos”, me encanta la frase, pero me reprimo y no, no la pongo), la mujer saca el móvil para hacer una foto. En unos segundos, su comida derramada estaría en Instagram y viajaría por ahí, a destinos insospechados, a personas que pensarían “pobre mujer”. O que se reirían de ella con ese exacto instinto de reírnos cuando alguien tropieza y se cae. Aunque se haya abierto la cabeza con el bordillo de la acera.

Y sí, me pareció fascinante, así que pensé hacerle una foto. Me preparé para ello. No tengo Instagram, pero oye, siempre nos quedará esto de Facebook. Y en eso estaba cuando me imaginé que detrás de mí habría otra persona a quien le podría parecer fascinante que a mí pareciera fascinante, y que se disponía a hacer una foto de mí haciéndole una foto a la mujer que le hacía una foto a su comida en la acera. Y ya, entonces, entré en caída libre e imaginé que a una cuarta persona le podría parecer igual de fascinante hacerle una foto a quien me hacía la foto mientras le hacía la foto a la mujer haciéndole una foto a su comida derramada. Pero no quedó ahí. E imaginé a una quinta persona, y a una sexta, a una séptima, and so on… Un infinito de fotos de personas que le hacían fotos a quienes hacían fotos… Porque, tengo que admitirlo, cuando mi cerebro entra en este tipo de cosas puede ser imparable.

Pero pude detenerlo a tiempo. Mi solución fue sencilla, definitivamente no haría foto, así que aquel patrón infinito se rompía allí mismo, guardando mi móvil. Y así pasó.

¿Y la mujer?

No sé, seguí mi camino. Antes de girar la esquina miré y seguía estando allí. O se había ido. Fue sólo un segundo. Además, ¿a quién le importa?

©Martina Dankova


Wild Wild Country: más allá de la secta

 A principios de la década de los ochenta del siglo pasado, el pueblo de Antelope, condado de Wasco, en el estado norteamericano de Oregón, se vio de pronto inundado por miles de personas vestidas de carmín. En una agreste finca de las inmediaciones, comenzaron a construir: casas, pabellones, infraestructura, servicios comunitarios, un lago, un aeropuerto... Lo que había sido el Rancho de Big Muddy, se convertía poco a poco en una nueva ciudad. 

Los hermanos Chapman y Maclain Way son los directores de la serie documental de Netflix Wild Wild Country, que nos narra la asombrosa historia de un líder espiritual y sus seguidores que se proponen construir una ciudad que les sirviera para realizarse de una manera diferente y, de paso, presentar un ejemplo de la posibilidad de acercamiento alternativo a la vida. 

Desde finales de los años sesenta, Bhagwan Shree Rajneesh (India, 1931-1990), también conocido como Osho, ya tenía seguidores conocidos como sannyasins. Por esas fechas, también, comenzó a expandir sus enseñanzas espirituales que intentaban ofrecer una nueva manera de acercarse a las tradiciones religiosas, el misticismo y la filosofía. En 1974, Bhagwan se trasladó a la ciudad de Pune, donde se estableció una fundación y un ashram o centro espiritual (Rajneeshpuram) desde donde daba sus discursos, escribía y se recibían a personas de todo el mundo que encontraban en sus ideas una manera de transformar sus propias vidas. A finales de esa década, las tensiones entre  el partido gobernante en la India y el movimiento espiritual de los sannyasins, dificultaban el desarrollo potencial que los líderes se proponían. De ese modo, se planteó la posibilidad de cambiar la ubicación geográfica de Rajneeshpuram, y el sitio escogido fueron las 25,993 hectáreas de un rancho en las cercanías de Antelope. 

Sin embargo, el argumento de Wild Wild Country va mucho más allá de los entresijos de una secta o culto religioso o club espiritual o lo que hayan sido los rajneeshees. Durante lo seis capítulos de la serie se nos muestra una amalgama de emociones y acciones humanas, sus motivaciones y consecuencias; un sorprendente relato sobre la intolerancia, el temor a lo desconocido, el temor, también a la pérdida de lo soñado, mezclado todo con lucha mediática, atentados bacteriológicos, intentos de asesinato, litigios, política, intrigas, lujo, alegría, felicidad, tristeza, amor... 

Wild Wild Country está disponible en Netflix.

