Entrevista a Cormac McCarthy (El cowboy favorito de Hollywood)

Traducido por The Galimatías
Tomado de The Wall Street Journal
20 de noviembre de 2009

Por John Jurgensen 


 El escritor Cormac McCarthy suele rehuir las entrevistas, sin embargo, no puede ocultar que le entusiasma conversar. La semana pasada el novelista se sentó junto a nosotros en el frondoso jardín del hotel Menger. La conversación, en la que también participó John Hillcoat, director de la película “La carretera”, basada en la novela homónima, se extendió hasta tarde y a la cena en un restaurante cercano.
McCarthy ha venido hasta aquí desde su casa cerca de Santa Fe para visitar a Tommy Lee Jones. El actor dirige y protagoniza junto a Samuel L. Jackson un filme basado en la obra de teatro de McCarthy “The Sunset Limited” que se emitirá próximamente por HBO.



    Cuando vende los derechos de sus libros, ¿suele tener contratos que le permitan supervisar el guión, o es algo que queda fuera de su alcance?
No. Vendes los derechos y te vas a casa a descansar. No te puedes inmiscuir en los proyectos de otras personas.

    Cuando fue por primera vez al set donde se filmaba “La carretera”, ¿descubrió mucha diferencia entre lo que vio y lo que tenía en mente sobre la novela?
Imagino que mi noción de lo que ocurría en "La carretera" tiene poco que ver con sesenta u ochenta personas y un montón de cámaras. El director Dick Pearce y yo hicimos una película en Carolina del Norte hace treinta años y ya entonces pensé que aquello era un infierno y me pregunté cómo era alguien capaz de hacer aquello. Así que me levanté, tomé un poco de café, anduve de aquí para allá, leí un poco, escribí unas pocas palabras y miré por la ventana.

    Pero, ¿no encuentra algo atractivo en el proceso de creación grupal, en comparación con el solitario acto de escribir?
Sí, te resulta extremadamente atractivo evitarlo a toda costa.

    Cuando hablaba con John sobre “La carretera”, ¿en algún momento intentó presionarle para que aclarara qué había causado la catástrofe de la historia?
Mucha gente me lo ha preguntado, pero no lo sé, no tengo opinión sobre eso. En el Instituto Santa Fe hay científicos de muchas disciplinas y algunos geólogos dicen que a ellos les parece el choque de un meteorito. Pero en realidad podría haber sido cualquier cosa: actividad volcánica, una guerra nuclear. No es importante en realidad. La cuestión es qué hacer en una situación similar. La última vez que el cráter de Yellowstone entró en erupción, toda Norteamérica estuvo bajo un manto de cenizas de 30 cm de grosor. Quienes han buzeado en el lago Yellowstone cuentan que en el fondo hay un montículo que ya tiene cerca de 30 metros de altura y que parece como si aquello estuviera continuamente latiendo. De personas diferentes obtenemos respuestas diferentes, pero no hay previsión posible, la próxima vez que suceda puede ser dentro de cuatro mil años o el próximo jueves. Nadie lo sabe.

    ¿Qué tipo de asuntos le suelen preocupar?
Si uno toma en cuenta cuestiones sobre las que vienen hablando algunos científicos, se da cuenta que en los próximos cien años el ser humano posiblemente siquiera será reconocible. Podríamos ser parcialmente máquinas o tener implantes computarizados. Implantar un chip en el cerebro que contenga, por ejemplo, la información almacenada en todas las bibliotecas del mundo, es algo posible y no sólo en teoría. Como me han dicho quienes saben de estos temas: se trata sólo de dar con las conexiones apropiadas. Pues bien, éste es uno de esos problemas que se suelen venir a la cama conmigo.

    “La carretera” es una historia de amor entre padre e hijo donde nunca se dice “te quiero”.
Así es. No se me ocurrió nada más que añadir a esa historia. Muchos de los parlamentos que hay allí son conversaciones entre mi hijo John y yo reproducidas textualmente. Eso quiero decir cuando comento que es coautor del libro. Muchas cosas que dice el chico de la novela son parlamentos de John. John dice: Papá, ¿qué harías si yo muriera? Desearía morir también, le contesto. ¿Para poder estar conmigo?, pregunta él. Sí para poder estar contigo. Sólo una conversación.

