Los hombres que no mataban a las mujeres

  He estado pensando en si había alguna manera de calcular las personas con quienes he tenido algún trato más o menos cercano durante mi vida. Compañeros de colegio, de trabajo, amigos del barrio, maestros, tíos, primos... Y también me preguntaba si se podía calcular algún aproximado de cuántas de ellas son hombres. No puedo calcularlos, pero han sido muchos, algunos miles, por lo menos.
He conocido hombres mentirosos, manipuladores, ladrones, borrachos, adictos al juego, adictos a la cocaína, adictos al sexo; he conocido hombres cegados por la rabia, por el odio, por el desamor; he conocido hombres traicioneros, cobardes, patéticos; tontos, poco razonables, violentos, misóginos; incluso conocí hombres que habían asesinado a otros hombres.
Sin embargo, de todos ellos, jamás me encontré con uno que hubiese matado a una mujer.
Querido Diario, no. Los hombres no matan a las mujeres. Hay hombres que matan mujeres. Como hay hombres que matan hombres. Como hay mujeres que matan hombres. Como hay mujeres que matan mujeres. Sí, el sexo masculino tiende más a la violencia, responde más a los instintos básicos de esa especie animal que somos. Los hombres son menos inteligentes, razonan menos, son diferentes, a peor seguramente, que las mujeres, Pero, los hombres no matan a las mujeres. Hay hombres que descargan sus frustraciones de la peor manera. Hay hombres que van más allá de la cobardía. Hay hombres enfermos. Hay instituciones carcomidas por el buenismo. Hay leyes de mierda. Hay gente que vive en un mundo de rosas, donde la gente sonríe y te tiende la mano. Hay gente que cree que la cárcel es una escuela y no un castigo. Hay gente que dice "pero es un ser humano y tienes derechos...". Hay gente que llora cuando no hay remedio.
Las generalizaciones les van muy bien a los razonamientos simples, aúpan eslóganes, alientan causas, pero son irreales. Los curas no son pedófilos. La enfermeras no son putas. Los colombianos no son narcotraficantes. Los rusos no son alcohólicos. Los brasileños no juegan bien al fútbol. Los hombres no matan a las mujeres.
Y aunque lo sigan repitiendo, no es verdad.



Fotos y ensaladas

   Una mujer caminaba a mi lado ayer. Sostenía una fiambrera en su regazo, acomodada entre las tetas y uno de sus brazos. Le sonó el teléfono y, cuando fue a buscarlo en el bolsillo de sus vaqueros, la fiambrera se le deslizó, cayó a la acera y el contenido se esparció. Me gustan las ensaladas, principalmente mirarlas, cuando han tenido el buen gusto de mezclar convenientemente la gama de colores vegetales, de tal modo que, aunque no te gusten las ensaladas, termines diciendo que es bonito. 

-Justo estaba pensando que tenía hambre -dijo la mujer. Por un momento creí que me lo decía a mí, pero no, no necesitaba ningún interlocutor, se lo había dicho a sí misma, o a la otra ella que le acompañaba, como a mí el otro yo, o a ti el otro tú.

Pensé que se pondría a llorar allí, en plena acera, a la vista de tanto extraño como pulula por estas ciudades del mundo. Se había puesto de rodillas ante la fiambrera ladeada, como si prepara para un rezo o adoración. Sólo estaba mirando con detenimiento su comida y, quizás, pensando de nuevo en su hambre de las 14:05.

Y entonces (tendría que haber puesto aquí “en un inesperado giro de los acontecimientos”, me encanta la frase, pero me reprimo y no, no la pongo), la mujer saca el móvil para hacer una foto. En unos segundos, su comida derramada estaría en Instagram y viajaría por ahí, a destinos insospechados, a personas que pensarían “pobre mujer”. O que se reirían de ella con ese exacto instinto de reírnos cuando alguien tropieza y se cae. Aunque se haya abierto la cabeza con el bordillo de la acera.