Enfermera (una ficción)

    La chica estaba de espaldas a él, se contoneaba ligeramente como si sonara una canción en alguna parte o llevara una música necesaria siempre en su cabeza. Al otro lado había una pequeña ventana que daba a un patio interior y a través de ella se podían ver tuberías de agua reptando por una pared gris. La chica llevaba un vestido de tela fina y mientras se iba soltando la larga fila de botones él podía ver la silueta de su cuerpo contra la luz que entraba por la ventana. Tiró el vestido sobre la silla y se sentó junto a él, con una mano le acarició la nuca y con la otra la entrepierna.
–Hablemos –dijo él.
–Ya te dije que no quiero complicaciones. Te follo como tú quieras, el tiempo que quieras o puedas, me pagas y fin de la historia.
–Me dijiste que habías sido enfermera.
–Soy enfermera, y lo que tú quieras que sea. ¿Qué coño les pasa a los hombres con las enfermeras? ¿Por qué no se van a un jodido hospital en vez de buscarse a una puta que diga que es enfermera? No tengo ropa de enfermera, pero algo ya nos inventaremos…
–Espera, espera –por tercera vez le quitó la mano de la portañuela–. No quiero follar con nadie. Lo único que quiero es que hagas algo por mí, te pago y fin de la historia, como tú dices.
–No me compliques, de verdad, déjame seguir con lo mío, me va bien así.
–Déjame decirte, por lo menos…
–Ya, ya, ya. Esto sé que me va a complicar. ¿Por qué todas las historias raras me tienen que pasar a mí?
Se quitó la camisa. La venda que había puesto para taponar la sangre se había convertido en una masa viscosa que amenazaba con fundirse a la carne. Cuando la retiró de un tirón se le escapó una queja minúscula y ridícula; un chorrillo de sangre brotó, llegó hasta el codo y allí se detuvo.
–Mierda, mierda, mierda, mierda.
–Creo que tengo una bala por ahí. Sólo quiero que me la saques, me laves con agua y jabón, eches un poco de esto adentro y me pongas una venda. Muy sencillo. Y te doy cinco veces lo que me ibas a cobrar. Diez minutos.
Hasta que no terminaron ella no dijo nada más, siquiera una palabra, se limitó a asentir, mover sus manos y mantener siempre un rictus de asco y miedo. Él le pidió que se quitara también la ropa interior, así no manchaba nada. Fueron a la bañera, buscaron el mejor acomodo posible: primero esta pasta blanca, ponla en todo el hombro, es para que no me duela tanto; ponte los guantes, no tengas miedo, piensa que vas a cortar un pollo, la parte mala de un melocotón; corta un centímetro a cada lado del agujero, mete la pinza, muévela despacio hasta que creas que choca con algo duro, eso debe ser la bala; trata de cogerla con la pinza y sácala de una vez, fuerte, me va a doler, pero al menos será una vez; lávalo bien; si puedes fíjate que no queda nada adentro, escarba un poco con la pinza si hace falta; coge el bote y llénalo todo con eso; un par de gasas, la venda. Hasta que él no logró disimular el dolor y sonreír, ella no pareció estar tranquila. Lo llevó a la cama. Regresó a darse una ducha y regresó envuelta en una toalla.
–Las cosas que nos hacen hacer los hombres –dijo antes de darse cuenta de que el hombre se había dormido o desmayado–. Oye, ni se te ocurra morirte en mi casa. Esto es una mierda.
Se vistió y se entretuvo mirando en las cosas del hombre. En la billetera llevaba unos quinientos. Se los guardó. Había traído un bolso de gimnasio y uno de los que se usan para llevar un portátil. En el de gimnasio había algo de ropa.
Cuando el hombre se despertó, ella estaba sentada aún a su lado, en la silla.
–No estás muerto.
–No, parece que no.
–¿Cuánto?
–¿Qué?
–¿Cuánto dinero tienes aquí? –puso el bolso sobre sus piernas y lo entreabrió como para cerciorarse de que seguía estando allí, de que el hecho de que el hombre hubiera despertado no había hecho desaparecer todo.
–No lo he contado. ¿Por qué me has atado a la cama?
–¿Qué te parece?
–¿Por qué no te fuiste antes?
–No lo sé. Quería ver que estabas bien.
–Si me dejas así me voy a morir.
–Lo siento –dijo ella y se marchó sin que el hombre pusiera ningún otro reparo.


Eso de amarnos


"El rapto de Proserpina" (detalle), Gian Lorenzo Bernin

   El espíritu cristiano –y no sólo católico, por cierto-, esa quimera de occidente más bien falsa, mencionada y repetida, poco creíble, confluye con otras ideologías religiosas en un acercamiento casi despiadado al concepto del amor.

En lengua española al menos, la palabra amor tiene una connotación hiperbólica, algo así como  querer con exageración; además de acarrear más de una connotación sexual. De ese modo, una sentencia del tipo “amaros los unos a los otros” requiere, cuando menos, unos minutos de consideración.