    ¿Por qué no firma ejemplares de “La carretera”?
Existen ejemplares firmados del libro, pero todos pertenecen a mi hijo. De modo que cuando cumpla 18 años podrá venderlos e irse a Las Vegas o adónde prefiere. Esas son los únicos ejemplares firmados del libro.

    ¿Y cuántos ejemplares son?
Doscientos cincuenta. Alguna vez he recibido cartas de libreros o personas relacionados con el mundo del libro donde me sugieren que tienen un ejemplar de “La carretera” firmado por mí. Solamente les contesto: No, no tienes ese ejemplar.

    ¿Cómo fue la relación con los hermanos Cohen cuando trabajaban en “No es país para viejos”?
Nos vimos y conversamos un par de veces. Son gente inteligente y con mucho talento. Como pasa con John, no necesitaron mucha ayuda de mi parte para hacer una película.

    "Todos los hermosos caballos” también fue llevada al cine. ¿Le satisfizo lo que se obtuvo en esa ocasión?
Pudo haber salido mejor. Tal como lo veo hoy, quizás se pudo haber editado mejor y haberlo convertido en una película bastante buena. El director creyó que podría poner todo el libro en pantalla. Es imposible, tienes que escoger aquella parte de la historia que te interesa. Así que él hizo esta película de cuatro horas de duración y se dio cuenta que para poder exhibirla tendría que llevarla a dos.

    ¿El tema de la extensión es aplicable también a los libros? ¿Un libro de mil páginas resulta, de algún modo, demasiado?
Para el lector moderno sí. Aparentemente la gente sólo lee libros de cualquier extensión si son de misterio o policiacos, en esos casos, mejor cuando más extensos. No se volverán a escribir libros de 800 páginas como se hacía cien años atrás y hay que habituarse a ello. Si crees que podrás escribir algo como “Los hermanos Karamazov” o como “Moby Dick”, adelante, pero nadie lo va a leer. No importa lo bueno que sea o lo agudos que sean los lectores. La intenciones y los cerebros son diferentes.

    Se dice que “Meridiano de sangre” es imposible de llevar al cine por la oscuridad y la violencia que recorren el argumento.
Eso es una tontería. El hecho de que sea una historia cruda y llena de sangre no tiene relación con que se pueda o no llevar al cine. Ese no es el asunto. El asunto es que sería verdaderamente difícil y requeriría una gran imaginación y mucho valor. Pero la recompensa podría llegar a ser extraordinaria.

    ¿De qué modo la noción del paso del tiempo y de la muerte incide en su obra?
El futuro cada vez es más corto y uno lo sabe. En los últimos años sólo he tenido deseos de trabajar y de estar con mi hijo. Oigo que la gente se va de vacaciones y pienso: ¿de vacaciones? No tengo ningún deseo de viajar. Mi día perfecto es cuando me puedo sentar en una habitación con unas cuartillas en blanco. Es el cielo, es oro. Todo lo demás es una pérdida de tiempo.

    ¿Y cómo afecta ese tic-tac de reloj a su trabajo? ¿Hace que quiera escribir historias más cortas o por el contrario más extensas y complejas?
No me interesa escribir relatos o cuentos. Cualquier cosa que no ocupa años de tu vida ni te lleva a pensar en el suicidio no es algo que merezca la pena hacer.

    Los últimos cinco años han resultado muy productivos para usted. ¿Ha tenido períodos de sequía en su escritura?
No creo que haya períodos productivos y otros improductivos. Es una percepción que tiene la gente por lo que se publica. El días más ocupado puede utilizarse en observar a unas hormigas que transportan migas de pan. Alguien le preguntó a Flannery O`Connor por qué escribía y ella contestó: “porque es algo que hago bien”. Y creo que esa es la respuesta adecuada. Si eres bueno haciendo algo es muy difícil abstenerte de hacerlo. Hablando con personas muy mayores que han vivido bien, la mitad de ellos coincide en que lo más significativo en su vida ha sido la extraordinaria suerte que han tenido. Y cuando oyes esto sabes que es la verdad. No es que menosprecien el talento o el saber hacer. Puedes tener ambas cosas y no lograr nada.