Y sí, me pareció fascinante, así que pensé hacerle una foto. Me preparé para ello. No tengo Instagram, pero oye, siempre nos quedará esto de Facebook. Y en eso estaba cuando me imaginé que detrás de mí habría otra persona a quien le podría parecer fascinante que a mí pareciera fascinante, y que se disponía a hacer una foto de mí haciéndole una foto a la mujer que le hacía una foto a su comida en la acera. Y ya, entonces, entré en caída libre e imaginé que a una cuarta persona le podría parecer igual de fascinante hacerle una foto a quien me hacía la foto mientras le hacía la foto a la mujer haciéndole una foto a su comida derramada. Pero no quedó ahí. E imaginé a una quinta persona, y a una sexta, a una séptima, and so on… Un infinito de fotos de personas que le hacían fotos a quienes hacían fotos… Porque, tengo que admitirlo, cuando mi cerebro entra en este tipo de cosas puede ser imparable.

Pero pude detenerlo a tiempo. Mi solución fue sencilla, definitivamente no haría foto, así que aquel patrón infinito se rompía allí mismo, guardando mi móvil. Y así pasó.

¿Y la mujer?

No sé, seguí mi camino. Antes de girar la esquina miré y seguía estando allí. O se había ido. Fue sólo un segundo. Además, ¿a quién le importa?

©Martina Dankova


Wild Wild Country: más allá de la secta

 A principios de la década de los ochenta del siglo pasado, el pueblo de Antelope, condado de Wasco, en el estado norteamericano de Oregón, se vio de pronto inundado por miles de personas vestidas de carmín. En una agreste finca de las inmediaciones, comenzaron a construir: casas, pabellones, infraestructura, servicios comunitarios, un lago, un aeropuerto... Lo que había sido el Rancho de Big Muddy, se convertía poco a poco en una nueva ciudad. 

Los hermanos Chapman y Maclain Way son los directores de la serie documental de Netflix Wild Wild Country, que nos narra la asombrosa historia de un líder espiritual y sus seguidores que se proponen construir una ciudad que les sirviera para realizarse de una manera diferente y, de paso, presentar un ejemplo de la posibilidad de acercamiento alternativo a la vida. 

Desde finales de los años sesenta, Bhagwan Shree Rajneesh (India, 1931-1990), también conocido como Osho, ya tenía seguidores conocidos como sannyasins. Por esas fechas, también, comenzó a expandir sus enseñanzas espirituales que intentaban ofrecer una nueva manera de acercarse a las tradiciones religiosas, el misticismo y la filosofía. En 1974, Bhagwan se trasladó a la ciudad de Pune, donde se estableció una fundación y un ashram o centro espiritual (Rajneeshpuram) desde donde daba sus discursos, escribía y se recibían a personas de todo el mundo que encontraban en sus ideas una manera de transformar sus propias vidas. A finales de esa década, las tensiones entre  el partido gobernante en la India y el movimiento espiritual de los sannyasins, dificultaban el desarrollo potencial que los líderes se proponían. De ese modo, se planteó la posibilidad de cambiar la ubicación geográfica de Rajneeshpuram, y el sitio escogido fueron las 25,993 hectáreas de un rancho en las cercanías de Antelope. 

Sin embargo, el argumento de Wild Wild Country va mucho más allá de los entresijos de una secta o culto religioso o club espiritual o lo que hayan sido los rajneeshees. Durante lo seis capítulos de la serie se nos muestra una amalgama de emociones y acciones humanas, sus motivaciones y consecuencias; un sorprendente relato sobre la intolerancia, el temor a lo desconocido, el temor, también a la pérdida de lo soñado, mezclado todo con lucha mediática, atentados bacteriológicos, intentos de asesinato, litigios, política, intrigas, lujo, alegría, felicidad, tristeza, amor... 

Wild Wild Country está disponible en Netflix.

