Novelas, series y japos

  En mayo de 1948, apenas tres años después de la victoria de los aliados en la II Guerra Mundial, fue publicada en Estados Unidos la novela “Los desnudos y los muertos”. El autor era un hombre de veintiséis años llamado Norman Mailer, quien gracias a este libro fue aupado a los altares de la narrativa mundial y a quien se le llegó a comparar con los Hemingways y Tolstoys. 



Norman Mailer formó parte de las tropas que tomaron Japón después del lanzamiento de las bombas Little Boy y Fat Man desde  los plateados aviones B-29; sirvió en el Pacífico Sur y allí es donde sitúa a sus hombres: en la isla Anopopei.

Mailer relata las vivencias de un grupo de soldados, sus intimidades, penurias, alegrías, vergüenzas, banalidades, miserias, triunfos. Los héroes de Mailer en esta novela son realmente lo contrario a eso: el intelectual que roza el alter ego autoral, el casi sádico sargento, en campesino sureño; el minero anarquista de Montana, el irlandés católico de los barrios bajos de Boston, la sombra de ese general producto del integrismo de la América más profunda y que se revelará secreto admirador de la disciplina y las doctrinas nazi.

Ese trópico inhóspito, la selva cerrada, el espíritu del ejército japonés, el clima apabullante, las rencillas y peleas internas son algunos de los enemigos con los que tendrá que lidiar el pelotón. Eso además de, y principalmente, la muerte que todo lo circunda y lo enturbia.

La novela me ha venido a la memoria mientras miraba casi obsesivamente los 10 capítulos de la serie de HBO The Pacific. Imagino que las vivencias de todos quienes vivieron similares circunstancias sean, en consecuencia, afines y al menos dos de las personas en las que están basados los personajes de la serie dejaron libros de memoria sobre esa época de su vida (With the Old Breed de Eugene Sledge y Helmet for My Pillow de Robert Leckie). No obstante, es sencillo encontrar una similitud aplastante entre ambas obras, fundamentalmente entre la primera mitad de la novela y los primeros capítulos de la serie. Nada de esto  impide que la narrativa televisiva sea una muestra inquietante de los sentimientos y la capacidad de maldad de la que somos capaces, y del sentimentalismo, y de la bondad, y del miedo, y de un largo etcétera.

Son muchos quienes creen que el mejor cine de Estados Unidos se está produciendo desde las cadenas de televisión, tanto en sus series como en las TV Movies. No lo sé. Sin embargo, doy fe de que un televidente profundamente decepcionado como yo ha vuelto a hallar cierto apego al medio a través de algunas de las series que pululan en plataformas y descargas. También lo es The Pacific y su hermana "Hermanos de sangre" (Band of Brothers). Ambas producidas por Steven Spielberg  y Tom Hanks. El equipo de realización repite casi en su totalidad.

Es por lo menos curioso que con 62 años de diferencia desde la publicación de la novela y el estreno de la serie en 2010, los puntos de vista sean tan similares dentro del mismo limbo de desencanto y razonable crítica a las sociedades modernas.