    ¿Podría contarme algo del libro que prepara, algo del argumento o los lugares donde ocurre?
No se me da muy bien hablar sobre eso. La mayor parte ocurre en New Orleans en los años ochenta. Es acerca de un chico y su hermana. Cuando el libro comienza ella ya se ha suicidado y vemos cómo el va lidiando con eso. Ella es una chica muy interesante.

    Algunos críticos han hecho notar que muy pocas veces profundiza en personajes femeninos.
Este libro trata en detalle el personaje de una mujer joven. Hay alguna escena interesante que atraviesa el libro y se acerca al pasado. Planeaba escribir sobre una mujer de 50 años de edad. Creo que nunca seré lo suficientemente competente para hacer algo así, pero en algún momento hay que intentarlo.

    Usted nació en Rhode Island y se crió en Tennesse, ¿cómo terminó en el suroeste?
Terminé en el suroeste porque sabía que nadie había escrito sobre esta zona. Aparte de Coca-Cola, lo otro universalmente conocido de esa región son los indios y los cowboys. Puedes aparecer en un pueblo de las montañas mongolas que allí sabrán decirte algo de los cowboys. Pero en doscientos años nadie se ha tomado el tema con seriedad. Pensé que sería un buen tema. Y así fue.

    Se crió bajo los preceptos de la iglesia católica irlandesa.
Sí, un poco. No era un asunto demasiado importante. Los domingos íbamos a la iglesia. Ni siquiera recuerdo una conversación sobre ese tema.

    ¿El dios con el que creció es el mismo a quien el personaje de “La Carretera” cuestiona y maldice?
Podría ser. Me resulta interesante la visión espiritual de la vida y realmente considero que es significativa. Pero, ¿soy una persona espiritual? Me gustaría serlo. No hablo de encontrar una vida después de la muerte o ese tipo de cosas, sino sólo en el aspecto de ser mejor persona. Tengo amigos del Instituto, personas realmente brillantes con un trabajo duro, buscando soluciones a problemas complejos. Ellos mismos suelen decir que es más importante ser buena persona que ser una persona brillante. Y yo estoy de acuerdo con eso.

    Ya que “La carretera” trata de un asunto tan personal, ¿tuvo dudas de lo que iba a encontrar en la adaptación al cine?
No, había visto la película de John, “The Proposition”, conocía su reputación y creí que seguramente haría un buen trabajo. Además, tengo a la mejor agente. Ella no sería capaz de vender el libro a no ser que tuviera confianza. No es sólo cuestión de dinero.

    ¿Empezó “No es país para viejos” como un guión?
Sí, lo escribí como guión. Se lo mostré a alguna gente y no parecieron interesados. De hecho, llegaron a decirme que jamás funcionaría. Años después lo saqué y lo convertí en novela. No me tomó mucho tiempo. Estuve en los premios de la academia con los hermanos Cohen. Tenían una mesa llena de premios antes de que terminara la noche. Uno de los primeros que les entregaron fue el de mejor guión. Ethan se volvió hacia mí y me dijo: bueno, yo no hice nada, pero el premio me lo quedo.

    Para novelas como “Meridiano de sangre” llevó a cabo una extensa investigación, ¿qué tipo de investigación realizó para “La carretera”.
No sé. Solamente conversar con gente sobre cómo serían las cosas en diferentes situaciones catastróficas. Hablaba con mi hermano Dennis sobre ese espantoso escenario de fin del mundo y coincidíamos en que la población se dividiría en pequeñas tribus y que cuando no quedara nada terminarían comiéndose unos a otros. Sabemos que es algo cierto y demostrado.


    En relación con “La carretera”, ¿ha recibido muestras o reacciones de padres?

Tengo varias cartas similares de seis personas diferentes. Una de Auatralia, otra de Alemania, de Inglaterra. Todas ellas me lo relatan de manera parecida: comencé a leer el libro después de la cena y lo terminé a las 03:45 de la mañana siguiente; tuve que levantarme, correr escaleras arriba, despertar a mis hijos y quedarme allí, sentado junto a ellos, solamente abrazándolos.os en cuenta una cosa: nada nos garantiza sobrevivir a este minuto, la sobrevivencia es obra del azar.