"Va contra natura amar a todo el mundo indiscriminadamente", decían los guionistas de House en boca del doctor. Porque se sabe que amar a una única persona es extenuante, y cuando el amor se cura, uno se suele sentir liberado. No poseemos la energía suficiente para amar a, pongamos, todos los miembros de la familia. La extenuación de mantener esa intensidad de cariño nos mataría.

¿Cómo podemos, entonces, amar a todo el mundo, indiscriminadamente?

No podemos. No se puede amar a diez, cien, siete personas y conservar el juicio.

Sin embargo, sí es relativamente sencillo odiar a diez, cien, mil personas. El odio se nos ha presentado como una emoción mucho más sencilla y fiel.

El sentimiento gremial de la sociedad, el sentido de pertenencia a algún grupo es siempre en contraposición a otros: a otro equipo de fútbol, otra clase social, otra raza, otra ideología, otra estética, otro nivel cultural…

Si, por otra parte, con la frase la intención real fue –eh, que todo es posible-: “follaos los unos a los otros”, podemos considerarlo un predicamento masivamente secundado.

Y no es que involucionemos, flagelémonos lo mínimo, sino que la cosa siempre ha funcionado así. 

Al menos hoy está bien visto que la gente amague con aparentar que se quiere. Incluso parecemos dispuestos a hacer como que nos amamos unos a otros, que nos amamos con todo el odio del que somos capaces.

Puente de Westminster



     El 22 de marzo de 2017, alrededor de las 14:40 horas, un Hyundai i40 de color gris irrumpió en la acera sur del puente de Westminster y recorrió unos 200 metros sobre esa acera llevándose por delante a cualquier que estuviera por allí. El puente de Westminster, incluso en invierno, incluso con lluvia, está repleto de paseantes, de londinenses haciendo su vida diaria de un lado al otro del Támesis y, principalmente, de turistas que se acercan al Big Ben, a la Abadía de Westminster, al Parlamento, a los embarcaderos o, sencillamente, paseando, mirando las aguas amarillentas del río en su recorrido eterno hacia el mar. 
 
    Pero si eres un turista más, andas a la carrera para ver el cambio de guardia del Buckinham Palace, pasar a echar un vistazo al Museo de Historia Natural y, después, tomarte el metro para ver como es el ambiente en Candem Town; pasas por allí decenas de veces y no recuerdas aquello que viste en las noticias un año atrás, ni siquiera te resultan extraños los exagerados bolardos que han puesto en ambos extremos del puente, en ambas aceras. Miras arriba, quizás, que el Big Ben no se ve por las obras, que hermoso el London Eye de noche, con sus luces azules, hay un gaitero vestido con las ropas folclóricas irlandesas y, cerca del león, hay uno que canta Fast Car. 
 
    Sin embargo, en uno de esas idas y venidas, ves la placa del poema de Wordsworth, haces una mala foto rápida con el móvil y recuerdas todas aquellas cosas que pasaron. Porque los días sucesivos al atentado, además de las reiteradas frases de ánimo, de pena, de dolor, la gente, a través de la redes sociales, estuvo compartiendo también aquel poema de la placa en el puente. La poesía como manera de combatir la sinrazón. O, quizás, la sinrazón poética como manera de mitigar el dolor. Y, creo, que no son cosas que suelen pasar ya. Aunque pasen. 


Composed upon Westminster Bridge, September 3, 1802
Earth has not anything to show more fair:
Dull would he be of soul who could pass by
A sight so touching in its majesty:
This City now doth, like a garment, wear
The beauty of the morning; silent, bare,
Ships, towers, domes, theatres, and temples lie
Open unto the fields, and to the sky;
All bright and glittering in the smokeless air.
Never did sun more beautifully steep
In his first splendour, valley, rock, or hill;
Ne'er saw I, never felt, a calm so deep!
The river glideth at his own sweet will:
Dear God! the very houses seem asleep;
And all that mighty heart is lying still!