Me gusta/No me gusta

Tengo un problema con Pynchon: no puedo con él, no lo trago. He estado un mes con "Al límite", y lo he terminado por cierta obligación moral no tanto con Pynchon como con Maxine, a quien me acerqué lo suficiente como para querer averiguar en que terminaban sus historias, su inmersión en las profundidades web, en los entornos virtuales de DeepArcher, y en las pseudo investigaciones y relaciones con hackers, geeks, etc. Pero se me hizo un libro difícil de leer, no difícil de intrincado o profundo, más bien de aburrido.
Soy narrador y lector de narrativa. Alguna vez leí poesía, y a veces regreso a los mismos poemas y a los mismos poetas para cerciorarme de que algunos decían cosas importantes y duraderas; y que otros derrochaban cursilería o ideas muy básicas o sólo no decían nada, o todo ello, a la vez. Soy lector de narrativa y me gusta que a mis personajes, los que leo, por tanto míos, les ocurran cosas, cosas serias, cosas graves, que sobrepasen esos superficialidades, sucesos y emociones que se dejan ver en las habituales series de policías de la tele.
Leer a Pynchon, para mí, es como perder un poco el tiempo ante un hombre que constantemente se está mirando al espejo, se mira, se mira y, para colmo, da una entusiasta aprobación a lo que ve. “Al límite” termina siendo una reivindicación de teorías conspirativas, una "modernez" habría dicho mi padre, un acercamiento a la parte sórdida del mundillo "virtual", la ya famosilla internet profunda y a ese sentimiento que ha venido con el nuevo siglo de que no tenemos ni puta idea de nada.
Me entusiasmaron las cuarenta o cincuenta páginas donde se relatan los sucesos del 11-S y los días posteriores, principalmente estos últimos. Y probablemente seguiré leyendo a Pynchon, qué le vamos a hacer. Es lo que tiene eso de los mitos sobrevenidos, siguen siendo un anzuelo útil y al final uno siempre querrá curarse de esta tara de que no te guste Pynchon.

Tengo un problema con Richard Ford: sigue siendo uno de mis tres o cuatro escritores contemporáneos favoritos. Compre Canadá el día nueve de marzo y el 12 ya lo había terminado. Uno de esos libros que uno querría que siguieran eternamente, seguir y seguir con la prosa segura y esa manera tan especial de contar grandes asuntos como si no pasara nada.
Los personajes de Ford son gente normal, si es que la gente normal existe. Excepto en algunos relatos donde se puede encontrar algún profesor o escritor, podrían ser tus vecinos o alguien a quien conoces, con sus peculiaridades, brillos y pobrezas. La trilogía que incluye “El periodista deportivo”, “El día de la Independencia y “Acción de gracias”, está repleta de antihéroes y sus actos, y de infinitas y muy complejas relaciones familiares. “Incendios” y “Canadá” ahondan en esas relaciones familiares, se puede decir que son el centro argumental de las novelas, incluso más que en la trilogía.
Canadá se divide en dos partes -realmente tres, pero la tercera tiene apenas 20 o treinta paginas y se las podía haber ahorrado-, la primera donde relata la vida familiar en   Great Falls, las ansias preadolescentes de Nick y su hermana melliza Berner, los hechos que llevan a Bev, padre de ambos, licenciado de la fuerza aérea, a pensar que atracar un banco puede llegar a ser una buena idea y a permitir que su esposa se enrolara en ello. (No tema, nada de esto es eso que ahora llaman spoiler, de hecho, el propio autor lo revela en la primera página y, además, eso no es lo importante.) La segunda parte, una vez separada la familia, narra las vicisitudes de Nick en una población canadiense adonde va a parar gracias a la planeada intervención de su madre. Nick crece de prisa y sabe que se enfrenta al mundo solo, con ayudas y traspiés, con traiciones y fidelidades, solo ante un mundo trastocado y ante sí mimo, transformado y fortalecido, fiel a unas pocas cosas y desinteresado por cuestiones que hasta hace muy poco parecían trascendentales e inviolables.
Sin dudas Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo y Thomas Pynchon son considerados las grandes figuras de la narrativa estadounidense contemporánea -aunque yo sea más de los dos primeros. Si yo pudiera modificar ese canon, incluiría a Ford antes que a cualquiera de sus contemporáneos. 
Y me quedaría muy a gusto.

Tom Wolfe: La hoguera de la vanidades



-¿Que no te ha gustado “La hoguera de las vanidades”? ¿Cómo es posible? ¿Por qué? Es como que no te guste... ¿Dickens? –dice R., periodista (más bien alguien que estudió periodismo, emigrante él y que por tanto sobrevive trabajando en algo demasiado parecido al telemarketing).