Artículo original en inglés:  Aquí

Eso de amarnos

El espíritu cristiano –y no sólo católico, por cierto-, esa quimera de occidente más bien falsa, mencionada y repetida, poco creíble, confluye con otras ideologías religiosas en un acercamiento casi despiadado al concepto del amor.

En lengua española al menos, la palabra amor tiene una connotación hiperbólica, algo así como  querer con exageración; además de acarrear más de una connotación sexual. De ese modo, una sentencia del tipo “amaros los unos a los otros” requiere, cuando menos, unos minutos de consideración.

"El rapto de Proserpina" (detalle), Gian Lorenzo Bernin

"Va contra natura amar a todo el mundo indiscriminadamente", decían los guionistas de House en boca del doctor. Porque se sabe que amar a una única persona es extenuante, y cuando el amor se cura, uno se suele sentir liberado. No poseemos la energía suficiente para amar a, pongamos, todos los miembros de la familia. La extenuación de mantener esa intensidad de cariño nos mataría.

¿Cómo podemos, entonces, amar a todo el mundo, indiscriminadamente?

No podemos. No se puede amar a diez, cien, siete personas y conservar el juicio.

Sin embargo, sí es relativamente sencillo odiar a diez, cien, mil personas. El odio se nos ha presentado como una emoción mucho más sencilla y fiel.

El sentimiento gremial de la sociedad, el sentido de pertenencia a algún grupo es siempre en contraposición a otros: a otro equipo de fútbol, otra clase social, otra raza, otra ideología, otra estética, otro nivel cultural…

Si, por otra parte, con la frase la intención real fue –eh, que todo es posible-: “follaos los unos a los otros”, podemos considerarlo un predicamento masivamente secundado.

Y no es que involucionemos, flagelémosnos lo mínimo, sino que la cosa siempre ha funcionado así. 

Al menos hoy está bien visto que la gente amague con aparentar que se quiere. Incluso parecemos dispuestos a hacer como que nos amamos unos a otros, que nos amamos con todo el odio del que somos capaces.

75 segundos

Sé que ese hombre va a morir.

Para ser exactos, ya ha muerto, hace quizás un año, dos. Para mí es como si estuviera ocurriendo ahora.

Debe rondar los 55 años de edad, tiene el pelo blanco, tupido, y su cara… Su cara no expresa nada, vacía, no sé si ha sido así siempre, si fue de por sí un hombre inexpresivo o es consecuencia de la situación, de los calmantes que se tomó esta mañana o resultado de esta noche sin dormir, imaginando cómo ocurriría todo, llorando o vacío de lágrimas. Me he acercado tanto como he podido. He intentado suponer, escuchar algo en su rostro. Al fin y al cabo es lo más cercano que he estado  a eso de hablar con los muertos.

Trae algo en sus manos, quizás unos papeles, una carta, una justificación; y una cuerda que se me antoja demasiado corta, demasiado fina, la cuerda menos apropiada, podría parecer. 

Intenta atarla a la parte superior de la puerta. Se detiene porque pasa algo, alguien, un posible salvador, un posible incordio. Que siempre hay gente por ahí que la jode creyendo que nos salva.

No puede, la puerta no parece una decisión acertada. Y pienso: esperanza. Aunque sepa que va a morir, que ya ha muerto, respiro, siento cierto brote de alivio.

Ahora lo pierdo. Se las apaña para subirse sobre algo e intuyo que está atando la cuerda al techo. Veo, presiento más bien, un zapato. En el aire. Se balancea como si levitara.

Y aparto la mirada porque en este preciso momento ese hombre se está muriendo, se muere, se ha muerto.

Y yo seguiré pensando en ello, una semana, dos semanas, mientras miro por la ventana, mientras fumo y noto lo bien que ha quedado el patio o como crece el limonero. Estos 75 segundos suyos de los que me he apropiado.

Memoria

A partir de cierta edad, establecida alrededor de los cuarenta años, si usted se hiciera un riguroso análisis, podría comprobar que su cuerpo está compuesto en un 80% de memoria. Sus órganos dejan de necesitar oxigeno, proteínas, etc. y requieren para su buen funcionamiento una cantidad determinada de esa sustancia.