Sobre el puente de Westminster
Nada puede mostrarnos la tierra más hermoso:
Torpe de alma seria quien por aquí pasara
Y ante esa majestad absorto no quedara.
Lleva ahora la ciudad el traje esplendoroso

De la hora matutina, y bajo el cielo añil,
Los barcos, torres, cúpulas, teatros, templos, puentes,
Reposan en la tierra, lustrosos, refulgentes…
Todo brilla en el aire purísimo y sutil.
Jamás aún hizo el sol tan grande la belleza
De valles y montañas, del alba al despertar,
Jamás logré sentir tan dulce sensación,
Corre el argénteo río con rítmica pereza;
Las casas aún cerradas parecen dormitar,
Y en el silencio late su inmenso corazón.
(Trad. Fernando Maristany, 1918)


 

Nada de lo anterior

    Mi bisabuelo -a quien conocí apenas, a quien llamaban Pancho el burro, Pancho el isleño, Pancho el hijoeputa, etc.-, me contaron en su día, se sentaba a comer sin lavarse las manos, con el olor de la tierra roja aún en las manos. Mi bisabuela -a quien llamábamos Mamá, todos; a quien íbamos cada año a cantarle feliz cumpleaños, por la noche, a bordo de un camión que apenas podía subir las exiguas cuestas de la Sierra de los Órganos- se quedó ciega con cincuentaitantos años y nunca supieron por qué, ni siquiera se hicieron muchas preguntas, eran cosas que pasaban. Mi abuelo se fugó con mi abuela de casa de Pancho el hijoeputa, usando como medio de transporte una yegua medio enana, la misma que usaba para ir de casa en casa a cortar el pelo de los guajiros, de pueblo en pueblo para tocar el güiro en una orquestica que amenizaba bodas, bautizos y comuniones. En casa de mis otros abuelos, sopa y boniato eran un banquete. 

Tuve quince tíos, cuarenta primos. Algunos han muerto, otros siguen vivos. A unos y a otros no los veo hace ya demasiados años. 

Cuando tenía 14 años, mi madre trabajaba de criada -sirvienta o como sea mejor decirlo-, después fue maestra, muchos años. Mi padre trabajó en el campo con su abuelo y criaba palomas. Un día se hartó y se fue a la ciudad a trabajar en una perrera. Se hizo albañil, capataz, técnico en obras industriales. Cuando le dio el infarto que terminaría con su vida, estaba trabajando, levantando paredes, que era lo que mejor sabía hacer.

Tengo un primo que es como mi hermano, crecimos juntos, nos peleamos de cuando en vez, entre nosotros y contra otros, juntos, nos emborrachamos demasiadas veces, juntos. Tengo un hermano que no sabe que le quiero, o sí lo sabe o lo intuye. Tengo otro hermano que nació el mismo año que yo, nos hemos visto crecer, hacernos adultos, nos hemos soportado, nos hemos observado tranquilamente en momentos muy jodidos y en momentos mejores, nos hemos dicho, o quizás sugerido algún consejo: aprieta el culo y dale a los pedales. Y no hay consejo mejor. 

Cuando tenía once años, fui a buscarle a mi abuela un paquete de tabacos. Iba en mi bici con ruedas de 20 pulgadas. Me detuve un momento porque había una pelea. Vi como a un hombre le levantaban media cabeza con un machete. En una pelea tumultuaria vi a Alicia -una negra que tenía dos hijas preciosas, y una tercera no tan hermosa, pero que fue algo así como una novia-, tirarse encima una cazuela llena de alcohol encendido. El plan, presupongo, era usarlo como arma contra los adversarios, pero un traspiés o algo, la hizo tambalear y quemarse viva. Murió. En el instituto, Jose le corto el brazo a otro chico. Yo estaba por allí y me pidieron que recogiera el brazo. No pude. Fui testigo de una violación y no hice nada para impedirlo. Y G., la chica de la que estaba enamorado -ella a su vez estaba enamorada de un profesor del instituto-, me preguntó una vez por qué le había hecho algo que no le había hecho. Etcétera. Etcétera quiere decir que he visto, escuchado, vivido otras muchas cosas que me han ayudado a ser la persona que soy. Lo que sea que signifique "la persona que soy".

He sentido el cariño de los amigos, el amor de la familia y la soledad más absoluta. He dado un paso tras otro tras otro tras otros, hasta llegar aquí. Lo que sea que signifique "aquí". He hecho daño. Me han hecho daño. He sobrevivido, hasta hoy, de la mejor manera posible. Me ha sido útil haberme creado unas cuantas reglas elementales y ceñirme a ellas de la mejor manera posible. Reglas básicas, antiguas, del campo. 

Soy un tipo del campo, un guajiro con suerte que ha andado de aquí para allá demasiado tiempo. Y, como tío sencillo y directo, lo único que deseo es estar en paz conmigo mismo cuando me miro al espejo, saber a quienes quiero, quienes me quieren y abrazarlos de cuando en vez, una tarde cualquiera, sabiendo que no hay más fidelidad ni entereza ni confianza ni sueños ni futuros, que ese abrazo.

Nada de lo anterior soy yo. Todo lo anterior es parte de mí.