-Porque… (Hay algo decepcionante en esa novela. Me refiero a eso de saber, apenas leídas las primeras cincuenta páginas, que nada nos va a sorprender, que todo se desarrollará según hemos intuido y previsto. Sí, he leído por ahí que se suele comparar a Tom Wolfe con Dickens. Como cualquier comparación es, de antemano, justificada, acepto que les comparen si se concluye que lo único que los acerca es el aparente interés de Wolfe por acercarse a Dickens, o a Thackery en su defecto –para muestra el título de esta novela. Alguien debió decirle a Wolfe que ser un gran periodista no es lo mismo que ser un gran novelista (como tampoco lo es lo contrario). Los grandes frescos victorianos de Dickens –y de Thackery- quedan muy lejos de la Nueva York ochentera. Los personajes de Wolfe son prototipos sociales sin matices que rozan la caricatura en ese afán de representar cada sector social y sus clichés. Pero lo que más lo aleja de Dickens -y de Thackery-, es que ellos trabajan el misterio y la tensión necesarios para invitar a pasar a la página siguiente. Wolfe hace todo lo posible por evitarlo, rehúye cualquier intriga verosímil y se convierte en un escritor aburrido. Tom Wolfe es –o fue- un gran periodista, no voy a ser yo quien lo desmienta, y su percepción de la cotidianeidad de la gran ciudad nos lo recuerda y hasta logra salvar el libro si nos la ingeniamos para saltarnos tantas páginas como sea necesario. Es que esas 800 páginas son demasiadas páginas si uno no es Dickens ni Thackery.). No sé, porque no.

-No lo entiendo, es muy buena.

-Ya.

Richard Ford: Incendios


Lo peor que tiene este libro es el título. Y no es algo que se deba achacar al autor, quien, con relativo acierto, lo tituló "Wildlife". 

Aparte de ello, aclaro que Richard Ford es uno de mis escritores favoritos; uno de esos que son capaces de contar una historia sacada practiacamente de la nada, y hacerla degustable, buena literatura, libros que al finalizarlo te obligan a quedarte un rato mirando por la ventana sin pensar en nada, pero quizás pensando muchas cosas. Hace ya algún tiempo escribí algo sobre él aquí

Comienza así: "En el otoño de 1930, cuando yo tenía 16 años y mi padre llevaba sin trabajo algún tiempo, mi madre conoció a un hombre llamado Warren Miller y se enamoró de él." La historia ocurre en Great Fall, Montana, una zona donde ya situó varios relatos de su libro "Rock Springs". La historia de un padre, una madre y el joven de dieciséis años que narra la historia. Tres personajes prototipos recurrentes en las novelas de Ford y su exploración de la sociedad americana a través de las relaciones familiares. Los tres llegan a Great Falls desde Idaho en la creencia del padre de que la gente estaba haciendo dinero en Montana, o pronto comenzaría a hacerlo. Sin embargo, en lugar de esa suerte deseada, la nueva ciudad los recibe con un gran incendio forestal y con los temores asociados a él y, en general, los temores de un adoslescente ante esas cosas raras que solemos hacer los adultos.

Agota Kristof: Claus y Lucas

Mientras leía las tres novelas de Agota Kristof ("El gran cuaderno"; "La prueba"; "La tercera mentira") publicadas en España en un único volumen con el título “Claus y Lucas”, recordé la escena de una película. No fue nada relacionado con la trama, con los personajes, ninguna frase, ninguna literalidad.

La escena es de la película de Spielberg “Salvar al soldado Ryan”. Hacia el final ocurre un enfrentamiento entre las tropas alemanas y el grupo americano. En una de las casas del pueblo abandonado donde sucede la batalla hay una lucha cuerpo a cuerpo entre dos soldados, cada uno de un bando. El americano saca un cuchillo o bayoneta, pero el alemán logra voltearlo en el forcejeo y, debido a la fuerza con la que ambos hombres empujan, lo va metiendo lentamente en el pecho de su enemigo. El alemán, mientras el cuchillo cede y se introduce en la carne, dice unas frases que siempre presumí tranquilizadoras: de cierta forma lo despide, se acerca.

Porque estos libros hacen que uno se sienta como ese soldado americano. Porque poco a poco, milímetro a milímetro, con una sencillez asombrosa, con esa naturalidad de lo sabido, se nos clava ese cuchillo en forma de dura y nítida historia.