La memoria, con todos sus defectos, es en determinados momentos de la vida, una especie de salvación, un sustento. Eso de ayudarnos a creer que alguna vez estuvimos vivos, más vivos, o vivos en una manera diferente de vida, pongamos.

Tengo recuerdos muy precisos de cosas que ocurrieron cuando tenía seis años, de un rayón que tenía la pizarra de mi clase de primer grado o de unos determinados pendientes que tenía mi maestra con nombre de personaje de García Márquez: Arcadia México. Sin embargo, de algunas cosas que ocurrieron hace poco, en estado de sobriedad, no está de más decir, apenas logro recordar algún detalle. Y otras, esas de la bruma, esas que uno no puede precisar con exactitud si ocurrieron o no: una nevada matutina en Buffalo, New York; un paseo por el parque España en Rosario, Argentina, en primavera…


Todo esto viene porque hace un par de días me enganché concienzudamente a un disco: Led Zeppelin Rematers. Y estuve recordando una época: mediados de la década del 80.

Mi primo y yo, caracterizados como Bon Scott y John Bonham, respectivamente, nos pateábamos las fiestas de la ciudad con la ilusoria esperanza de que nos pusieran alguna canción de Led Zeppelin o de AC/DC. No ocurría, aunque suplicáramos, aunque sacáramos la maltrecha cinta del bolsillo, aunque pidiéramos por lo menos una de las lentas. Nos miraban como lo que éramos: gente rara. Ellos seguían con sus cosas, que por algo eran sus fiestas, invariablemente escuchando a Van Van, Roberto Carlos y Camilo Sexto.

Bon Scott y John Bonham habían muerto cinco años atrás, cada uno por su lado, pero nosotros no lo sabíamos, ni siquiera necesitábamos saberlo.

Regresábamos entonces a casa del uno o del otro y poníamos la cinta y escuchábamos como posesos, una y otra vez: Good Times Bad Times, Dazed and Confused, Whole Lotta Love, Ramble On, Celebration Day, Immigrant Song, Black Dog, The Battle of Evermore, D'yer Mak'er, No Quarter, Kashmir… Movíamos la cabeza, así en silencio, como afligidos y achacosos. Creo que éramos unos tristes rockeros felices.

Con el tiempo mi primo comenzó a escuchar AC/DC sólo en la intimidad, y yo andaba por ahí diciendo que me gustaban cosas como Enya o Loreena McKennitt. Pasaron los noventas, la primera década de los 2000, y uno hasta puede llegar a sentir cierta nostalgia autocompasiva si por algún sitio escucha mencionar a Van Van, Roberto Carlos o Camilo Sexto.

Y un día, sin previo aviso, de camino al trabajo, incluso podría haber llegado a mover la cabeza rapada, así en silencio, como afligido, como achacoso.

Es que tengo cuarenta años. Y dos. Y dos.

El soldado búlgaro

En 1935, Theodor Ramdom, un carpintero que sirvió en la I Guerra Mundial, se aventuró a escribir unas memorias sobre su participación en la guerra y, en general, sobre su vida, antes y después de ser llamado a filas. El libro se titulaba "Band Saw" –en realidad se titula, porque aún existe, en una redición del año 1997 de la editorial galesa Bloodaxe, habitualmente centrada en la publicación de libros de poesía.

Remito a este libro en particular porque en estos días he recordado una anécdota que se narra ahí. Se trata de la narración de una batalla en la que las tropas británicas cargaron apenas sin municiones contra el enemigo y que finalizó en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, bayoneta contra bayoneta:

“El sargento dio un grito desgarrador cuando uno de los nuestros lo detuvo. No quedaba ningún enemigo, pero el sargento seguía blandiendo el fusil, atacando con fiereza, lanzando andanadas de ira al aire. Cuando reconoció al soldado que se le había acercado pidió perdón y se arrodilló apoyado en su fusil. De la bayoneta colgaban restos de tejidos humanos, su barba tenían un raro aspecto, como de lodo, lodo rojo."
"Estuvimos alrededor de aquel puente cuatro días más. Soportamos el olor de los enemigos muertos mientras comíamos, reíamos o soñábamos con volver a casa. Cuando llegó la orden de seguir camino, al pasar por una pequeña colina, apreciamos el paisaje que dejábamos atrás. Cientos y cientos de cadáveres, cada cual en una pose diferente: dignos, ridículos, todos sorprendidos por una de nuestras balas o nuestras bayonetas."
"Entonces escuchamos unos gritos que surgían de entre los muertos y vimos una mano que se movía allá. El sargento y otros dos hombres se acercaron y cuando regresaron trajeron un herido a hombros. Era un soldado búlgaro que había logrado sobrevivir a nuestra acampada de cuatro días, a las heridas que tenía en el pecho, al hambre, la sed y la desesperación. Muchos soldados se disputaban ya la oportunidad de rematarlo, pero el sargento les dejó claro que respondía por la vida de aquel hombre. Quienes lo habíamos visto matar a decenas de ellos unos días atrás no comprendimos el celo con el que el sargento custodió la vida del soldado búlgaro. El sargento no dijo nada hasta mucho rato después. Dijo: si no hacemos lo necesario para que este hombre siga con vida, jamás me lo perdonaré. Esta vida servirá para que, un día, logre sentirme un buen hombre de nuevo.”


Días atrás, en medio de una conversación quizás demasiado subida de tono, he intentado decir que nadie es bueno ni malo, que todos somos un poco de lo uno y un poco de lo otro, en dependencia de quién lo contemple o a qué situación sea abocado. Sin embargo, mi interlocutor me dijo que parara de decir tonterías. Y yo me callé, no porque creyera que fuera una tontería sino porque sabía que no lo iba a entender, no quería, no podía verse enmarcado en la posibilidad de figurar como una persona que, en determinada circunstancia, puede comportarse de manera horrible.

Es el poco favor que la sensiblería –y no confundir, por favor, con sensibilidad- y todos los lugares comunes que vienen aparejados, le están haciendo padecer a nuestra época. La amalgama de símbolos fútiles que nos transmitimos a diario unos a otros, ha hecho que lo socialmente aceptado o reconocido como bueno se convierta en una representación particular de cada cual, o del grupo al que creemos pertenecer. Yo (nosotros), los buenos; ustedes, ellos, los malos. Ñoñería colectiva. Eso de poner el grito en el cielo por lo malo que son los demás, por la injusticia que padecemos, nosotros tan buenos, tan leales, tan justos.

Lamento echarle a perder la merienda, pero le aseguro que usted, tanto como yo, es un gran hijo de puta. No quiero decir que lo sea en general, a todas horas, sino que cuando la ocasión así lo determina usted sabe ser tan mala personas como eso sea posible.

Lo único que marca alguna ligera diferencia, es que algunos, de vez en vez, intentan salvar una vida que les redima, que les permita soñar con volver a ser, algún día, una buena persona.

Al final


©Miguel Rubial (http://miguelruibal.blogspot.com.es/)

Malos tiempos, dicen.

El pesimismo como talega que nos obligan a cargar; y no a cagarlo de cualquier manera: se debe mostrar cierta compostura, cierto know how.

Paradojicamente, a la vez, el pesimismo está mal visto, roza ser objeto del escarnio. Es admirable no serlo y sonreír ante los problemas, y susurrar karma, energía/pensamiento/sentimientos positivos. Al fin y al cabo, ¿a quién le podría agradar ir por ahí con un pesimista, ducharse, preparar la cena, reírse, hacer planes?

A la larga todo saldrá bien, dices.

¿La muerte?

No, hombre, no, quiero decir...

La muerte es el final, es "a la larga".

Al final todo saldrá bien, dices tú sin fuerza, sin ánimo de polemizar, agarras tu talega y te marchas, for good.