Enfermera (una ficción)

    La chica estaba de espaldas a él, se contoneaba ligeramente como si sonara una canción en alguna parte o llevara una música necesaria siempre en su cabeza. Al otro lado había una pequeña ventana que daba a un patio interior y a través de ella se podían ver tuberías de agua reptando por una pared gris. La chica llevaba un vestido de tela fina y mientras se iba soltando la larga fila de botones él podía ver la silueta de su cuerpo contra la luz que entraba por la ventana. Tiró el vestido sobre la silla y se sentó junto a él, con una mano le acarició la nuca y con la otra la entrepierna.
–Hablemos –dijo él.
–Ya te dije que no quiero complicaciones. Te follo como tú quieras, el tiempo que quieras o puedas, me pagas y fin de la historia.
–Me dijiste que habías sido enfermera.
–Soy enfermera, y lo que tú quieras que sea. ¿Qué coño les pasa a los hombres con las enfermeras? ¿Por qué no se van a un jodido hospital en vez de buscarse a una puta que diga que es enfermera? No tengo ropa de enfermera, pero algo ya nos inventaremos…
–Espera, espera –por tercera vez le quitó la mano de la portañuela–. No quiero follar con nadie. Lo único que quiero es que hagas algo por mí, te pago y fin de la historia, como tú dices.
–No me compliques, de verdad, déjame seguir con lo mío, me va bien así.
–Déjame decirte, por lo menos…
–Ya, ya, ya. Esto sé que me va a complicar. ¿Por qué todas las historias raras me tienen que pasar a mí?
Se quitó la camisa. La venda que había puesto para taponar la sangre se había convertido en una masa viscosa que amenazaba con fundirse a la carne. Cuando la retiró de un tirón se le escapó una queja minúscula y ridícula; un chorrillo de sangre brotó, llegó hasta el codo y allí se detuvo.
–Mierda, mierda, mierda, mierda.
–Creo que tengo una bala por ahí. Sólo quiero que me la saques, me laves con agua y jabón, eches un poco de esto adentro y me pongas una venda. Muy sencillo. Y te doy cinco veces lo que me ibas a cobrar. Diez minutos.
Hasta que no terminaron ella no dijo nada más, siquiera una palabra, se limitó a asentir, mover sus manos y mantener siempre un rictus de asco y miedo. Él le pidió que se quitara también la ropa interior, así no manchaba nada. Fueron a la bañera, buscaron el mejor acomodo posible: primero esta pasta blanca, ponla en todo el hombro, es para que no me duela tanto; ponte los guantes, no tengas miedo, piensa que vas a cortar un pollo, la parte mala de un melocotón; corta un centímetro a cada lado del agujero, mete la pinza, muévela despacio hasta que creas que choca con algo duro, eso debe ser la bala; trata de cogerla con la pinza y sácala de una vez, fuerte, me va a doler, pero al menos será una vez; lávalo bien; si puedes fíjate que no queda nada adentro, escarba un poco con la pinza si hace falta; coge el bote y llénalo todo con eso; un par de gasas, la venda. Hasta que él no logró disimular el dolor y sonreír, ella no pareció estar tranquila. Lo llevó a la cama. Regresó a darse una ducha y regresó envuelta en una toalla.
–Las cosas que nos hacen hacer los hombres –dijo antes de darse cuenta de que el hombre se había dormido o desmayado–. Oye, ni se te ocurra morirte en mi casa. Esto es una mierda.
Se vistió y se entretuvo mirando en las cosas del hombre. En la billetera llevaba unos quinientos. Se los guardó. Había traído un bolso de gimnasio y uno de los que se usan para llevar un portátil. En el de gimnasio había algo de ropa.
Cuando el hombre se despertó, ella estaba sentada aún a su lado, en la silla.
–No estás muerto.
–No, parece que no.
–¿Cuánto?
–¿Qué?
–¿Cuánto dinero tienes aquí? –puso el bolso sobre sus piernas y lo entreabrió como para cerciorarse de que seguía estando allí, de que el hecho de que el hombre hubiera despertado no había hecho desaparecer todo.
–No lo he contado. ¿Por qué me has atado a la cama?
–¿Qué te parece?
–¿Por qué no te fuiste antes?
–No lo sé. Quería ver que estabas bien.
–Si me dejas así me voy a morir.
–Lo siento –dijo ella y se marchó sin que el hombre pusiera ningún otro reparo.