Y no podemos hacer nada para evitarlo, pasamos a la siguiente página, a por otra ración de dolor, de baldío, de expuesta y descarnada realidad.

Jonathan Coe: La espantosa intimidad de Maxwell Sim


Hay un tipo de humor que te provoca una franca carcajada. Hay otro que apenas te saca alguna sonrisa. Y está el más difícil, ese que te mantiene con un leve sentimiento de positividad, de “que bien me la estoy pasando”, quizás hasta de felicidad. Y mantener a un lector atado a ese tipo de sentimientos es difícil, mucho más si el personaje y centro de la historia es un tipo especialmente anodino.

Y yo me lo he pasado muy bien leyendo “La espantosa intimidad de Maxwell Sim”. 

Por lo que parece, a Jonathan Coe se le acusa de ser un escritor ligero. Quizás le suceda por apostar y conseguir ese tono que transmite bienestar, aún cuando lo que nos esté contando sea, como es el caso de esta novela, la interioridad de un personaje que en cualquieras otras manos no podría hacer otra cosa que suicidarse, por su bien. 

A Maxwell Sim lo ha abandonado su esposa recientemente, mantiene con su padre una relación peculiarmente lejana e incongruente, pasa por una depresión, vive en Watford. “Quiero decir que no es que Watford sea unos de esos sitios donde el mero hecho de vivir en ellos ya supone una razón para seguir viviendo, eso sería exagerar un poquito”.

Sim se ve envuelto en un viaje, como representante de una empresa de cepillos de dientes ecológicos, que le llevaría desde Londres a las islas Shetland. Y en ese viaje, en las sucesivas paradas que va haciendo, descubre cuestiones esenciales sobre su vida, la de sus padres y sus entornos. Eso además de estrechar gran amistad con Emma, la voz femenina del GPS del coche:

          “—Por favor, continúe por la ruta destacada y comenzará la ayuda en ruta.
          No fue tanto lo que dijo, sino cómo lo dijo.
      A muchas personas, creo, les atraen otras sobre todo por su aspecto. Y, evidentemente, soy tan sensible a eso como cualquiera. Pero lo primero que encuentro realmente atractivo en una mujer, nueve de cada diez veces, es la voz. (…) Aquélla era, sencillamente, una voz bonita. Asombrosamente bonita. Probablemente la más bonita que había escuchado nunca. No me pidan que se la describa. Ya se habrán dado cuenta a estas alturas de que no se me dan muy bien esas cosas. (…) Tenía un toque ligeramente arrogante, supongo. Y un retintín que se podría haber descrito como un poco mandón. Pero, al mismo tiempo, era tranquilizadora, mesurada, y te inspiraba mucha confianza. Era imposible imaginarse a aquella voz enfadada. (…) Era una voz que te decía que todo estaba bien en el mundo; al menos, en el tuyo.”

A pesar de un final sin dudas equivocado (meta-ficción, autor conversa con personaje -cansa sólo referirse a ello-), Coe me ha gustado y me ha hecho disfrutar mucho de esta novela sobre la soledad.

A propósito de Paul Auster

A propósito de Paul Auster, recordaba hoy que hace ya algún tiempo escribí esto.

Ilustración de Pablo García

Un bluff llamado Paul Auster

En póquer, el bluff es una apuesta a la que se arriesga un jugador teniendo una mano inferior a la que quiere hacer ver. Es una acción válida en algunas ocasiones ya que puede inducir a pensar a otros jugadores que se tiene una mano dominante y declinar la apuesta.

En 2006, el jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras otorgó su premio al escritor norteamericano Paul Auster. El acta del jurado concluía de esta manera: “Con su exploración de nuevos ámbitos de la realidad, Auster ha conseguido atraer a jóvenes lectores al dar un testimonio estéticamente muy valioso de los problemas individuales y colectivos de nuestro tiempo”.

Debo reconocer que hasta ese momento no había leído ningún libro de este escritor. Su nombre desprendía cierto tufo incomprensible e inexplicable que me obligaba a aplazar sus libros para algún momento impreciso. Sin embargo, cuando le fue otorgado este premio y supe que los otros finalistas al galardón habían sido el también norteamericano Philip Roth y el israelí Amos Oz, me pregunté que ofrecía Auster en sus libros para convencer al jurado.