Confianza



Desconfía de los intrusos. Desconfía de quienes no te respetan. Desconfía de quienes dicen ser tus amigos sin saber la marca de whisky que bebes. Desconfía de la puerta y del portero, de la sensibilidad planfetaría, de los íconos, todos ellos, de los ex-cualquiercosa. Desconfía de quienes dicen que te desean el bien porque usualmente quienes de verdad te lo desean, lo hacen con tal intensidad que no es necesario caer en la reiteración de dejarlo evidente. Desconfía de quienes te dicen te quiero cuando quieren decir te deseo, o ni eso. Desconfía del vecino que te da los buenos días con ese tono de obligatoriedad cotidiana. Desconfía de quienes te quisieron porque suelen ir por ahí abriendo brechas a los caminos. Desconfía de quienes te querrán, porque en su temporalidad está el pecado (es un decir), y desconfía del chocolate que te regalaron porque no significa lo que tú hubieses querido que significara, y de la tortura, y del sexo tortura, y de lo contario. Desconfía del cíclope y de la hipotenusa, de Homero y de Pitágoras. Desconfía del tendero que te vende el tabaco con una sonrisa, del camarero que te pone una buena cerveza, y de la palmada en la espalda. Desconfía del espejo porque suele ser un traidor hijo de puta.

Sótano

Siempre he tenido ese interés por el subsuelo, metafóricamente hablando. Las cuestiones ocultas, las razones que mueven las cosas, allí donde yacen los sentimientos reales, los motivos verdaderos de todas las cosas.

En estos días he tenido la ocasión de andar por los fondos de unos grandes edificios de Barcelona y he recordado lo que ya sabía. Ni de lejos las cosas son lo que parecen, en ningún sentido ni caso. Nadie ni nada es capaz de mostrarse tal y como es. Los yo verdaderos yacen también ocultos en el sótano. No se muestran. Nos espantan y tememos espantar a los demás. Escondemos toda esa basura que somos y nos olvidamos de que está allí.


Sin embargo, cada cierto tiempo y por algún motivo menor, tenemos que bajar al sótano. De pronto abrimos una caja y nos salta todo a la cara. Y sorprende como si nunca hubiéramos sabido, como si acabáramos de enterarnos, se nos revelara una gran verdad. Nos quedamos un rato pensando en todo ello, preocupados, asustados. Cerramos la caja, olvidamos.

Podríamos crear el día del regreso al sótano, uno para forzarnos una visita, deshacer los atadillos, revisar con profundidad lo que hemos estado ocultando allí durante años, recordar quiénes somos, lo que podemos llegar a ser, lo que podría pasar. Entendiéndonos a nosotros mismos, quizás llegaríamos a comprendernos mejor los unos a los otros, toleraríamos, soportaríamos, no nos espantaría tanto el sótano ajeno si recordáramos el propio.

Hambre

Me llega a través de contactos de facebook la noticia de una persona que inició una huelga de hambre hace varios días. Este hombre vive en España, es español, se llama Willy Uribe y su reclamo, a grandes rasgos y generalizando con todas las inconveniencias que ello conlleva, es ésta: el señor Uribe aspira a que su huelga de hambre sirva para liberar a un “extoxicómano” o “toxicómano rehabilitado” que ha entrado recientemente en prisión por un delito, supuestamente menor,  cometido hace tres años. 


En ocasiones, yo también he tenido esa sensación de que la Justicia es injusta (me ahorro eso de que la representan con los ojos vendados). Y éste, si los datos que se aportan son exactos, podría ser uno de ellos. Ni el más fragrante, ni el más inhumano, apenas eso, uno de ellos.

Una huelga de hambre remite siempre a un acto desesperado, una solución final, ese momento cuando un ser humano está dispuesto a perder  su único bien tangible por la consecución de un fin. Es una medida de fuerza que pretende saltarse todos los márgenes jurídicos, los procedimientos habituales, las leyes. No es una protesta, sino una acción ejercida contra alguien mientras nos hacemos daño, mientras nos dejamos morir. Con una huelga de hambre se exige que se pase por encima a la Justicia por algo que el huelguista considera vital, tanto que está dispuesto a jugarse la vida para que la otra parte, en caso de que ocurra la muerte, tenga que cargar con la culpa, incluso la responsabilidad del suicidio. Una huelga de hambre es como aquellos monjes quemándose a lo bonzo, pero menos dramático, más despacio, con más calma, dispuestos a morir, pero mejor si no.