Eso de amarnos


"El rapto de Proserpina" (detalle), Gian Lorenzo Bernin

   El espíritu cristiano –y no sólo católico, por cierto-, esa quimera de occidente más bien falsa, mencionada y repetida, poco creíble, confluye con otras ideologías religiosas en un acercamiento casi despiadado al concepto del amor.

En lengua española al menos, la palabra amor tiene una connotación hiperbólica, algo así como  querer con exageración; además de acarrear más de una connotación sexual. De ese modo, una sentencia del tipo “amaros los unos a los otros” requiere, cuando menos, unos minutos de consideración.


"Va contra natura amar a todo el mundo indiscriminadamente", decían los guionistas de House en boca del doctor. Porque se sabe que amar a una única persona es extenuante, y cuando el amor se cura, uno se suele sentir liberado. No poseemos la energía suficiente para amar a, pongamos, todos los miembros de la familia. La extenuación de mantener esa intensidad de cariño nos mataría.

¿Cómo podemos, entonces, amar a todo el mundo, indiscriminadamente?

No podemos. No se puede amar a diez, cien, siete personas y conservar el juicio.

Sin embargo, sí es relativamente sencillo odiar a diez, cien, mil personas. El odio se nos ha presentado como una emoción mucho más sencilla y fiel.

El sentimiento gremial de la sociedad, el sentido de pertenencia a algún grupo es siempre en contraposición a otros: a otro equipo de fútbol, otra clase social, otra raza, otra ideología, otra estética, otro nivel cultural…

Si, por otra parte, con la frase la intención real fue –eh, que todo es posible-: “follaos los unos a los otros”, podemos considerarlo un predicamento masivamente secundado.

Y no es que involucionemos, flagelémonos lo mínimo, sino que la cosa siempre ha funcionado así. 

Al menos hoy está bien visto que la gente amague con aparentar que se quiere. Incluso parecemos dispuestos a hacer como que nos amamos unos a otros, que nos amamos con todo el odio del que somos capaces.

Puente de Westminster



     El 22 de marzo de 2017, alrededor de las 14:40 horas, un Hyundai i40 de color gris irrumpió en la acera sur del puente de Westminster y recorrió unos 200 metros sobre esa acera llevándose por delante a cualquier que estuviera por allí. El puente de Westminster, incluso en invierno, incluso con lluvia, está repleto de paseantes, de londinenses haciendo su vida diaria de un lado al otro del Támesis y, principalmente, de turistas que se acercan al Big Ben, a la Abadía de Westminster, al Parlamento, a los embarcaderos o, sencillamente, paseando, mirando las aguas amarillentas del río en su recorrido eterno hacia el mar. 
 
    Pero si eres un turista más, andas a la carrera para ver el cambio de guardia del Buckinham Palace, pasar a echar un vistazo al Museo de Historia Natural y, después, tomarte el metro para ver como es el ambiente en Candem Town; pasas por allí decenas de veces y no recuerdas aquello que viste en las noticias un año atrás, ni siquiera te resultan extraños los exagerados bolardos que han puesto en ambos extremos del puente, en ambas aceras. Miras arriba, quizás, que el Big Ben no se ve por las obras, que hermoso el London Eye de noche, con sus luces azules, hay un gaitero vestido con las ropas folclóricas irlandesas y, cerca del león, hay uno que canta Fast Car. 
 
    Sin embargo, en uno de esas idas y venidas, ves la placa del poema de Wordsworth, haces una mala foto rápida con el móvil y recuerdas todas aquellas cosas que pasaron. Porque los días sucesivos al atentado, además de las reiteradas frases de ánimo, de pena, de dolor, la gente, a través de la redes sociales, estuvo compartiendo también aquel poema de la placa en el puente. La poesía como manera de combatir la sinrazón. O, quizás, la sinrazón poética como manera de mitigar el dolor. Y, creo, que no son cosas que suelen pasar ya. Aunque pasen. 