Es sabido que los premios no deberían legitimar per se a los premiados. Recurrentes son las listas –demasiado extensas- de autores de extrema relevancia a los que no se les otorgó u otorga éste o aquel premio; del mismo modo lo son aquellas listas de escritores que bordean la mediocridad y han sido recompensados con premios como el Nobel, el Cervantes y otros.

Los premios no deberían legitimar a los premiados, pero lo hacen porque solemos caer en la trampa de creer que el problema lo tenemos nosotros, de acuñar la sentencia de: algo tendrá aunque yo no sepa qué. Y así uno se deja convencer, se pone a la labor y muchas veces se pregunta por qué no le hizo caso a aquel tufo incomprensible e inexplicable.

La obra narrativa de Paul Auster se inicia en 1985 con la publicación de “Ciudad de cristal” –por razones de índole profiláctica no tengo en cuenta “Jugada de presión”, publicada bajo seudónimo en 1976-, la primera parte de lo que terminaría siendo “La trilogía de Nueva York”. En los libros de la trilogía, Auster expone las rutas por donde discurriría la mayor parte de la narrativa: alusiones y sedimentos de la novela negra; predilección por el absurdo y, fundamentalmente, la fuerza del azar como leitmotiv; y el juego en los límites mismos entre realidad (realidad ficcionada) y ficción. Pero no sólo las expone sino que las desarrolla plenamente y, aunque en sus trabajos posteriores insista en recurrir a ellas, las agota.

El Paul Auster de “La trilogía de Nueva York" es un escritor interesante, correcto y en el que se intuyen gestos que incitan al lector a esperar grandes cosas en posteriores aventuras narrativas. Sin embargo, no sólo no vuelve a estar a la altura de estos primeros libros, sino que su obra declina según aparece cada nuevo libro, como si el autor se empeñara en hacerlo cada vez peor, como si en eso consistiera la intención última de su escritura.

Se podría hablar de tres momentos en su obra. El primero desde 1985 hasta 1990, momento en el que publica "La música del azar" -o quizás se pueda ampliar hasta 1992 ("Leviatán"). El segundo abarcaría los libros "Mr. Vértigo" (1994), "Tombuctú" (1999) y "El libro de las ilusiones" (2002). El tercero comenzaría con "La noche del oráculo" hasta su última "Sunset Park" (2009).

En la primera etapa nos encontramos con el escritor que sorprende, que aparenta arrojo y ambición, que está a punto de encontrar su voz, su estilo. "El país de las últimas cosas" y "La música del azar" -principalmente esta última, una exquisita fábula absurda- son libros logrados y que logran entusiasmar. "Leviatán" tiene momentos significativos y logra tejer una red de sucesos y tensiones satisfactorios. Después de leer estas novelas uno siente la tentación de buscar más, pero lo cierto es que lo aconsejable sería dejar de leer a Auster en ese momento, cerrar "Leviatán" y no esperar nada más, evitarnos lo que está por venir.

En la segunda etapa de esta partición casi arbitraria, los mencionados tres libros publicados desde 1994 a 2002, la prosa de Auster se achanta, se conforma en la revisión de los temas ya tratados como si ya se hubieran encargado de convencerle que el éxito de su obra se basa en el gran asunto de azar como punto de inflexión y de la cercanía estilística con Beckett o DeLillo. Sus libros comienzan a aburrir por recurrentes aún cuando algunos fragmentos nos recuerdan el escritor que ha sido y de quien se puede esperar algo más, algo que ya se recibiría con el rango de sorpresa.

No hay sorpresa. O sí, que con cada nueva publicación su narrativa se vuelve cada vez más tediosa, cada vez más aburrida, cada vez más vacía: un atraco a las expectativas. "La noche del oráculo", "Brooklyn Follies" o "Un hombre en la oscuridad" son un castigo para los lectores habituales. Textos de tanta insignificancia, terminados con tanta dejadez, llenos de tanto vacío no se la admitiría siquiera al más inédito de los escritores.

