Enfermera (una ficción)

    La chica estaba de espaldas a él, se contoneaba ligeramente como si sonara una canción en alguna parte o llevara una música necesaria siempre en su cabeza. Al otro lado había una pequeña ventana que daba a un patio interior y a través de ella se podían ver tuberías de agua reptando por una pared gris. La chica llevaba un vestido de tela fina y mientras se iba soltando la larga fila de botones él podía ver la silueta de su cuerpo contra la luz que entraba por la ventana. Tiró el vestido sobre la silla y se sentó junto a él, con una mano le acarició la nuca y con la otra la entrepierna.
–Hablemos –dijo él.
–Ya te dije que no quiero complicaciones. Te follo como tú quieras, el tiempo que quieras o puedas, me pagas y fin de la historia.
–Me dijiste que habías sido enfermera.
–Soy enfermera, y lo que tú quieras que sea. ¿Qué coño les pasa a los hombres con las enfermeras? ¿Por qué no se van a un jodido hospital en vez de buscarse a una puta que diga que es enfermera? No tengo ropa de enfermera, pero algo ya nos inventaremos…
–Espera, espera –por tercera vez le quitó la mano de la portañuela–. No quiero follar con nadie. Lo único que quiero es que hagas algo por mí, te pago y fin de la historia, como tú dices.
–No me compliques, de verdad, déjame seguir con lo mío, me va bien así.
–Déjame decirte, por lo menos…
–Ya, ya, ya. Esto sé que me va a complicar. ¿Por qué todas las historias raras me tienen que pasar a mí?
Se quitó la camisa. La venda que había puesto para taponar la sangre se había convertido en una masa viscosa que amenazaba con fundirse a la carne. Cuando la retiró de un tirón se le escapó una queja minúscula y ridícula; un chorrillo de sangre brotó, llegó hasta el codo y allí se detuvo.
–Mierda, mierda, mierda, mierda.
–Creo que tengo una bala por ahí. Sólo quiero que me la saques, me laves con agua y jabón, eches un poco de esto adentro y me pongas una venda. Muy sencillo. Y te doy cinco veces lo que me ibas a cobrar. Diez minutos.
Hasta que no terminaron ella no dijo nada más, siquiera una palabra, se limitó a asentir, mover sus manos y mantener siempre un rictus de asco y miedo. Él le pidió que se quitara también la ropa interior, así no manchaba nada. Fueron a la bañera, buscaron el mejor acomodo posible: primero esta pasta blanca, ponla en todo el hombro, es para que no me duela tanto; ponte los guantes, no tengas miedo, piensa que vas a cortar un pollo, la parte mala de un melocotón; corta un centímetro a cada lado del agujero, mete la pinza, muévela despacio hasta que creas que choca con algo duro, eso debe ser la bala; trata de cogerla con la pinza y sácala de una vez, fuerte, me va a doler, pero al menos será una vez; lávalo bien; si puedes fíjate que no queda nada adentro, escarba un poco con la pinza si hace falta; coge el bote y llénalo todo con eso; un par de gasas, la venda. Hasta que él no logró disimular el dolor y sonreír, ella no pareció estar tranquila. Lo llevó a la cama. Regresó a darse una ducha y regresó envuelta en una toalla.
–Las cosas que nos hacen hacer los hombres –dijo antes de darse cuenta de que el hombre se había dormido o desmayado–. Oye, ni se te ocurra morirte en mi casa. Esto es una mierda.
Se vistió y se entretuvo mirando en las cosas del hombre. En la billetera llevaba unos quinientos. Se los guardó. Había traído un bolso de gimnasio y uno de los que se usan para llevar un portátil. En el de gimnasio había algo de ropa.
Cuando el hombre se despertó, ella estaba sentada aún a su lado, en la silla.
–No estás muerto.
–No, parece que no.
–¿Cuánto?
–¿Qué?
–¿Cuánto dinero tienes aquí? –puso el bolso sobre sus piernas y lo entreabrió como para cerciorarse de que seguía estando allí, de que el hecho de que el hombre hubiera despertado no había hecho desaparecer todo.
–No lo he contado. ¿Por qué me has atado a la cama?
–¿Qué te parece?
–¿Por qué no te fuiste antes?
–No lo sé. Quería ver que estabas bien.
–Si me dejas así me voy a morir.
–Lo siento –dijo ella y se marchó sin que el hombre pusiera ningún otro reparo.


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