Composed upon Westminster Bridge, September 3, 1802
Earth has not anything to show more fair:
Dull would he be of soul who could pass by
A sight so touching in its majesty:
This City now doth, like a garment, wear
The beauty of the morning; silent, bare,
Ships, towers, domes, theatres, and temples lie
Open unto the fields, and to the sky;
All bright and glittering in the smokeless air.
Never did sun more beautifully steep
In his first splendour, valley, rock, or hill;
Ne'er saw I, never felt, a calm so deep!
The river glideth at his own sweet will:
Dear God! the very houses seem asleep;
And all that mighty heart is lying still!

Sobre el puente de Westminster
Nada puede mostrarnos la tierra más hermoso:
Torpe de alma seria quien por aquí pasara
Y ante esa majestad absorto no quedara.
Lleva ahora la ciudad el traje esplendoroso

De la hora matutina, y bajo el cielo añil,
Los barcos, torres, cúpulas, teatros, templos, puentes,
Reposan en la tierra, lustrosos, refulgentes…
Todo brilla en el aire purísimo y sutil.
Jamás aún hizo el sol tan grande la belleza
De valles y montañas, del alba al despertar,
Jamás logré sentir tan dulce sensación,
Corre el argénteo río con rítmica pereza;
Las casas aún cerradas parecen dormitar,
Y en el silencio late su inmenso corazón.
(Trad. Fernando Maristany, 1918)


 

Nada de lo anterior

    Mi bisabuelo -a quien conocí apenas, a quien llamaban Pancho el burro, Pancho el isleño, Pancho el hijoeputa, etc.-, me contaron en su día, se sentaba a comer sin lavarse las manos, con el olor de la tierra roja aún en las manos. Mi bisabuela -a quien llamábamos Mamá, todos; a quien íbamos cada año a cantarle feliz cumpleaños, por la noche, a bordo de un camión que apenas podía subir las exiguas cuestas de la Sierra de los Órganos- se quedó ciega con cincuentaitantos años y nunca supieron por qué, ni siquiera se hicieron muchas preguntas, eran cosas que pasaban. Mi abuelo se fugó con mi abuela de casa de Pancho el hijoeputa, usando como medio de transporte una yegua medio enana, la misma que usaba para ir de casa en casa a cortar el pelo de los guajiros, de pueblo en pueblo para tocar el güiro en una orquestica que amenizaba bodas, bautizos y comuniones. En casa de mis otros abuelos, sopa y boniato eran un banquete. 

Tuve quince tíos, cuarenta primos. Algunos han muerto, otros siguen vivos. A unos y a otros no los veo hace ya demasiados años. 

Cuando tenía 14 años, mi madre trabajaba de criada -sirvienta o como sea mejor decirlo-, después fue maestra, muchos años. Mi padre trabajó en el campo con su abuelo y criaba palomas. Un día se hartó y se fue a la ciudad a trabajar en una perrera. Se hizo albañil, capataz, técnico en obras industriales. Cuando le dio el infarto que terminaría con su vida, estaba trabajando, levantando paredes, que era lo que mejor sabía hacer.

Tengo un primo que es como mi hermano, crecimos juntos, nos peleamos de cuando en vez, entre nosotros y contra otros, juntos, nos emborrachamos demasiadas veces, juntos. Tengo un hermano que no sabe que le quiero, o sí lo sabe o lo intuye. Tengo otro hermano que nació el mismo año que yo, nos hemos visto crecer, hacernos adultos, nos hemos soportado, nos hemos observado tranquilamente en momentos muy jodidos y en momentos mejores, nos hemos dicho, o quizás sugerido algún consejo: aprieta el culo y dale a los pedales. Y no hay consejo mejor. 

Cuando tenía once años, fui a buscarle a mi abuela un paquete de tabacos. Iba en mi bici con ruedas de 20 pulgadas. Me detuve un momento porque había una pelea. Vi como a un hombre le levantaban media cabeza con un machete. En una pelea tumultuaria vi a Alicia -una negra que tenía dos hijas preciosas, y una tercera no tan hermosa, pero que fue algo así como una novia-, tirarse encima una cazuela llena de alcohol encendido. El plan, presupongo, era usarlo como arma contra los adversarios, pero un traspiés o algo, la hizo tambalear y quemarse viva. Murió. En el instituto, Jose le corto el brazo a otro chico. Yo estaba por allí y me pidieron que recogiera el brazo. No pude. Fui testigo de una violación y no hice nada para impedirlo. Y G., la chica de la que estaba enamorado -ella a su vez estaba enamorada de un profesor del instituto-, me preguntó una vez por qué le había hecho algo que no le había hecho. Etcétera. Etcétera quiere decir que he visto, escuchado, vivido otras muchas cosas que me han ayudado a ser la persona que soy. Lo que sea que signifique "la persona que soy".