¿Cómo es posible?, nos preguntamos, ¿por qué lo hace?

Los libros publicados por Auster desde 2004 muestran ese encanto recurrente por la banalidad, por rellenar cuartillas sin sentido, como si el autor sintiera necesidad de escribir y a mitad de su labor se aburriera de sí mismo o creyera que no vale la pena lo que está consiguiendo. Las novelas son cada vez más disparatadas, más despistadas, más intrascendentes, al punto de que uno llega a preguntarse si alguna vez leería a Paul Auster si nunca lo hubiese leído.

Paul Auster no es el gran escritor que la crítica y las editoriales -principalmente la crítica y las editoriales europeas- pretenden presentar y vender. En un país de tan extensa y profunda tradición narrativa, donde hay voces extraordinarias y consecuentes con el acto literario -el mismo Philip Roth, por ejemplo-, Auster se ubica a la zaga, en ese limbo amable de la mediocridad.

Pero no es él el jugador que pretende hacernos creer que tiene una mano mucho mejor. En el discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias declara que no sabe por qué se dedica a escribir y se responde a sí mismo: "La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa". Creo en esta máxima, creo que los escritores lo son porque no tienen otro remedio que escribir. Paul Auster no pretende hacer un bluff. En todo caso es él -su literatura- el bluff en sí mismo.

Paul Auster: Sunset Park

Lo sabía. 

No puedo culpar a nadie, ni siquiera a Paul Auster.

Antes de ponerme con el libro, sabía que sería una pérdida de tiempo, que me aburriría, estaría tentado 250 veces, una por página, a dejarlo.

Sin embargo, voy y abro "Sunset Park", leo todo, confiando que el escritor se guardaría una gran baza final que me dejaría atónito, porque no era posible que esa insipidez, ese desorden, esos personajes traídos por los pelos y escasamente desarrollados, hubiesen generado tantos comentarios positivos, tanta reseña glorificadora, cuando se publicó, allá por 2010.

Vaya usted a saber.

Pero yo no he encontrado nada, excepto unos deseos enormes de reclamar que me devuelvan el dinero. 


La posibilidad del milagro

(rewinding...)
Hace unos días publiqué la traducción de una entrevista de Cormac McCarthy. En cierta parte de la entrevista McCarthy dice: “En los últimos años sólo he tenido deseos de trabajar y de estar con mi hijo. Oigo que la gente se va de vacaciones y pienso: ¿de vacaciones? No tengo ningún deseo de viajar. Mi día perfecto es cuando me puedo sentar en una habitación con unas cuartillas en blanco… Todo lo demás es una pérdida de tiempo.” Y dice además: “Cualquier cosa que no ocupa años de tu vida ni te lleva a pensar en el suicidio no es algo que merezca la pena hacer.”
Traduje estas frases -que a quienes puedan aconsejo leer en inglés, nunca me fiaría de una traducción mía-, y me preguntaba cómo era posible que ciertos sentimientos pudieran reproducirse de manera tan exacta en dos personas con ningún punto de unión geográfico, cultural ni social, cómo se podía explicar que un hombre con todo el talento, la experiencia y la genialidad de McCarthy sirviera de voz pausada a lo que un tipo de 40 años, taciturno y mediocre, pensaba en aquel mismo momento o quince minutos atrás, que viene a ser lo mismo. Ahora que sé cómo se dice, me anoto a la frase: en el último año sólo he tenido deseos de escribir y de estar con mis hijos. Mi día perfecto es cuando puedo sentarme en una habitación con unas cuartillas en blanco; y, cualquier cosa que no ocupa años de tu vida, que no te hace sufrir, maldecir, llorar, patear, escupir al espejo donde se ve tu imagen, que no te lleve incluso a pensar en el suicidio, no es algo que merezca la pena.