Esa medida extrema llevada a cabo por un tercero, por alguien que no sufre la situación desesperada por la que se puede llegar a dar la vida, resulta siempre sospechosa. La banalización del objetivo de una huelga de hambre disminuye su efecto publicitario, su capacidad de recorrido, su posibilidad de convertirse en tema de alcance en la prensa, las redes sociales, los medios de difusión; y, por tanto, en asunto de interés general y materia política. Quiero decir, marcarse como objetivo de cualquier protesta, no ya de una de estas características, la excarcelación de una persona que ha delinquido y ha sido sorprendida delinquiendo es un poco, digamos, excéntrico.

Porque, aunque nos pongamos magníficos reclamando la función rehabilitadora de la Justicia, en el fondo todos sabemos que va de venganza y orden: la manera que se ha dado la sociedad para evitar que andemos librando cada cual pequeñas guerras, y para dar ejemplo de que quien hace un mal –lo que la sociedad ha considerado un mal–, podría terminar pagándolo si no es lo suficientemente listo. No sirve invocar otros casos –policías, políticos, detentadores de algún poder–, otros indultos, porque entonces tendríamos que ser consecuentes y protestar éstos, combatir la injusticia detectada y no pedir que se generalice, no hacer generalidad de las excepciones, no propiciar el hedor de las corruptelas. Propongo que alguien comience una huelga de hambre en contra de esos indultos, esos que quiebran las bases, las raíces de la convivencia y la Justicia. Si no fuera glotón –gula, sabroso pecado– o no supiera lo que es sobrevivir una hambruna, quizás hasta lo pensaría un minuto o dos.

Se dice que la media de sobrevivencia de un cuerpo sin alimentarse es de tres semanas. Si Willy Uribe está llevando a cabo una huelga de hambre de verdad y no una de esas fantochadas a las que por desgracia nos tienen habituados aquí y allá, le deseo sólo dos cosas: que la deje –y que de paso esos amigos que tanto lo apoyan dejen de hacer el Poncio Pilatos y lo tienten con algún entrecot o unos mariscos de su tierra, en lugar de esperar a tener un mártir propio– y busque  otras maneras más objetivas, racionales o productivas de combatir las injusticias;  el segundo deseo es que consiga su meta.

Si fuera una fantochada, nada, el tiempo dirá.

Fiestas

En "El animal moribundo", Philip Roth ubica una escena importante las noche del 31 de diciembre de 1999.

(Por cierto: como una de los protagonistas -Consuelo- es de origen cubano, justamente esa noche la cadena ABC transmite la llegada del año nuevo en Cuba: "Ni ella ni yo habíamos esperado que eso apareciera en la pantalla, pero lo que estaba ante nosotros era La Habana. Desde un anfiteatro donde están acorralados un millón de turistas y al que llaman club nocturno, llega la encarnación, en un estado policial embalsamado, del sensacionalismo caribeño... No se ven más cubanos que los artistas de variedades carentes del arte de divertir, muchos jóvenes vestidos de ridículos trajes blancos...".)

Pensando en estos días en el significado de algunas fiestas, recordé que una vez estuve de acuerdo con el narrador de Roth en que básicamente en estas fiestas (y en otras muchas: aniversarios, cumpleaños, patrióticas y religiosas) celebramos el paso del tiempo.


La navidad se ubicó tan cercana al cambio de año para crear confusión y que el hecho religioso cobrara relevancia. La fiesta es extensa, por tanto, y, como sucede también en carnaval, se producen esas raras mezcolanzas de religiosidad e irreverencia
: abetos y sus imitaciones en plástico, exceso inmisericorde de luces, cristos que nacen, cantos edulcorados de todas las tendencias, papá noeles, mariscos-turrones-alcohol, reyes magos y cargos de conciencia. 

Las personas religiosas, en realidad, no lo toman con la seriedad que se podría esperar; y los que no lo son se unen a la barahúnda de buena gana, con desenfado; ambos grupos intuyendo que es, como he dicho y ha dicho Roth, un festejo que nos da la sensación de comprender algo que en realidad no comprendemos. "El paso del tiempo. Estamos nadando, sumergidos en el tiempo, hasta que al final nos ahogamos y desaparecemos. Esta nadería convertida en un gran acontecimiento".

Pues eso: felices fiestas.