He sentido el cariño de los amigos, el amor de la familia y la soledad más absoluta. He dado un paso tras otro tras otro tras otros, hasta llegar aquí. Lo que sea que signifique "aquí". He hecho daño. Me han hecho daño. He sobrevivido, hasta hoy, de la mejor manera posible. Me ha sido útil haberme creado unas cuantas reglas elementales y ceñirme a ellas de la mejor manera posible. Reglas básicas, antiguas, del campo. 

Soy un tipo del campo, un guajiro con suerte que ha andado de aquí para allá demasiado tiempo. Y, como tío sencillo y directo, lo único que deseo es estar en paz conmigo mismo cuando me miro al espejo, saber a quienes quiero, quienes me quieren y abrazarlos de cuando en vez, una tarde cualquiera, sabiendo que no hay más fidelidad ni entereza ni confianza ni sueños ni futuros, que ese abrazo.

Nada de lo anterior soy yo. Todo lo anterior es parte de mí.


Taladro (una ficción)

    Hay cosas que parecen sencillas. Y no lo son. Clavar en una pared. Quizás usted lo intente y le salga a la primera, pero no es algo que suela suceder. Requiere práctica para que no se termine machacando el pulgar, perdiendo el clavo, rompiendo el martillo. Que esas cosas pasan.

O hacer llegar una carta a alguien. Porque uno puede creer que basta con ponerla en un sobre, pegarle el sello y echarla en un buzón. Pero es mucho más complejo. Piense, si no, en las vueltas que debe dar ese sobre hasta llegar a su destino. Y si lo consigue, si llega adonde se pretendía, hay que considerarse moderadamente afortunado. Todos los involucrados tienen que hacer justamente lo que se espera que hagan: la coloquen en la casilla correcta, la bolsa correcta… Conocí a un hombre que había sido cartero. Lo fue durante tres meses. Cada día buscaba las cartas que debía entregar, iba hasta un puente del río y las echaba al agua. Así durante tres meses. Lo contaba como si fuera algo sin importancia, quizás hasta con cierto orgullo.

Cuando tenía quince o dieciséis años, mi padre intentó enseñarme a conducir. Lo había hecho con mis hermanos mayores y con cierto éxito. Lo intenté, aunque el asunto no me interesaba demasiado. Un día me llevó a una carretera concurrida y, creyendo que ya estaba preparado, me cedió su sitio. Me senté al volante y, antes de salir, viendo como pasaban junto a mí, como se relacionaban unos con otros, tuve la seguridad de que era un espectáculo milagroso; extraordinario que no se estrellaran unos contra otros en absoluto barullo; cientos, miles de vida a expensas de unas manos inseguras, un mal día, un carácter sobresaltado. Algo aparentemente sencillo, natural, pero demasiado cercano al caos. Se lo dije a mi padre y me contestó que no entendía qué quería decir. Nada, que creo que esto no es para mí. Mira que eres inútil, hijo. Y en aquella frase que me repetía con frecuencia, siempre hallaba esa cuota de cariñosa decepción que yo solía traducir en muestra de afecto. 

También me enseñó a taladrar. Lo primero era escoger la broca adecuada. Las había para madera, para metal, para piedra, etcétera. Había que medir, con la mayor exactitud posible, el punto donde uno quería hacer el agujero. Para que no resbalara la broca sobre la superficie, lo mejor era hacer una muesca donde asentar la broca y comenzar taladrando con suavidad. Había que sostener el taladro con ambas manos y presionar con la fuerza apropiada, ni poca ni demasiada, lo justo. Se debía taladrar recto, la broca a noventa grados de la superficie para que no acabáramos haciendo un agujero en diagonal ni se terminara por quebrar la broca. Es lo que digo, parece muy sencillo, pero no lo es.