foto de Osbel Concepcion Padron

No vale la pena. Lo otro es engañarse e intentar engañar a los demás, cosa que no siempre se consigue y que termina resultando demasiado escabroso, y malgastando demasiado tiempo y demasiadas  fuerzas. Todo lo que no sea ser consecuente con uno mismo es un descalabro personal. Aún cuando uno mire dentro y se dé cuenta de la cantidad de mierda que hay allí. Hay que ser consecuente, fundamentalmente con la mierda.
Hoy, después de casi nueve años en el exilio, conservo los mismos amigos que tenía cuando salí de Cuba. Les sigo siendo fiel, a mi manera, casi en la intimidad. Les perdono todo y espero reciprocidad. A la breve lista no he añadido siquiera uno, lo que hace de mí un antisocial inadaptado que raya la patología. Si yo fuera otro, me aconsejaría ir al psicólogo.
Casi nueve años que ando con este cartelito de emigrante. He andado calles de España, he visto cadáveres en Córdoba, cadáveres en Alicante, en Barcelona y muchos en Madrid. Esta tierra es un cementerio de escritores cubanos. Andamos  por ahí mostrando glorias pasadas, glorias por venir, firmando artículos, blogs, algunos hasta han podido festejar su nombre impreso. Hay muertos disidentes, muertos traductores, muertos que bailan salsa, muertos que buscan un amante en Sitges, muertos empresarios, muertos de campo y muertos de ciudad, muertos borrachos, muertos buenistas, muertos calculadores, muertos que se convierten al islam o al judaísmo, muertos que han descubierto la pornografía gratuita en internet, muertos que quieren aparentar que están vivos, muertos que logran incluso mezclarse con los vivos y pasar el día con ellos y reírse con ellos y creer incluso que se entienden con ellos. Amigos, lamento decirlo: estamos todos muertos, somos una inmensa banda de cadáveres pululando por tierras peninsulares y esperando un milagro.
Y si  cabe la posibilidad del milagro, no se llama Alfaguara ni Planeta ni Anagrama, no está en las revistuchas o los blogs en los que nos afanamos vanamente –una revista es sólo una justificación para lograr subvenciones; un blog es la manera de recordarnos que existimos, el único blog excusable es el de la anciana que publica sus recetas de cocina, el resto son una prueba de la rendición. El único milagro posible es quitarnos la chaqueta, remangarnos la camisa, encerrarnos en una habitación con un buen montón de cuartillas y escribir.

Lionel Shriver: Tenemos que hablar...

Hace unos días me decidí a leer “Tenemos que hablar de Kevin”, unos de esos libros de los que uno ha oído hablar y cuyo argumento parece tentador. Porque “Tenemos que hablar de Kevin” se suponía que trataba sobre un joven que hace un columbine en su instituto, sale con vida de la refriega y va a la cárcel. Pero en realidad no va de eso, o no precisamente. Sino de su madre, Eva, quien nos cuenta la vida de Kevin a través de unas cartas a su exesposo –y es que esto de escribir una novela “epistolar” siempre me ha parecido poco creíble, poco serio, uno va leyendo siempre con la premonición de que el escritor nos toma el pelo, o, mejor, quiere tomarnos el pelo pero no lo consigue, no puede, porque no hay cartas que soporten 400 páginas de prosa ni lector que lo resista (eso o que el género epistolar ya no es lo que era).


Y yo no lo he resistido (iba a decir he cerrado el libro, pero sería más justo ir cambiando de terminologías y aclarar que apenas hemos cambiado de archivo .epub).

Y es que a pesar de su argumento, el libro no es auténtico, no es verosímil. La voz de la narradora-escritora-de-cartas no es convincente, Kevin es un niño malo poco convincente, y hasta la relación de Eva con Franklin (apenas un complemento de la historia, un personaje sin sorpresas, sin sutilezas). Y se sabe que cuando un narrador pierde la confianza del lector, el resto del libro es una torre de esas que sabemos que se caerá en algún momento y todo lo que hagamos antes de demolerla de una vez, es una pérdida de tiempo.

Creo que hay una película. Quizás la vea para enterarme como termina todo o incluso para descubrir que a veces se incumple lo de que el libro es mejor.