Muchos años atrás, mi padre se había construido una caseta de madera al fondo del patio. Era su taller. También servía para guardar trastos y montones de cosas inservibles, pero cuándo él se refería a aquel sitio lo llamaba mi taller, siempre. Podía estar horas allí dentro, haciendo sus cosas. Casi nunca sabíamos qué, pero escuchábamos ruidos de máquinas, martilleos, silencios prolongados. Creo que se sentía bien allí, solo, como si fuera su estudio, su despacho, la esquina privada con la que todos soñamos, ese sitio donde los demás saben que no nos deben molestar, donde podemos estar en paz.
No podría haber escogido un lugar mejor. 

Esa tarde mi padre había salido, visitó a un par de amigos y a la abuela. Fueron visitas cortas, de esas de pasaba por aquí y entré a saludar. Cenó con Mamá y parece que hablaron de muchas cosas, de esas aparentemente sin importancia de las que se suelen comentar mientras se come. Se sentó en su mecedora a ver una película de oeste que pasaban en la televisión, Río rojo, El hombre que mató a Liberty Valance, una de John Wayne, en cualquier caso. Cuando terminó la película le dijo a Mamá que iría a terminar algo en su taller. No pasó mucho tiempo hasta que escuchara el grito, corriera a la caseta del fondo del patio y encontrara a mi padre con un agujero en la frente.
Mi padre parecía un tipo soso, pero su último día demostró que tenía mucho ingenio. Usó cinta de embalaje para asegurar el taladro a la tosca mesa de trabajo que él mismo había construido tiempo atrás. Escogió la broca, una de madera, la ajustó correctamente y echó a andar el taladro a máxima velocidad y en el punto de encendido automático. Se puso de rodillas y apretó la frente contra la broca. Debió penetrar rápida y limpiamente. Es probable que se hubiera estado preparando para ello, habría visualizado el momento algunos cientos de veces. A pesar de ello, se le escapó aquel alarido en el último momento. 

Y estoy seguro de que no debió quedar satisfecho.

Los alegres hombres de Sherwood

     Unos meses después de llegar a España, tuve cierta relación, durante seis meses aproximadamente, con un Centro de Ayuda al Refugiado. Existen, o existían, varios por todo el país; en específico éste estaba en una zona que se conoce como Partida Torregroses, entre Alicante y Sant Vicente del Raspeig. Allí conocí a varios chicos, mujeres y niños africanos traumatizados por la cercanía con la muerte, esa cercanía que lleva a pensar que están vivos de milagro, y digo milagro no como una casualidad improbable, sino como su significado más literal de intervención divina. Conocí de cerca a Anna, una chica rusa de las afueras de Moscú, alcohólica y enferma de algo que no pude precisar qué era; y a su hermano Alex, y a la madre de ambos, Irina, que tocaba el piano y a quien le gustaba pasearse semidesnuda por los jardines, a la madrugada, cuando suponía que ya todos dormían; a una familia moldava, que no soportaba que los confundieran por rumanos aunque aceptaba que los tomaran por rusos; a otra familia de armenios, Greg, Greta y Artur, que se llevaban razonablemente bien con los rusos, pero que en privado te aseguraban que los rusos eran unos hijos de puta racistas.


     La gobernanta del CAR de Alicante se llamaba Paula, una portuguesa simpática y, en general, buena gente. Paula y su marido vivían en unas dependencias adyacentes al centro, en una caravana, o algo similar, si no me falla la memoria. Su marido se llamaba Víctor, era alcohólico y se encargaba del mantenimiento del lugar, la jardinería y ese tipo de cosas. Víctor contaba que había sido paracaidista y que en un salto fallido se había roto la mandíbula y había perdido todos los dientes. Posiblemente fuera mentira. Decía que era ex alcohólico, pero todos sabíamos que bebía a escondidas. Por las tardes salía a pasear con los perros –que, a la postre, fueron llevados a la perrera y sacrificados tras atacar varias veces a los vecinos- y buscaba alguna de las botellas que escondía por los alrededores. Quizás por eso Paula tenía cierta manera de ser –o parecer- triste. Una de esas mujeres que a uno le dan deseos de abrazar sin que medie ninguna razón ni sentimiento especial. Una tarde me la encontré en un sitio donde se suponía que no debería haber nadie: desnuda,  de rodillas, jugueteando con el sexo de Johnny, un chico de Namibia que, por algún matiz fisónomico, parecía estar siempre sonriendo. No le vi la cara pero sabía que era ella. Y me pareció que era una de esas cosas que tienen que pasar. 

     Durante aquellos últimos meses de 2002, en el CAR de Alicante se formó un grupo extraño y multinacional. Además de algunos de los ya mencionados estaba también Solomón, etíope -o eso decía- que parecía envuelto en un halo de misterio; unos colombianos perseguidos por las FARC, o por el gobierno; Ahmed, un joven palestino; un nigeriano que se había mostrado incrédulo cuando le dije que yo no creía en dios, en ninguno; entre otros.  Por lo general, el nexo de unión y principal pasatiempo era beber. Beber alcohol. Cada céntimo que lográbamos reunir se gastaba en la sección de bebidas de un supermercado de Villafranca. Y con bebidas digo, básicamente, cerveza y vodka. Nos sentábamos en los alrededores del centro, reíamos, jugábamos a las cartas, contábamos historias en una mezcla de idiomas tamizados por un castellano lo suficientemente básico como para que todos lo entendiéramos. Se hubiera podido decir que era un grupo feliz, feliz al estilo de los hombres alegres de Sherwood, con una pizca de alegría pasajera y muchísima tristeza de forajido que se sabe solo, desafortunado y sin futuro. Poco después de dejar de frecuentarlos, me llegaron noticias de que uno de ellos se había suicidado, ahorcado en la rama de un árbol del jardín. Unos meses después otros dos le seguirían los pasos. Un poco más tarde cerrarían el centro. Una de esas nostalgias injustificadas.

Leyendo novelitas

     Posiblemente en una estimación poco científica, de los libros que he leído ocho de cada diez hayan sido de ficción. Mi nada fiable memoria recuerda que el primer libro que leí por mí mismo, sin que nadie me lo regalara ni me lo mandara, yendo al anaquel de la biblioteca de mi escuela de primaria, se llamaba "Tartarín de Tarascón". El último ha sido "La infancia de Jesús" de Coetzee. Ambos de ficción.
     No me considero moderno, ni post, por edad no entro en ese grupo amorfo de los millenials, no soy religioso, siquiera creo en cuestiones "paranormales". Soy algo así como un humanista. Humanista en el sentido de creer que un individuo, decentemente instruido, es libre, así como responsable de sus actos basados en su capacidad de elección; en la capacidad del hombre y la mujer de administrar su libertad, la tolerancia o la independencia, entre otras cosas. Me gusta estudiar al ser humano, entenderlo, o intentarlo acaso. Y por eso leo libros de ficción.
     La ficción literaria o artística tiene el gran atractivo de querer (a veces lo consigue, otras no) estudiar al ser humano, prever las posibilidades de razonamiento, comportamiento; estudia al ser humano no para saber qué piensa o cómo se ha comportado, sino que podría pensar o cómo se podría haber comportado. La ficción bien hecha (por eso me empecino en ponerle los adjetivos literaria o artística, por intentar diferenciarla de la prosa imaginativa en general) nos ofrece la posibilidad de enfrentarnos a casi cualquier posibilidad de comportamiento humano. La historia también lo hace, pero está limitada por la verdad (o las verdades), por el conocimiento de los hechos descritos, detalla lo que ya ha ocurrido. El único límite de la ficción es la imaginación enfocada en el entendimiento del ser humano y sus posibilidades, sus luces y penumbras, cuenta lo que puede llegar a ocurrir.
     Lo que usted intenta ocultar, lo que cree que piensa, sus sueños y sus temores, sus secretos y sus verdades, lo que podía pasar si..., ya ha sido previsto por algún narrador. Y quizás yo hasta lo haya leído.